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Conocí a Ricardo Piglia cuando era un personaje de novela. Sí. Con nombres y apellidos, enlazaba una oscura conspiración brumosa y literaria, que intentaba conseguir que el yo protagonista de esa misma novela escribiera una novela. Parece un galimatías, pero es muy fácil: la trama metaliteraria de Con la frente marchita permitía a su autor, el mío, Marcos-Ricardo Barnatán, no sólo hacer un mapa de la ciudad recobrada tras la terrible dictadura de Videla, sino metaforizar su silencio narrativo de, por lo menos, una década. Así que el personaje Ricardo Piglia, que era un poco el malo de la película, representaba una ambición literaria, una obligación siempre demorada, para el escritor. Que volvía, como en el tango.
Entonces, hablo de 1989, Piglia no era famoso, pero ya era en Buenos Aires un escritor de culto, al que no se veía mucho porque era profesor en Harvard, o en Princeton, que en las dos universidades enseñó durante más de 15 años. Y fue un par de años después cuando lo conocimos personalmente. Pero literariamente: antes de escribirle, Marcos había traído algunos cuentos, y seguramente Respiración artificial, su primera novela, de 1980, que a mí me pareció muy Bioy, del Bioy de La invención de Morel. Naturalmente, le envió el primer ejemplar impreso por Versal de su novela, poco entendida, menos por Piglia que sí la disfrutó. Lástima que Vila-Matas no leyera bastante…. Pero a lo que iba: nos lo presentó, un mediodía soleado de Madrid, el coleccionista de arte y hombre cultísimo Jorge Helft, con el que Marcos estaba tanteando fondos para una expo de Borges, o quizá de Xul Solar, que se hizo, algún tiempo después, en el Reina Sofía. Como se ve, una nube borgiana (de Borges) sobreiluminaba la terraza del Espejo.
No es que fuera un amor a primera vista, pero hay hombres que le gustan a una, y otros que menos. Hay tirones. Para mí –a estas alturas puedo confesarlo-- hay alguna luz en los ojos, hay una cierta inteligencia, o una determinada rapidez lingüística, o alguna forma de la atención, que encienden esa chispita, que es una chispita sin más. Ricardo Piglia era de esos. Y su sentido del humor también era de esos.
Digo que no era famoso, entonces, porque su fama general, es decir, su fama, empezó con Plata quemada, o, mejor, con la película que ganó el Goya a la mejor extranjera en castellano en el 2000. La había dirigido Marcelo Piñeyro y la protagonizaban Eduardo Noriega y Leonardo Sbaraglia, y vino rodeada de escandalillos que llegaron a los tribunales, como había arrancado la propia novela, que ganó el Planeta Argentina en 1997, premio que un finalista impugnó judicialmente. En fin, que Plata quemada puso a Piglia donde en realidad no quería estar, pero así son las cosas. Y eso que Plata quemada quería ser, y es, una policial basada en unos lejanos hechos reales (las cosas pasaron en los sesenta) pero, como dice su propio autor, no podía ser otra cosa que un experimento literario. Un experimento con la voz del narrador de una tragedia. Porque Piglia no era nada de best seller, ni tampoco nada popular, aunque fuera un gran lector de serie negra, dirigiera colecciones y escribiera cuentos criminales, y aunque se viera convertido, por unas cosas u otras, en un personaje de algún modo mediático.
No es que fuera un amor a primera vista, pero hay hombres que le gustan a una, y otros que menos. Piglia era de esos. Y su sentido del humor también era de esos
Nos encontramos muchas veces, después. Algo tuvieron qué ver Raúl Manrique y Claudio Pérez Míguez, los directores del Centro de Arte Moderno. Librería, galería, Museo del Escritor y casa muy abierta, que hacen un trabajo verdaderamente ministerial por su propia iniciativa y con sus propios medios: acercar las dos orillas del Atlántico, infranqueable para tantos escritores. Que de sobra es sabido que, más que el idioma, que decía mi querido Guillermo Cabrera Infante, y hasta el proceloso mar, les separan los editores y las equivocadas políticas culturales. Y algo, también, esa respiración borgiana y tanguera, que era el suelo de Piglia y también es cultura dominante en mi casa.
Los Reyes Magos se llevaron a Piglia, que ha sido uno de los pocos que dio el salto hacia acá, por la visión de Jorge Herralde. No pasó lo mismo con Andrés Rivera, otro magnífico escritor argentino que también nos dejó estas navidades, del que sólo se ha publicado en España la deliciosa El amigo de Baudelaire, publicada en bolsillo por Alfaguara. Se da la paradoja de que es Alfaguara Argentina la que publicó casi toda su obra allá, salvo los últimos títulos con Seix Barral y, durante años, ha sido clamar en el desierto pedirles que hicieran aquí El Farmer, La Revolución es un sueño eterno, y los demás hasta treinta y cinco títulos entre novelas y volúmenes de cuentos. El último, que yo sepa, Kadish, en 2011.
Además, la de Andrés Rivera es una vida novelesca y ejemplar, en el sentido de que ilustra un determinado tipo de escritor y de intelectual. Su verdadero nombre era Marcos Ribak, hijo de emigrantes judíos de Rusia y Polonia, militantes comunistas como él mismo. Nacido en Buenos Aires, se levantará a sí mismo como escritor y periodista desde la familia humilde en la que nace, y la decepción ideológica y la desilusión por el fracaso de la revolución se convertirá en el fondo literario por el que transcurren sus historias. Que yo recomiendo muy vivamente.
Estas navidades se nos han llevado a muchos escritores. En vuestra cabeza estarán John Berger y Angelina Gatell, de la que hablábamos hace un par de meses, y el jovencísimo poeta Nacho Montoto, que se le parte a una el alma. Ya está bien, digo yo, esto de la muerte. A mí no me gusta escribir obituarios.
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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