Tribuna
Bares
En la España decimonónica las familias destinaban siempre un hijo al ejército y otro a la iglesia; las del siglo XXI destinan uno a la universidad y otro a la hostelería
Santiago Alba Rico 5/04/2017
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En el pueblo de Castilla y León donde a menudo me refugio hay una plaza; y en la plaza hay un edificio; y en el edificio hay un bar que se llama Macario. Macario, ya fallecido, fundó el local tras la Guerra Civil y desde entonces nunca ha cerrado sus puertas, ni siquiera el día de la muerte del patriarca, que fue velado entre el futbolín y la barra. Sus tres hijos, hoy patrones, han continuado y refrescado la tradición. Macario es --cómo decirlo-- el lugar más cosmopaleto del mundo. Primer bar del pueblo con wifi, con la pantalla de televisión más grande, donde se puede jugar a la lotería y hacer la quiniela, donde se puede beber cerveza australiana y comprar el pan más sofisticado del pueblo, sigue siendo el bar castizo, oscuro y sin tiempo, en el que los viejos ven los toros y juegan a las cartas. El bar Macario es el centro simbólico, físico, económico y cultural del pueblo y la institución más transversal; reúne por igual a gitanos y payos, a mujeres y hombres, a ancianos atrabiliarios con bastón y jóvenes neorrurales con ínfulas letradas. El precio de las viviendas cercanas se fija en broma por su mayor o menor proximidad al bar: primera, segunda, tercera línea de Macario, como respecto del mar en la costa del Sol. En el colegio, cuando se pide a los niños que mencionen tres monumentos notorios de su localidad, todos incluyen al menos dos: la Iglesia y Macario. Muchos estamos convencidos de que la única fuerza que podría desbancar al PP del Ayuntamiento es precisamente Macario; si se presentase como agrupación electoral barrería sin oposición en las elecciones municipales. Macario es el triunfo de esa nueva política que ha fracasado en todas partes: en su sala firmemente anclada en España, todo es reconocible y al mismo tiempo novedoso; allí uno puede sentirse cómodo como en casa y audaz como en un barco. Ese es el sentido auténtico de la “tradición”: ir estirando un legado, sin romperlo, para que sea siempre contemporáneo.
El precio de las viviendas cercanas se fija en broma por su mayor o menor proximidad al bar: primera, segunda, tercera línea de Macario
Mi pueblo tiene unos veinticinco bares; uno para cada cien habitantes. En España hay 22.000 iglesias y 35.000 sucursales bancarias. Hay 270.000 bares. La última luz que se apaga en un pueblo que muere en la España vacía es la del bar; la primera luz que se enciende en una ciudad que se despereza por la mañana es el bar. La crisis ha cerrado tiendas y empresas, pero muy pocos bares. En la España decimonónica las familias destinaban siempre un hijo al ejército y otro a la iglesia; las del siglo XXI destinan uno a la universidad y otro a la hostelería. En la España de Franco todos queríamos ser toreros o tonadilleras; en la España de hoy, trágicamente despojada de memoria, felizmente despojada de memoria, todos queremos ser actores pornográficos o futbolistas. La única continuidad que podríamos aún llamar “España” son los bares; el hecho de que tanto en la España de Franco como en la España de hoy, en Valencia, Madrid y Bilbao, todos los españoles --y son “españoles” sólo por eso-- quieren ser dueños no de su propia casa o de su propio paquete de acciones sino de su propio bar. Hasta los chinos, imperialistas pragmáticos y sin complejos, quieren ser dueños de un bar “español”. Al contrario de lo que pueden pensar los alemanes, racistas protestantes, no es por indolencia o hedonismo católico, aunque sí haya en ese anhelo algo de vocación eclesiástica. No hay trabajo más sacrificado que el de gestionar un bar; sus faenas abrigan algo de sacerdocio y de milicia; y de maldición griega: es relativamente fácil abrirlo e imposible cerrarlo, hasta el punto de que los bares ruinosos, durante la crisis, han sobrevivido mucho más tiempo que --pongamos-- las inmobiliarias ruinosas, y ello porque el dueño de bar, al igual que el campesino neolítico, vive su oficio, no menos que el espacio donde lo ejerce, como un vínculo antropológico, casi sagrado, entre la propiedad y la colectividad: dar de comer al hambriento con mis propios medios. Es un vicio terrible de individualismo abnegado y de sociabilidad narcisista. La revolución rusa fracasó en el campo por querer colectivizar la tierra; en España fracasaría cualquier tentativa semejante de colectivizar la hostelería. De hecho, los bares españoles han hecho fracasar relativamente la epidemia de las franquicias, que son la forma privada, interesada, capitalista de la colectivización. En este sentido, el País Vasco, al que hay que reconocer con todo su derecho a la autodeterminación, es el territorio más “español” de Europa.
En España hay 22.000 iglesias y 35.000 sucursales bancarias. Hay 270.000 bares
El sacerdocio de los baristas se corresponde con la fidelidad de los clientes. En España abrir un bar sigue siendo una “salida”. Todos queremos ser dueños de nuestro propio bar y, a la espera de lograrlo, hacemos propios los bares ajenos. Durante la crisis los españoles han reducido sus vacaciones, el gasto eléctrico y la bolsa de la compra, pero han seguido frecuentando los bares. A medida que cerraban los hospitales y las escuelas, se abrían más bares; si está cerrado el tribunal o la consulta del psiquiatra, nos refugiamos en el bar, que además permanece abierto después de todos los apocalipsis, incluido el de la puesta del sol. Las familias y los bares han mantenido en pie, económica y moralmente, nuestro país. Frente a los no-lugares de Marc Augé (el aeropuerto y la autopista), el bar español, sin equivalente en Europa, es el sí-lugar por excelencia. Tiene algo de museo, reserva india, confesionario laico e inventario folclórico. Mientras fuera es todo intemperie posmoderna, los bares guardan “España” como en latas de sardinas: el cuñadismo trascendental, el quijotismo retórico de derechas y de izquierdas, el alcoholismo sentimental y el alcoholismo agraviado, la locura y todas sus normalidades, lo cutre, lo casposo, lo muerto, lo vivo, lo común, un poco de Galdós, un poco de Durruti y mucho de Belén Esteban.
España, devastada desde los 90 por la proliferación de los no-lugares (aeropuertos vacíos y autopistas sin destino), amnésica e indiferente, pinchada como un globo por el consumismo rapaz y las ambiciones locas, sigue siendo la reserva antropológica de Occidente porque, al contrario que el resto de Europa, sigue teniendo calle; es decir, bares. En Francia no hay calles, en Italia no hay calles, en Alemania no hay calles y tampoco, por lo tanto, noches en las que refugiarse de una diurnidad en crisis y de las que despertar, resacosos, en un país mejorable. De árbol en árbol no se puede llegar de Cádiz a Donosti; de bar en bar sí. Esa ruta es “España” y, mientras sobreviva, nos podremos permitir cualquier reordenamiento territorial más justo y democrático; e impedirlo será un delito de lesa baridad. Hace unos días alguien mató a dos personas en un bar de Vicálvaro. A todos nos pareció tan horrible, tan incoherente, como si hubieran disparado en una catedral o en el Teatro Real. En los bares la gente se pelea pero no se mata. Se pelea: son lugares mejores que las catedrales y los teatros. No se mata: la autoridad de Macario se impone con más suavidad que la de un cura y menos represión que la de un policía.
Cada español tiene su propio bar y su propio equipo de fútbol. En España, sí, votan los equipos de fútbol y los bares más que las iglesias y las fábricas. De hecho lo que queda de iglesia y de fábrica se sostiene en el bar; es ahí donde ha indignado, entre relapsos y ateos, la imbecilidad de Podemos de intentar prohibir las misas televisadas y es ahí donde indigna, entre católicos y derechistas, la imbecilidad criminal del PP de rescatar los bancos y vaciar la caja de la Seguridad Social. Es ahí, pues, donde se juega cualquier posibilidad de cambio real. Quizás por eso España es el país más antropológico y el más avanzado de Europa, el único donde aún es posible frenar al mismo tiempo al neoliberalismo y al fascismo.
Fuera del bar, no hay salvación.
Ni humanidad que merezca ser salvada.
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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