‘Moonlight’ o la belleza de los síntomas
El largometraje, ganador del Oscar a la mejor película, tiene la dignidad de documentar sin patologizar, sin tan siquiera estilizar ‘a la baja’, haciendo de la miseria fetiche
Álvaro Guzmán Bastida 26/02/2017
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Un intruso aporrea violentamente la puerta del refugio improvisado. Acurrucado en una esquina, mochila al hombro, un niño negro de menos de diez años apenas levanta la mirada hacia la puerta, mientras permanece inmóvil. Hace unos segundos huía a la carrera de un grupo de compañeros del colegio, que le proferían insultos homófobos y rompían a pedradas la ventana de la casa abandonada en la que halla cobijo. El chico observa atónito cómo una mano del tamaño de su cabeza empuja la contraventana. Esquivando los cristales rotos, se abre paso tras ella un treintañero corpulento y estiloso, que camina deslizándose, sobrado de amor propio. Ambos se miran, se tantean, hasta que el robusto adulto rompe el hielo con una broma, y tiende el brazo. Pero el joven no ‘traga’. Mira, escruta, calcula, teme; escudriña. No dejará de hacerlo en las casi dos horas de metraje de ‘Moonlight’ (en español, 'Luz de luna') , la segunda película del director Barry Jenkins. Esos segundos de tenso silencio sirven de carta de presentación del protagonista del ‘film’: vulnerable, aparentemente impenetrable y deseoso de amar y ser amado.
El chico se llama Chiron, aunque le apodan ‘Little’ por su diminuta estatura y sus hechuras huesudas. El espectador lo acaba de conocer –escapando a la carrera primero, y a través de su mirada luminosa, despierta y asustada, después. A Juan, la otra mitad en el tenso encuentro lo hemos visto por primera vez un par de minutos antes, en el primer plano secuencia de ‘Moonlight’, que es toda una declaración de intenciones estética y narrativa: en él, Jenkins hace orbitar la cámara en torno al corpulento traficante de poca monta, afrocubano emigrado, ataviado con una camisa estampada en mil colores, mientras este da instrucciones a uno de sus empleados bajo un sol de justicia. Juan controla el suministro de ‘coca’ fumable en el barrio en plena epidemia del ‘crack’. Pronto será nuestro héroe. Al hacer oscilar la cámara en su derredor repetidas veces, de manera sincopada, Jenkins logra una sensación embriagadora, que coloca la historia en el terreno del deseo y el misterio, en el que lo que no pasa pesa tanto (o más) como lo que llega a suceder. Jenkins logra además establecer el enclave –el barrio de Liberty City, un nido de pobreza, drogas y delincuencia en el Miami de los 80— como un personaje más de la película. Y sitúa lo que viene en un tono, visual y narrativo, eminentemente caribeño.
Decía García Márquez que el Caribe es, antes que región geográfica, un ámbito cultural que se extiende, al Norte, hasta Luisiana. La definición de ‘Gabo’ le permitía situar en el panteón de los cuentacuentos caribeños a su admirado William Faulkner, oriundo de Mississippi. ‘Moonlight’, obra de dos autores caribeños de Miami, tiene bastante de ‘faulkneriano’ en sus cadencias, su sutileza y su complejidad emocional. La película, construida a modo de tríptico en sendos momentos de la vida de Chiron, es una exploración preciosista de la masculinidad, la ambigüedad sexual y la búsqueda clandestina de la identidad. El personaje crece, y va cambiando de apodo, que presta para dar nombre a cada uno de los tres actos. Jenkins, que adaptó el guión a partir de la obra de teatro ‘Moonlight Black Boys Look Blue’, de Tarell Alvin McCraney, construye un relato intimista y personal sobre la búsqueda de uno mismo, al tiempo que realiza un documento social de los estragos de la ‘epidemia del crack’ y la ‘guerra contra las drogas’. No lograría tamaña empresa sin el apoyo de un grupo de actores excelsos, que inyectan verdad a cada alto en el camino de los veinte años que cubre la obra.
La película es una exploración preciosista de la masculinidad, la ambigüedad sexual y la búsqueda clandestina de la identidad
Cuenta Jenkins que hizo el casting “hacia atrás”, empezando por la versión adulta (de unos treinta años), de Chiron, para entonces conocido como ‘Black’, al que interpreta un conmovedor Trevante Rhodes, y terminando por un ramillete de actores no profesionales que dotan a la historia de frescura etnográfica. Lo hace también la decisión de filmar en el mismo complejo de viviendas –más bien barracones— de bajos recursos en Liberty City en el que se criaron tanto Jenkins como McCraney. De este modo, ‘Moonlight’ profundizaba en los dos polos que la definen como película antes incluso de empezar a rodar: su pretensión realista, y su exploración de las personalísimas entrañas del binomio McCraney-Jenkins.
‘Moonlight’ es, a primera vista, un extraordinario ejercicio de estilo. Pero, como en las novelas de Faulkner, debajo de su barniz preciosista, de su despliegue de recursos estéticos, subyace una historia con mayúsculas, contada con nervio, tino y verdad. Es una obra que resiste catalogación. Sin duda, funciona como torrencial sinfonía de colores: los azules del mar y el uniforme escolar, los amarillos del infierno del hogar deshecho por las drogas. Despliega también un sonido celestial –combinando la introspección de la música de cámara compuesta para la ocasión por Nicholas Britell con el soul de Aretha Franklin, el hip hop ‘dirty south’ de Goodie Mob o el RnB de Erykah Badu con los silencios y sonidos naturales cargados de dramatismo y poesía. Y Caetano Veloso. Jenkins utiliza la música para recalcar sensaciones, a menudo recurriendo a canciones que bien podrían tararear sus protagonistas. Pero lo hace también –y con mayor acierto— ‘a contrapelo’, como si buscase que el sonido y la imagen chirríen, armonioso y elegante el uno y violenta y desconcertante la otra, o viceversa. Cuando la madre de Chiron lo arrastra al infierno de su casa después de una escapada con Juan, acompaña la ‘One Step Ahead’, de la reina del soul. Cuando la cámara baila entre un grupo de chicos que juegan a fútbol con una pelota de trapo lo hace a ritmo de Las Vísperas Solemnes de Confesor, de Mozart.
Tanto preciosismo podría resultar excesivo si fuera gratuito. De hecho, la película roza en varias secuencias lo empalagoso. Y, sin embargo, termina saliendo indemne. Y es que ‘Moonlight’, con todo su artificio, logra trascender el estilo para contar una historia cargada de verdad: de verdad sobre la opresión de la masculinidad, la cárcel de la adolescencia y la dureza de pertenecer a una ‘subclase’ golpeada por la violencia y las drogas.
El guión de Jenkins es rabiosamente fiel al de McCraney, reproduciendo literalmente numerosos diálogos. Pero, al contrario que tantas adaptaciones fílmicas de obras de teatro, que terminan por aparecer rígidas y polvorientas, ‘Moonlight’ brilla por su explotación de las capacidades expresivas del medio. Es cine del bueno.
Tanto Jenkins como McCraney crecieron en Liberty City, escenario de la película, y ambos sufrieron en carne propia las consecuencias de la época más dura de la adicción al ‘crack’ y las luchas callejeras por su distribución ilegal. A ambos los criaron solas sus madres, que en ambos casos eran drogadictas, y seropositivas. Todo eso se trasluce en la película, en la que las consecuencias de la pobreza, el racismo estructural y la guerra contra las drogas han dejado a Chiron huérfano de padre antes de que el espectador lo conozca, y en manos de una madre incapaz de ejercer como tal, enredada en los demonios de su propia adicción y miseria. Como empujado por un fatalismo cósmico, Chiron se ve pues cara a cara con Juan, el afrocubano traficante de poca monta, que pronto adopta la figura del padre que nunca estuvo.
Tanto Jenkins como McCraney crecieron en Liberty City, escenario de la película, y ambos sufrieron en carne propia las consecuencias de la época más dura de la adicción al ‘crack’ y las luchas callejeras por su distribución ilegal
Juan, interpretado con maestría por Mahershala Ali, evoca referentes de la masculinidad negra y acto seguido hace saltar por los aires cualquier asomo de cliché: con su vigor y carisma arrolladores, encarna valores de la masculinidad que tanto anhela y a la vez rehúye Chiron. Ejerce de sustituto del padre ausente y la madre a menudo inoperante, al tiempo que, como comerciante del ‘crack’, sirve de recordatorio del drama que se los ha llevado por delante. Es un tipo duro, pero se deshace como un azucarillo cuando el introvertido Chiron sale de su caparazón para hacerle dos simples preguntas: “¿Vendes drogas?” e, instantes después: “¿Mi madre se droga?”
En una secuencia con evocaciones bíblicas, la cámara oscila a medio sumergir en el agua al tiempo que el traficante cubano enseña a Chiron a nadar. Segundos antes, tras despojarse de la camiseta en la arena, con la brisa del caribe de fondo, le habla de la importancia de respetar su identidad. “En todas partes a las que vayas hay negros”, le dice. “No lo olvides. Fuimos los primeros en poblar la tierra”. Ya en el agua, al tiempo que obra el bautismo sosteniendo con sus brazos majestuosos el cuerpo endeble de Chiron, le dice: “En algún momento, tendrás que decidir quién quieres ser; no dejes que nadie tome esa decisión por ti”. El problema, aprenderemos luego, es que la vida de alguien como Chiron –y Juan— está sujeta a imponderables más poderosos que el libre albedrío.
Poco a poco, Juan va forjando una estrecha relación con Chiron. Le lleva a su apartamento, le presenta a su novia Teresa, le da de comer, pero siempre termina devolviéndole a su casa. Allí, una madre consumida por las drogas desarrolla una rivalidad con Juan y Teresa por la crianza del joven. Cuando el empresario de la droga y su clienta se topan en plena calle, unidos por la voracidad de la noche y la sustancia de la que uno vive y con la que otra se mata, saltan chispas. Bajo el cielo estrellado de un Miami retratado con poesía por Jenkins, el uno y la otra se reprochan la irresponsabilidad para con el joven.
Pero incluso del antagonismo aparente entre la madre biológica y el padre suplente surge una de las constantes de ‘Moonlight’: la irrevocabilidad de lo irrevocable. Cuando Chiron confiesa a Juan que “odia” a su madre, este le contesta: “Ya lo sé. Yo odiaba a mi madre también. Pero ahora la echo muchísimo de menos”. Poco después, tras una escena desgarradora en la que le roba dinero para drogarse, su madre le dice: “Soy tu sangre, recuérdalo”.
Todos tiran de él, y todos le empujan. Chiron crece así a remolque de los impulsos centrífugos de personalidades más floridas que la suya, que parecen disputarse su custodia al tiempo que le descubren el mundo. Otra de esas figuras es Kevin, un compañero de clase de ojos color miel e ideas aún más claras, que ejerce de único aliado en un mundo hostil en el que la diferencia se paga cara. Se suceden las secuencias en las que el grupo, filmado casi siempre desde abajo y con movimientos de cámara circulares, se presenta como un monolito amenazante, yuxtapuestas con otras en las que Kevin intima con Chiron, o aconsejándole cómo navegar su diferencia.
Apuesto y querido por sus compañeros, Kevin se esfuerza por entender a Chiron. Y con Kevin, también al albur de la brisa caribeña y bajo las estrellas, Chiron descubre el amor. La elección del punto de vista de esa escena –las risas, los silencios, los primeros planos entrecortados, la mano en la arena— dota a la escena de un lirismo propio del cine mudo. Es uno de los grandes aciertos de ‘Moonlight’: elegir cuándo ser bombástico y cuándo contenido en el relato. De nuevo, a menudo ‘a contrapelo’.
Luego llega la adolescencia, y con ella el despertar sexual y la pérdida definitiva de la inocencia. Florecen las contradicciones de una sexualidad confusa y fluida, que evidencia aún más la prisión de una masculinidad no convencional. Se agigantan las fallas de los estigmas que acarrea sobre sus puntiagudos hombros Chiron. Lo que había sido incomprensión soterrada se torna violencia explícita. Donde había ambigüedad, o incluso empatía, surge la traición. Y es que ‘Moonlight’ es el retrato de la otredad dentro de la otredad: el forjamiento de una identidad a la contra en un mundo hostil – el de un chico pobre en un mundo para ricos; el de un chico negro en un país para blancos; el de un chico ‘queer’ en una subcultura para machos; el del hijo de una drogadicta en una sociedad que criminaliza la drogodependencia.
Chiron crece, pues, a base de golpes, físicos y morales. En su mundo, como en la película, la tragedia llega a menudo en forma de elipsis, con el silenciador de la rutina. ‘Lo social’ bien podría ser ‘lo meteorológico’, algo inexorable que como mucho se puede amortiguar. La vida. Cuando un personaje desaparece del mapa no hay grandes aspavientos ni explicaciones, otra víctima de la ‘guerra contra las drogas’. Cuando otro personaje, ausente durante otra larga elipsis del relato, se refiere al tiempo que pasó en la cárcel, lo hace diciendo, en tono socarrón: “Me encerraron por una de esas estupideces por las que siempre nos encierran a nosotros”. Ese nosotros – léase: “nosotros los negros”— es otro síntoma. Hasta el momento de la frase, en los últimos cinco minutos del metraje, no ha aparecido un solo blanco en pantalla, exceptuando un agente de policía durante un par de segundos. No es ninguna licencia: así vivían –y así viven— los negros pobres en Estados Unidos, en un estado de neosegregación, que, esta vez, no se legisló en el parlamento, sino en el Mercado. Y así hablan de la encarcelación masiva a las que les somete el Estado: con la distancia cínica de quien no cree que la corrección de la injusticia sea posible.
Precisamente por ese sentido del fatalismo, ‘Moonlight’ no falta nunca a su propio destino como película. Arriesga mucho –al eliminar personajes carismáticos y hacer recaer la acción sobre un protagonista tan introspectivo y poco electrizante como Chiron— pero es en la modestia de metas, en las dudas y en la ambigüedad moral donde florece en todo su esplendor expresivo.
Al principio del tercer y último acto, Chiron –para entonces ‘Black’— despierta de un sueño empapado de sudor. Está irreconocible. El joven enclenque se ha refugiado tras una coraza en forma de espectaculares músculos. El pañuelo negro con el que cubre su cabeza y la férula de oro que tapa su dentadura le dan un aire intimidatorio. La ‘corona’ del guardabarros de su coche, heredada de Juan, da una idea del molde que ha usado para forjar su nuevo yo, también en el terreno profesional. Y, sin embargo, el sueño, un reflejo sexual del pasado que apenas llegó a ser, nos deja claro que lleva consigo los mismos traumas con los que lo hemos abandonado una década más joven. Tras la armadura de músculos, dientes dorados y fajos de billetes de la droga está el mismo niño asustado, confundido y deseoso de amar. Pronto, suena el móvil. Una llamada del pasado pone en jaque al Chiron del presente, que emprende un viaje enfático, como si hubiera estado esperando todos estos años que sonase el teléfono. Le esperan fantasmas y redención, miedos y verdades.
Más que de recetas, o incluso de crítica social, ‘Moonlight’ es una película de síntomas. Decir que se trata de un ‘film’ universal sería invertir el orden de los factores. Es, ante todo, una película cargada de verdad. Tiene el valor del documento, de mostrar una realidad poco explorada por el cine. Tiene la dignidad de documentar sin patologizar, sin tan siquiera estilizar ‘a la baja’, haciendo de la miseria fetiche. Por volver a Faulkner y el Caribe, ‘Moonlight’ no renuncia a ser mágica a fuerza de ser realista. Al contrario que gran parte del cine social de los últimos años, rebosa colorido –el azul del Miami más onírico, el amarillo del infierno del estigma, la exclusión y las relaciones no escogidas. Con su ritmo sincopado, su protagonista lánguido y su aparente cabalgar hacia la tragedia descafeinada, la película está en realidad llena de emoción, de emoción contenida, pero emoción al fin, que termina por correr a borbotones por la pantalla.
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Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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