En defensa de la chatarra exhibicionista
La crítica se ha democratizado con todas sus consecuencias: la aparición pública del experto cultural más formado no tiene por qué destacar sobre las listas de los diez mejores libros del año de un tuitero cualquiera
Santiago Gerchunoff 17/02/2017
Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Antonio de Guevara.
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¿Es cierto que hubo una época dorada del debate público anterior a internet, como algunos críticos contemporáneos sugieren?
¿Es posible construir un canon histórico de espacios de debate?
Hace unos meses, Ignacio Echevarría se quejaba de que en España no se dan las condiciones para que un debate fructifique, el motivo sería la falta de un “tejido cultural como dios manda”. El foco de la acusación estaba puesto sobre las redes sociales y para descartarlas usaba la siguiente fórmula: “El maximalismo ingenioso de la mayor parte de los tuits los convierte, como suele ocurrir, en simple chatarra exhibicionista”
“Simple chatarra exhibicionista”. No parece una mala definición de lo que ocurre muchas veces en Twitter y, de hecho, lo lapidario de la frase armoniza con las ya casi canónicas críticas a las redes sociales como falsos espacios de debate público: el primado del exhibicionismo o el narcisismo impediría el desarrollo de “verdaderos” debates.
Más allá de medir el alcance real de estas acusaciones, hay que hacer notar que el argumento se construye sobre una certeza no demostrada, pero con la que todo crítico del exhibicionismo o de la superficialidad de las redes sociales cuenta: que hubo realmente una época dorada del debate público, una época no narcisista, no exhibicionista, anterior a internet.
¿Existió realmente esta época dorada? ¿Dónde habría que situarla? ¿Sucedió al mismo tiempo en muchos países? ¿Fue sólo en Occidente? ¿Sólo en Europa? ¿Hay un canon histórico de espacios de debate?
La primera dificultad para ubicar esta supuesta época dorada es que el reproche sobre la superficialidad e inocuidad del debate público es un clásico de los intelectuales de todos los tiempos. Es difícil encontrar una época en la que no hayan proliferado pensadores quejándose de la superficialidad en la que vivían y apelando a una época anterior que supuestamente sí reunía las condiciones idóneas.
Así se quejaba Montaigne en 1595: “En la volátil confusión de rumores, noticias y opiniones vulgares que nos rodean, no se puede establecer un camino provechoso”. Unos años antes, en 1539, ofrecía también Antonio de Guevara toda una batería de argumentos con una lógica análoga en su delicioso Menosprecio de corte y alabanza de aldea.
Aun así es temerario atribuir a quienes crucifican hoy a las redes sociales como emblemas de decadencia del debate público la misma lógica que tenían pensadores tan antiguos.
Creo que es más probable que los críticos de hoy estén directa o indirectamente influidos por ciertos textos fundamentales del siglo XX que establecieron un ideal de “espacio público” como arena para el debate, un canon mítico de espacios de disputa. Los dos textos más importantes en este sentido fueron La condición humana de Hannah Arendt (1958) y La transformación estructural de la esfera pública de Jürgen Habermas (1962). En estos dos libros se proponen los dos espacios ideales para un debate público: el ágora griega (Arendt) y el café europeo del siglo diecinueve (Habermas). Más allá de su brillantez y profundidad, los dos libros marcaron para el porvenir una dirección decadente: para Arendt la propia lógica política de la modernidad va en contra de la posibilidad del debate público democrático, y para Habermas, serán ciertas características del desarrollo capitalista las que harán erosionar (casi) irremediablemente todo debate público. Así, los intelectuales occidentales disponen desde los años sesenta de todo un arsenal de argumentos para despreciar el debate público que les es contemporáneo.
Pero la acusación de “chatarra exhibicionista” que tan adecuada parece a las redes sociales, destapa uno de los excesos de esta crítica. Si algo es indiscutible en la elección de Arendt del ágora de la Grecia antigua y de Habermas del café decimonónico es que eran espacios hipernarcisistas. Mostrar el propio yo, exponerse, alardear incluso, eran parte esencial de estos espacios “ideales” de debate. Esto se suele ignorar o dejar de lado cuando se pone en la mira a las redes sociales. En la visión de Arendt el narcisismo no es un residuo, sino parte central, esencial, de lo que sucede en el espacio público, al que llama “espacio de aparición”. El sentido de este espacio es precisamente que los hombres aparezcan, que muestren “quiénes son”. Como elemento fundamental del espacio de debate, muy por encima de la argumentación ordenada, está la posibilidad de manifestarse que ese espacio proporciona. Arendt, de hecho, traduce la palabra griega doxa (que es la materia misma de cualquier espacio de debate) no sólo como “opinión” (como habitualmente se hace), sino también como “esplendor y fama”: “La palabra doxa no significa meramente ‘opinión’, sino también ‘esplendor’ y ‘fama.’ Como tal, está en relación con el espacio político, que es la esfera pública en la que cada cual puede aparecer y mostrar quién es. Declarar la propia opinión guardaba relación con ser capaz de mostrarse uno mismo, de ser visto y oído por los demás. Para los griegos éste era el gran privilegio ligado a la vida pública”.
Quizás, entonces, contra lo que los críticos de las redes sociales creen, la “chatarra exhibicionista” sea parte esencial de un debate “como dios manda”. Lo que puede que moleste cada vez más es que esa “chatarra exhibicionista” (que siempre ha estado) se haya “vulgarizado” con el advenimiento de internet. Y cuando digo “vulgarizado”, quiero decir que ha llegado al “vulgo”, al “pueblo”, esto es, que se ha masificado. Ya no son sólo unos pocos los que pueden mostrarse (con todo su refinamiento discursivo) en la arena pública; la chatarra exhibicionista se ha democratizado. Y se ha democratizado con todas sus consecuencias: la aparición pública del crítico cultural más formado a través de la sofisticación argumental no tiene por qué destacar sobre las listas de los diez mejores libros del año (en menos de 140 caracteres y con selfie con portada de libro incluida) de un tuitero cualquiera. Que este nuevo escenario masificado sea una mala o una buena noticia depende de la doxa de cada uno.
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Santiago Gerchunoff nació en 1977 en Buenos Aires. Vive desde 1997 en Madrid. Es doctor en Filosofía por la UCM y librero fundador de librería Muga, de Vallekas. Escribe y molesta en las redes todo lo que puede.
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