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Comer gratis, sin el sudor de la frente, sin vender el alma al diablo o a una sociedad anónima, sin tener que visitar el laberinto del fauno del supermercado, sin pensar que ese alimento ha recorrido más mundo y cruzado más fronteras que nosotros mismos en toda nuestra vida. ¡Si-se-puede! Se pudo siempre desde el principio, después de que Yahveh nos expulsase del Paraíso por comer manzanas anunciadas por serpientes o frutas del árbol del bien y del mal o por hacer un 69 con Lilith. Pudimos siempre, durante miles de años, mucho antes de que homo sapiens decidiese que era mejor hacer un agujero con un palo y meter dentro una semilla o amansar a un jabalí. Ya no nos acordamos, pero antes de hacernos sedentarios agricultores y ganaderos, antes de levantar Babel, hacer murallas, inventar imperios, guerras, ciudades, partenones, carabelas y ordenadores personales éramos cazadores-recolectores.
Todo el mundo cree que esa remota etapa de la humanidad está ya superada y estudiamos en el cole todo el lío ese del Creciente Fértil que abarca la Gran Siria, la antigua Mesopotamia y las riberas del Nilo. Aprendimos a cultivar la tierra y criar animales y nos olvidamos de cómo éramos antes, cuando vagábamos por el mundo tras los bisontes y los caballos, los mamuts y los saltamontes, los salmones y las ratas de agua. Hemos considerado aquella otra vida como atrasada, primitiva, superada y luego, caminando por la historia, según nos encontramos por el mundo con pueblos que aún eran cazadores-recolectores como los inuits, los san, los apsaalooke o los yanomami… los llamamos con otro nombre: esquimales, bosquimanos, pieles rojas, indios y les obligamos a hacerse sedentarios, creer en nuestro dios e ir a la oficina. Cazar y recolectar estaba feo, era incierto e impedía cualquier forma de esclavitud como el trabajo fordista, la moda grunge o las teleseries.
Cazar y recolectar estaba feo, era incierto e impedía cualquier forma de esclavitud como el trabajo fordista, la moda grunge o las teleseries
Sin embargo seguimos siendo cazadores-recolectores tal vez a ratos, a veces, quizá cuando apretaba el hambre y había pestes, plagas o guerras que arruinaban las cosechas, tal vez por gusto, afición o inercia de tantos y tantos miles de años vagando por los páramos, los bosques o desiertos buscando algún yerbajo o frutilla comestible que nos saliera gratis. Han pasado unos miles de años, revoluciones industriales, culturales y tecnológicas pero una parte de nosotros sigue siendo cazador-recolector, no tenemos remedio, tal vez esté en nuestra naturaleza de escorpiones. Trabajamos en actividades extrañas, nos pagan por ese tiempo que vendemos y con el dinero de nuestro salario vamos a Mercadona a comprar filetes de animales que ya no matamos con nuestras propias manos (otros lo hacen por nosotros) y frutas que no arrancamos por ahí o verduras que cultivan a veces en lugares remotos, con agroquímicos de diseño y que viajan miles de kilómetros hasta llegar a nuestra nevera. Pero miles de personas aquí, en nuestro país, también en toda Europa, siguen siendo cazadores-recolectores. Ese “instinto” sigue ahí, agazapado, resistente, inolvidable sin saber por qué, seducidos por la oportunidad tentadora e irresistible de encontrar, recoger y comer algo “que no cuesta”, gratis, regalado, “de nadie”: frutillas ácidas, yerbas amargas, semillas duras, hongos extraños.
¿Tu eres de esos? ¿de esas? Entonces aún queda algo dentro de ti de la abuela Neanderthal y abuelo Cromañón y tus primos hermanos son los inuits, los san, los apsaalooke o los yanomami… Es fácil verlos cualquier sábado o domingo recorriendo linderos, perdidos o bosques, con una bolsa o una cesta en ristre auscultando la tierra, recolectando maravillas.
Muchos sociólogos e historiadores hemos documentado con fuentes orales cómo durante la larga posguerra miles de personas tuvieron que volver a echarse a los montes, los bosques y los barbechos a recolectar esas yerbas, setas o frutos comestibles que podían enriquecer los exiguos pucheros familiares. Esas personas pudieron sobrevivir así y recuperaron saberes ancestrales para hacer de todo aquello algo más o menos sabroso y comestible. Dentro de las estrategias del hambre de aquellas décadas de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta estaba recolectar plantas comestibles salvajes. Luego ese saber o ese gusto siguió presente en la memoria y se mantuvo durante los sesenta, setenta y ochenta. Durante los noventa ya algunas de estas recolecciones se convirtieron en un boyante negocio para algunos. Y en este siglo XXI miles de personas mantienen la costumbre, la tradición, la moda, porque está de moda salir al campo como hicieron antes nuestros abuelos en el siglo XX y muchos miles de años antes nuestros antepasados paleolíticos recolectores. No sólo no se ha perdido ese saber, instinto o gusto sino que aumenta año a año llegando al extremo de convertirse en un mercado enorme, una forma de ocio que no pocos meses arrasa el mantillo de los bosques, un hobby en torno al cual se publican libros y revistas, sobre todo en el norte de Europa, pero también aquí. Se estima que se recolectan en nuestro país más de 50.000 toneladas de este tipo de frutos salvajes, casi todos hongos, que puede estar moviendo más de 1000 millones de euros al año. Coger setas está de moda y también guisarlas y comerlas.
No sólo no se ha perdido ese saber, instinto o gusto sino que aumenta año a año llegando al extremo de convertirse en un mercado enorme
Pero no sólo los hongos están ricos, hay vida más allá del boletus edulis. Es cierto que hoy la mayoría de los ciudadanos reprueba la caza y que casi todo el mundo, salvo el tema setero, ha olvidado ese saber ancestral de recolectar “lo salvaje”, pero los pocos que saben, que aún recuerdan, que practican esta “caza sin muerte” (que diría el indio yaqui Don Juan) pueden degustar una interminable lista de alimentos salvajes o silvestres. Cito sólo los que he comido, conozco y recolecto a veces: yerbas como los tallillos, corujas, berros, espárragos, cardillos, diente de león, borrajas, collejas, verdolagas, acederas, ajoporros… frutos como las guindas, endrinas, moras, madroños, algarrobas, majuelos, bellotas dulces… y setas de todos los colores y formas como criadillas de tierra, cesáreas, níscalos, galipiernos, boletos, senderuelas… todo un festín gratis.
Hasta hace apenas una década las gentes que se veían por los campos a la rebusca, “acecho y caza” de todas esas viandas vegetales solía ser gente “de pueblo”, más bien mayor, no rica… pero eso ha cambiado. Hoy se ve gente urbanita, joven y pudiente, personas de todo tipo, sobre todo curiosos o fanáticos de todo lo bio, eco, orgánico, pero también los adictos a la medicina natural, la dieta paleolítica o a la sofisticada cocina primitiva cuyo máximo exponente mundial ha sido René Redzepi desde su restaurante Noma de Copenhague que ha puesto en valor y en precio los yerbajos silvestres.
No queremos hablar aquí del turbio negocio sumergido, no regulado y arrasador de la recolección setera sino del “mundo yerba”, todavía más o menos orientado al autoconsumo. A todos nos mueve la afición, el gusto, la manía, el instinto, la costumbre o el vicio de buscar, encontrar, recolectar y comernos todas esas golosinas ásperas, correosas, amargas, ácidas, secas y duras que el milagro de la cocina convierte luego en golosina, manjar preciado, platillo predilecto de entendidos y avisados. El mercado global nos ofrece el “civilizado” filete de ternera, los jugosos tomates mutantes de invernadero, los tropecientos alimentos precocinados que sólo tenemos que comprar y meter en el microondas antes de comer… sin embargo el cazador-recolector que fuimos, que aún somos, se muere por unos trigueros en revuelto, una tortilla de criadillas de tierra, unas moras sin lavar, unos cardillos, una ensalada de picantes corujas, unos níscalos apenas pasados por el fuego más primitivo con un poco de sal sin refinar… hasta una excepcional bellota dulce pelada con los dientes. Compramos por Internet alimentos exóticos, aprendemos recetas de cocina tecnoemocional, nos preocupamos por las calorías que ingerimos cada día pero dentro de nuestro corazón sigue latiendo un tipo libre y agreste, recolector salvaje que es feliz por ahí, nomadeando de nuevo por el campo, el monte y el bosque deseando comer algo gratis, como siempre, aunque esta vez nos gastemos una pequeña fortuna en gasolina para poder llegar hasta allí, a lo más recóndito y secreto de nuestro particular coto de caza vegetal, al paraíso aquel que un día perdimos y que Yahveh o Nestlé aún no ha envasado.
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Nota:
La famosa dieta para adelgazar y estar sanos denominada dieta paleolítica o paleodieta es un timo. Merece la pena el excelente artículo del nutricionista tocayo Ramón de Cangas.
Está pendiente que las comunidades autónomas redacten normativas y sistemas de cumplimiento de esas leyes para evitar el actual expolio de nuestros bosques y montes para hacer sostenible de verdad esta recolección. Ante la enorme demanda de setas ya hay proyectos de investigación con éxito para poder cultivar las variedades de boletus más cotizadas en el mercado).
Mucho ojo con lo que se recolecta, hay plantas, frutillas y hongos muy tóxicos. Sólo se debe recolectar lo que se conoce de verdad. Y ser muy respetuosos con el campo, no levantar el mantillo, no recolectar toda las frutas o todos los espárragos o todas las corujas o todas las endrinas porque hay otros animales, además de nosotros, que también se los comen.
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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