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Hace cincuenta años que se publicó una de las novelas más innovadoras, complejas y hermosas de la literatura del siglo XX: Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Lo hacía la Seix Barral de Carlos Barral, y los avatares derivados del exilio cubano del autor, por una parte, y de la censura franquista, por otra, los cuentan en la edición conmemorativa que la editorial está lanzando estos días. Aunque, seguramente, no todos. Porque había esas “cuestiones internas”, que tenían que ver con las relaciones entre Castro y la cultura antifranquista española, que no están ahí y, casi seguro, en ningún sitio. Más que en algunas memorias, ay, selladas. O casi. Después de todo, enseguida la Seix Barral prescindió de su editor emblemático, aunque no del libro que había ganado un Biblioteca Breve, aunque finalmente el publicado no fuera el mismo. Y eso, se lo digo yo, que salimos ganando. Porque si (aquel) Vista del amanecer en el trópico era buenísimo, Tres tristes tigres es, sin duda, mejor.
Tres tristes tigres era la primera, y para mí la mejor, de una serie de grandes novelas –La Habana para un infante difunto, sobre todo, pero la terrible Mapa dibujado por un espía, o La ninfa inconstante, o su especular Cuerpos divinos-- que dibujarían el mapa de La Habana y esa historia temprana que va de las vísperas de la revolución a la desilusión y el exilio. La Habana en el corazón, podría ser la historia permanente del que se fue de Cuba y no volvió. Hasta su muerte, hace ya doce años este mes. Y después, tampoco. Pero desde su duro exilio londinense, nunca dejó de escribir esa Habana de sus desvelos. Para mantenerla viva, y no sólo como una nostalgia insoslayable. Es más, la casa que compartía con su mujer, Miriam Gómez, y en la que caíamos sus amigos entonces más viajeros que ahora, en Gloucester Road, era y es un trozo de Cuba viva en el corazón de Kensington.
Lo que yo escriba sobre Cabrera Infante no es, no puede ser, objetivo, y vaya esto por delante. No sólo he dedicado a su obra mucho tiempo y trabajo –dos libros y un montón de entrevistas y críticas y conferencias y congresos y cursos, desde una, ay, lejana tesis-- sino que, sobre todo, en estos, si no cincuenta, sí cuarenta y muchos años, ha discurrido una profunda, divertida y frecuentadísima amistad. Así que cómo escribir un perfil del amigo que no está, y de Miriam Gómez que, felizmente, sí está? ¿Aunque ese amigo sea no sólo un excelentísimo novelista, sino un personaje público por su insobornable rechazo del régimen cubano, pero también por su cultísima intervención en nuestra vida literaria y periodística? ¿Y aunque esa amiga dedique su vida al celoso cuidado de sus papeles, de sus libros, de su memoria? ¿Y qué hay de su personalidad, la de Miriam, con Guillermo, y antes, y no sólo después? No. No soy objetiva.
De sí mismo decía que era “un periodista que escribe novelas”. Aunque las suyas fueran las mejores de su época, y lo que le cuelga a su época. Era periodista antes de salir de Cuba, muy especializado en cine –ahí está su paradigmático Un oficio del siglo XX, pero también Cine o sardina, y Arcadia todas las noches, que me encanta-- y todas esas entrevistas, reportajes y más críticas rescatadas por Antonio Munné para su obra completa. Más que escribir de cine, vivía el cine. Y luego la televisión, como modo privado de ver cine. Qué gran invento el vídeo. Ahora Miriam Gómez –alguna responsabilidad tiene en ese gusto: ella era actriz, la he visto en la pantalla, él cuenta el encuentro de los dos en una novela, ella no-- seguro que dispone de esas cadenas pay per view, donde puede ver el cine extremooriental, particularmente japonés, coreano o vietnamita, del que lo sabe todo.
Guillermo, escritor-periodista, tenía el olfato y la curiosidad suficientes para detectar los sutiles cambios de época. Que le tocaron algunos. Y, como buen periodista –y como buen novelista--, no consideraba que ningún tema fuera pequeño. Desde la moda o las nacientes libertades de costumbres del swinging London (los sesentas, después de los puritanismos de postguerra) a la novela rosa, y muy especialmente la de Corin Tellado, la “inocente pornógrafa”. Pero ahí entraba también la música en su totalidad, de los más minoritarios entre los serialistas y minimalistas –o sus padres, Satie, Ravel-- a la música popular. Muy especialmente, la música popular. Hay escritos que gritan fuerte sobre letras y músicas, y que conectan con la poesía –Martí, pero Lezama-- y también con mundos muy propios que nos retrotraen otra vez a Cuba. Todo el universo de los cultos afrocubanos, por ejemplo, tan esencialmente ligado a su literatura. Yo creo que algunos relatos de Miriam Gómez tienen que ver con esto. Porque Miriam relata. De una manera fascinante, elige y dosifica sus historias manteniendo el interés embobado del oyente. Y sus historias narradas tienen siempre un punto de extraordinario, de inusual, de sorprendente. Y por eso pienso que la dedicatoria de Tres tristes tigres a Miriam es, sencillamente, literal, y dice: “Para Miriam Gómez, a quien este libro debe más de lo que parece”.
Y era un excelente fumador de puros. Y conocedor de puros. Y como su vida y su literatura son inseparables --de ahí que algunas de sus novelas se consideren autobiografía, a mi modo de ver erróneamente: una cosa son los materiales (Bovary soy yo) y otra el libro-- tuvo que escribir, primero en inglés, su documentadísimo Holy Smoke, que en castellano, años después, se traduciría como Puro humo. Y que es tan suyo, tan de su juego, que traducirlo fue una tortura a varias manos, finalmente las suyas. Como la del Finnegan Wake, que le pidieron tantas veces y que no tradujo, aunque sí los Dublineses de Joyce. Y ya se ve por dónde van los tiros.
La historia, las historias que cuenta TTT son muchas, y por la estructura del propio libro --una suerte de collage nocturno, musical y conversado-- no se puede resumir. Digamos que es, como su antecedente temático (y también vital), la película PM de su hermano Sabá Cabrera y Jiménez Leal, un recorrido por la noche habanera de las vísperas de la revolución, en la que tres nocheros hablan y hablan y se encuentran con un cuarto y con un muerto y muchas mujeres, pero sólo una tan especial que es metafórica si no hubiera sido real: Freddy, la Estrella. Y hay más cosas: desde parodias que se refieren oblicuamente a la revolución en ciernes y que hablan de traición y muerte, al punteo de esa mujer que visita al psicoanalista, y que juega con un prólogo que pone la novela en la pista del espectáculo, en el cabaret (que no es el único), en Tropicana.
Si Cabrera Infante no hubiera escrito ‘Ella cantaba boleros’ dentro de TTT, no sabríamos quién es Freddy, la contralto negra que cantaba a capella, y no se hubiera remasterizado su único disco, y no se podría escuchar en YouTube, cosa que les recomiendo vivamente, porque su voz y su gusto son insuperables, irrepetibles. Y su historia, bastante triste, la verdad, no sería una de las metáforas de Cuba en esta novela llena de ellas. Pero si no hubiera escrito (y matado) a Bustrófedon, ágrafo escritor que lo hace como los bueyes griegos y su nombre que no es su nombre: un renglón de izquierda a derecha y el segundo al contrario, si no hubiera escrito a ese personaje que es el escritor porque es el que hace esa lengua del nonsense, del calembour, del pun, del humor inteligente que provoca la sonrisa (la satisfacción de entenderlo, que no es poca) pero también la carcajada hasta sicalíptica. En fin. Que si no lo hubiera escrito, la novela no sería la que es, la de las autorreferencias, la de la autorreflexión siempre en una oblicua clave de ficción.
Son muchas las lecturas que permite esta enorme novela, pero hay una que necesita: la de los jóvenes, esas generaciones que nacieron después de su aparición, hace ya cincuenta años, cuando tantas cosas han cambiado, están cambiando en el mundo y en España y en Cuba, y que se la merecen. Porque es insustituible. Y ya dije que no soy, no puedo ser, objetiva ni, desde luego, imparcial.
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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