REPORTAJE
Todos populistas
El término populismo ha calado en la jerga política con unas connotaciones que quizás compartan, en el fondo, muchos más elementos del sistema
Miguel Ángel Ortega Lucas 27/04/2017
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“Haced caso a las palabras”, decía Unamuno, “porque ellas son cosa vivida”. Cosa vivida: como criaturas vivas, en ocasiones desde hace mil años, las palabras saben lo que están diciendo; saben por qué existen, desde cuándo están ahí, para qué, a través de la experiencia de ese fenómeno tan misterioso que llamamos lenguaje, y que nos sirve para nombrar la realidad; a la postre, acercarnos a rozar su sentido último por ese código encriptado de símbolos. Las palabras son cosa vivida porque suelen resistir siempre para llegar a decir la humilde parte de verdad que les toca. De ahí, por ejemplo, que lo primero o lo segundo que procuran los sistemas totalitarios (y éstos pueden ser una dictadura pero también una atmósfera social de censura implícita) sea pervertir el lenguaje: retorcerlo con el fin de que las palabras quieran decir una cosa distinta de la que han dicho siempre; es decir, mentir, y envilecer el idioma haciendo que éste se ponga al servicio de la mentira.
Hay sin embargo otras formas mucho menos aparatosas, más de andar por casa, de confundir (con) el lenguaje; de confundir o de confundirse. Es lo que ocurre continuamente con la política y sus discursos. Es lo que viene ocurriendo de un tiempo a esta parte con la palabra populismo; en boca de gente tan distinta, otorgándole sentidos tan disímiles, que en puridad no queda nada claro qué se quiere decir con ella. “Cuando hay tantas dudas sobre un término”, dice Imma Aguilar, asesora experta en comunicación política, “lo que cabe preguntarse es a quién le beneficia usarlo. Por qué se utiliza”. Porque las palabras pueden ser cosa vivida, pero la forma de usarlas rara vez es inocente.
Ni la Real Academia lo ha venido teniendo claro, en este caso. Para ella se trata de una “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares” (la definición viene acompañada del acrónimo UMSD: usado más en sentido despectivo). Pero la RAE limpia, fija, da esplendor y también responde a los vientos del tiempo. En 2015, el adjetivo populista era definido como “perteneciente o relativo al pueblo”. Quiere decirse que el término oficial ha alcanzado en poco tiempo el rango exclusivo de tendencia política. Una tendencia política, además, espuria, corrompida de antemano, y tratada por tanto de manera despectiva.
En la apertura del último congreso nacional del Partido Popular, celebrado el pasado febrero, pudo escucharse a su secretaria general, Dolores Cospedal, hablar (despectivamente, claro) de populistas y de socialpopulistas. “Un neologismo, este último” –escribíamos aquí entonces–, “que viene a apuntar los nuevos bríos semánticos del PP: la palabra izquierda pasando ya a ser invariable sinónimo de populismo. De este modo, Podemos es populista; el PSOE, socialpopulista”. También, casi acto seguido, utilizó ese término ante la militancia el portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando, al lanzar su admonición contra “los populistas del chavismo” a quienes “sólo importa el poder”.
Hay una poética –si es que puede llamarse así– en cada familia política
A quién beneficia usar un término, decía Aguilar. Pero también, quizá sobre todo, cómo beneficia usarlo. El hallazgo socialpopulista es la sobreexplotación, un paso más allá, de un término que el Partido Popular utiliza con soltura (con prodigalidad infinita, más bien), y que a oídos de sus simpatizantes resuena como una especie de engrudo de banderas rojas, perroflautas que no se duchan y líderes mesiánicos que vienen a contar cuentos de terror a los niños: es decir, a sembrar el caos. Porque no se trata tanto de significados como de significantes: de la palabra en sí, de los ecos y resonancias del vocablo mismo, no de lo que éste quiera decir en el fondo.
“Hay palabras que de tanto utilizarlas pierden sentido”, cuenta Verónica Fumanal, también experta y asesora en comunicación política. “La palabra demagogia había quedado vacía de significado”, por lo que populismo habría venido a sustituirla: “Esta palabra es nueva” y tiene además la capacidad de evocar a ciertos regímenes latinoamericanos, “atribuyéndoles [a Podemos en este caso] el mismo valor político”.
Se trata, efectivamente, más de significantes que de significados: por eso –apunta Imma Aguilar– se puede también “llamar a Marine Le Pen solución populista ante una crisis”. ¿Qué tendrían en común, entonces, dos opciones tan opuestas como Podemos y el Frente Nacional francés para que ambas puedan recibir, con aparente calado, una misma (des)calificación? Hay que regresar, en este punto, a la definición de la RAE.
Leída con detenimiento, arroja interesantes preguntas. Una: si populismo es una tendencia política que “pretende atraerse a las clases populares”, ¿quiere decir, entonces, que otras tendencias políticas no tratan de atraerse a las clases populares? (¿Existe tal cosa?) Dos: al usarse generalmente de manera “despectiva”, ¿estamos (todos) acordando que esa intención política de “atraerse a las clases populares” es intrínsecamente fraudulenta?; ¿está mal eso de atraerse a las clases populares? Quizás sea más sutil; quizás –podríamos aventurar– lo que la definición de la RAE insinúa (de nuevo, más por su significante que por su significado, más por la musiquilla que por la letra, y no motu proprio, sino simplemente recogiendo una creencia colectiva más o menos inconsciente) es que sólo o sobre todo a las clases populares se las puede atraer con métodos ilegítimos (es decir, manipular). ¿Qué habría que entender aquí por clases populares? No es difícil deducirlo: las clases más iletradas, las menos académicamente cultas.
“Sí que encierra cierto clasismo”, opina Pedro Velarde [seudónimo; otro experto en comunicación política que prefiere no figurar con su nombre en este reportaje]: la definición podría sugerir que “a la gente más formada le puedes apelar a la cabeza”, a lo supuestamente intelectual, “pero a los menos formados les tienes que llegar de otra forma”. ¿De qué otra forma? Viene aquí la RAE de nuevo para sugerirlo, esta vez con ese otro vocablo que, según Fumanal, habría quedado “vacío de contenido” de tanto uso, demagogia: “Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”.
El populismo de Podemos participaría, por su forma al menos del cuestionamiento del establishment, pero esto permite, en paralelo, que las fuerzas políticas previamente asentadas agiten la bandera del miedo ante un electorado
Los sentimientos elementales. Es decir, las emociones. Es decir, eso que nos hace rabiosamente humanos (para lo bueno y para lo peor). Por eso, precisamente: “Quien, en política, no sepa gestionar las emociones colectivas, va a tener problemas”, dice Aguilar. “Desafección quiere decir que no tienes afectos. Cuando una propuesta no toma en cuenta los sentimientos colectivos de un momento determinado, fracasa”. Y más: “Los estudios de neurociencia”, cuenta Verónica Fumanal, apuntan de manera taxativa a que “a la hora de tener en cuenta una opción política” siempre pesan más “los sentimientos que las cuestiones racionales. Dentro de esos sentimientos, los que más movilizan el voto son el entusiasmo y el miedo”. Lógicamente; los dos polos por los que vira una y otra vez la brújula humana: atracción/repulsión. Amor y terror.
Si se trata sobre todo, entonces, de emociones, de sentimientos elementales, ¿no son también susceptibles de ser manipuladas, a través de esos métodos espurios (antes demagogia, ahora populismo), las clases teóricamente no-populares? ¿No se puede manipular de igual forma a un notario del barrio de Salamanca?
“Pfff... Lo que quieras”, responde Imma Aguilar.
Las emociones y el ‘relato’
Pedro Velarde, que trabajó varios años para Unión, Progreso y Democracia (UPyD), recuerda bien cómo otros grupos trataban de desacreditarles, en la Asamblea de Madrid, jugando con sus siglas y llamándoles Unión, Populismo y Demagogia. “Se ha olvidado ya que, hasta las elecciones europeas de 2014, a Rosa Díez se le atacaba constantemente con el adjetivo de populista. Con un significado totalmente opuesto a lo que luego se ha entendido por eso. En aquella época se usaba para descalificar a quien decía cosas obvias con las que todo el mundo va a estar de acuerdo. Lo que hoy ha evolucionado a cuñadismo; lo mismo por lo que se acusa ahora a Ciudadanos. El término se ha venido usando para poner al adversario en un marco negativo, pero con significados muy distintos”.
“Si hablamos de cómo las palabras se corrompen”, prosigue, “ha sucedido igual con la palabra tripartito. Por el de Cataluña [entre 2003 y 2006, entre PSC, ICV y ERC], ya el término es por sí negativo”; o tratan de conseguir que así lo sea: “El expresidente de Murcia [Pedro Antonio Sánchez] dijo al dimitir que se iba para evitar un tripartito allí, como sinónimo de todos los males. La palabra populismo también lo es de un tiempo a esta parte, pero de unos males diferentes: quiere decir que vas a sacar al país de la UE para convertirlo en Venezuela, por ejemplo... Pero en mi opinión ya lo han invalidado a base de tanto utilizarlo”.
Pero funciona, todavía funciona. Interesa destacar en este punto la anécdota sobre el expresidente de Murcia: esa inquietud (miedo) que pueda provocar (en el electorado murciano, pero podría ser en muchos otros lugares que no sean Cataluña) la palabra tripartito. ¿Por qué? ¿Por qué sabe o cree saber un político que le conviene blandir en su feudo, como un estigma demoníaco, esa palabra? “En comunicación política cada partido lucha por imponer su relato”, explica Verónica Fumanal. “Durante todo ese año que estuvimos sin Gobierno (2016)”, por ejemplo, “en función del relato que fuera comprado por los medios y por la opinión publicada, les estábamos diciendo a los partidos qué debían hacer en unas segundas elecciones”.
Pero el relato también es la forma de contarlo. La estética también es la ética (el significante da el tono, los colores, al significado). De nuevo, las formas: el pasado marzo, diputados del PP y también del PSOE manifestaron su malestar ante cierta sucesión de performances de Podemos en el hemiciclo: colgaron camisetas en los escaños; el diputado Diego Cañamero mostró ante el ministro de Justicia, Rafael Catalá –pegado al escaño de éste, lo que fue calificado de acción intimidatoria–, varios carteles denunciando un supuesto doble rasero en sentencias judiciales; Pablo Iglesias usó expresiones como “me la suda, me la bufa” para caricaturizar el comportamiento del presidente del Gobierno... Bien: estas acciones se vienen revelando como parte fundamental –consciente, voluntaria– de su relato. Los partidos saben o creen saber a quién se dirigen, y en Podemos la apuesta es clara para mantener encendidas a sus bases [desatendiendo, quizás, a quienes, partiendo de sus planteamientos, sentirán aversión por estos métodos]: el medio es el mensaje y sus medios son la escenificación del cabreo ante el estado de cosas, tratando de ponerse en el lugar de quienes viven en la indignación permanente (otra pasión; otro sentimiento). De ahí estas actuaciones; de ahí que su tono siempre sea altisonante, de escandalera casi continua, cuando suben a la tribuna de oradores: como si estuvieran en la calle, arengando una manifestación vallecana, y no en el Congreso.
Si los partidos emergentes vienen a inventar la pólvora, ahí están los de “toda la vida” para asegurar que todo siga funcionando y que no haya experimentos ni nadie mezclando bebidas en la fiesta
Hay una poética –si es que puede llamarse así– en cada familia política. Ese imaginario del que hablábamos más arriba sobre lo que el electorado del PP visualiza cuando escucha la palabra populistas, por ejemplo, es reflejo de lo que pretenden ser: el partido de la tranquilidad, de la calma; que no se mueva nada porque todo está perfectamente como está, y si algo se mueve, da (de nuevo esa emoción primigenia) miedo. Es la gente seria, y la gente seria es de fiar, la que sabe lo que hace, con la que (decían muchos, como un refrán) la economía va bien. Porque un señor austero, una señora con pelo cardado, con sus normalidades y sus fiestas de guardar, dará más sensación de saber lo que hace que un chavalín con camisa de cuadros; así, hasta consiguen dar imagen de mero trámite burocrático al ingresar en Soto del Real.
En el caso del PSOE, se trataría de un optimismo tranquilo, de tranquilidad esperanzada, como de mañana pajarina en el barrio de Cuéntame: no estamos mal y podemos estar mejor (“No estamos tan mal”: una frase que Zapatero usó en su día, como un mantra, para levantar la moral de sus tropas; con éxito). La imagen que durante décadas –no sabemos si aún... – trataron de proyectar los socialistas es la de un país humilde pero trabajador, serio pero simpático, que tiene en sus manos un cambio sin alarmas.
Ciudadanos, por último, querría ocupar esa tierra de nadie de la Responsabilidad en mayúsculas, del equilibrio entre las fuerzas arcaicas del sistema asumiéndolas a la vez (social-liberales-centristas-patriotas), de nueva bisagra de la regeneración, con un lema que podría resumirse en el ni sí ni no ni todo lo contrario –con todas los contrariedades y contradicciones que eso implica.
Todos saben, en suma, a quiénes se dirigen; ninguna de sus palabras es inocente, pues saben a qué esfera simbólica están apelando para crear en quienes les escuchan un sentido (que es significado y es significante y viceversa). ¿Qué tratan de decir cuando unos dicen, despectivamente, populista? ¿Y qué tendrían en común –nos preguntábamos– opciones políticas muy opuestas para que puedan recibir, con aparente calado, esa misma (des)calificación? Una de las respuestas a esas dos preguntas es que vienen, cada cual a su modo, a desestabilizar el sistema.
“[Zygmunt] Bauman, en su libro En busca de la felicidad”, cuenta Verónica Fumanal, “dice que el mundo es un contenedor de miedo”; multiplicado exponencialmente en nuestros días por las alarmas mediáticas constantes. De ahí que los ciudadanos se adhieran con mayor fervor “a líderes testosterónicos que dicen claramente cuáles son las soluciones para atajar esos miedos irreconocibles. Los líderes que mejores resultados obtienen ahora son aquellos que te dicen qué va a pasar, que dan soluciones sencillas a problemas muy complejos”. (Inconscientemente: “Todo el mundo sabe que levantar un muro entre dos países no soluciona el problema de la inmigración”). “Los atributos más valorados de un político hoy no son la profesionalidad, el estar preparado, que tengas mucha experiencia; no es nada de lo que decimos los analistas”, asegura Imma Aguilar. “Lo más valorado es la autenticidad, la espontaneidad. Que alguien parezca auténtico. Por eso llevo una coleta, o una camisa por fuera, y grito si me enfado. ¿Es esto premeditado? No tiene por qué; pero tampoco se cuidan de parecer otra cosa”.
En ese caso al que alude Aguilar, el de Podemos, “saben que los de derechas no les van a votar, se pongan lo que se pongan. Entonces es mejor que sean auténticos, ofrecer algo inequívoco. Esa opción más radical, más auténtica...”. El 15-M fue la catarsis de un “sentimiento colectivo de indignación, enfado, ira... ¿Has visto Inside Out, la película de Pixar...? La ira es el sentimiento que preside la situación entonces en España. Poco después, el de una parte del electorado es la esperanza, la ilusión... Pero poco después [con las elecciones de noviembre de 2011, la victoria de Rajoy], mientras unos votaban con ilusión, otros votaban con miedo. Miedo al populismo, que es el sentimiento que puedes agitar; a una opción que no garantizaba el control del establishment”.
Los nuevos y los de “toda la vida”
A la luz de todo esto, se podría convenir que la estrategia de Podemos, entendida como lo políticamente incorrecto para hacerse un hueco –irónicamente, o no– en el mismo sistema político que cuestiona, forma parte, sí, de esa entidad tan poliédrica llamada populismo. [También ellos mismos se arrogan el término de manera orgullosa por sesudos planteamientos historiográficos; pero se trata aquí de la connotación que se le da al término en la calle, en los medios, no en los laboratorios. Por otra parte, hay otras voces próximas, como la del cantautor Nacho Vegas, a quienes molesta que el término sea usado sólo como un insulto; para el músico, éste “apela a identidades colectivas” y funciona en contraposición al elitismo de la hegemonía neoliberal. Cuestiones que darían para un artículo aparte.]. “La posición de Iglesias”, dice Fumanal, “es que si se diluyen en las formas institucionales van a ser más de lo mismo... Y saben que salirse de las formas habituales es noticia. Eso les ha traído muy buenos réditos electorales. Han crecido al albur de los medios y con un eje de confrontación lo nuevo/lo viejo. Salirse del guión les fue bien. Es imprescindible salir en los medios y que la gente te compre. Aunque no sabemos cómo les sentará a lo largo de la legislatura”.
Todos quieren atraerse el favor popular prometiendo transformaciones más complejas de lo que pueden
Pero hay otra cuestión paralela, en la sombra, que apunta a algún lugar interesante: el populismo de Podemos participaría, por su forma al menos (por su discurso, por su agitación de pasiones indignadas, por sus significantes) del cuestionamiento del establishment [tampoco hay lugar aquí para analizar si ellos mismos son ya, o fueron siempre, parte de ese mismo statu quo] ...pero esto permite, en paralelo, que las fuerzas políticas previamente asentadas agiten la bandera del miedo ante un electorado que –lo saben bien– se mueve más por sentimientos elementales que por argumentos (o por emociones sublimadas en razones). Es decir, podría decirse: ¿sería entonces también populismo el defenderse del populismo, el tratar de desenmascarar o combatir al populismo, a través del miedo? Es decir: ¿sería entonces populismo el usar el adjetivo populista con esas formas, y esos fines? ¿Serían populistas los antipopulistas? “Hablar de populismo es un instrumento del miedo”, corrobora Imma Aguilar. “Como cuando Albert Rivera hablaba de secesionistas y populistas, ambos en el mismo saco del miedo”.
Hay más: para Pedro Velarde, el llamado adanismo de los nuevos partidos (“lo había en UPyD y lo habrá en Ciudadanos y en Podemos: gente que pensaba que iba a descubrir la pólvora”) llevó a “los que llevan ahí instalados toda la vida” a llamarles populistas también como forma de evidenciar otro supuesto peligro algo más inocuo: el de la ingenuidad. Es lo que decíamos sobre el PP: el partido de la gente seria, de la tranquilidad, de la cordura; lo que decíamos también del PSOE: el cambio tranquilo, el progreso sin sobresaltos. Si los partidos emergentes vienen a inventar la pólvora, ahí están los de “toda la vida” para asegurar que todo siga funcionando y que no haya experimentos ni nadie mezclando bebidas en la fiesta. Es decir: si es populismo tratar de venir a descubrir el Mediterráneo (o a proclamar que se va a descubrir el Mediterráneo), ¿no será populismo también lo que los partidos viejos utilizan tanto, el intentar atraerse a las clases populares por la vía contraria, erigiéndose como los no-peligrosos, los que saben y pueden tenerlo todo siempre bajo control [a pesar de que el control de facto del país está acabando en manos de la Audiencia Nacional últimamente]?
Verónica Fumanal: “El especialista Laurent Habib, en su libro Comunicación transformativa, hace una reflexión: llegó un momento en que los políticos, ante su incapacidad de hacer cosas, empezaron a otorgar a la palabra todo el valor que podían ofrecerle a la sociedad”. Por otro lado, “no es que todos los políticos sean demagogos o populistas; pero no hay partido político que pueda ganar las elecciones sin esas clases populares. Y todos quieren atraerse el favor popular prometiendo transformaciones más complejas de lo que pueden. Si hiciéramos un fact-check, probablemente no habría político del mundo que no estuviera dentro de esas categorías”.
También, añade, “vivimos bajo la tiranía del clic, una especie de audiocracia [gobierno de las audiencias] en que el público marca lo que es importante. Y la política está derivando a lo que genera un clic: son las historias, los relatos de los protagonistas de la política. Las historias sobre enemistades, pasiones, noviazgo y caracteres de la clase política interesan mucho más que lo que va a pasar con la UE o con los presupuestos. Hay muchos programas sobre actualidad política que no analizan políticas, sino que hablan de todo esto; cosas que no tienen que ver con la política sino con las pasiones humanas”. Porque “lo que mucha gente pide es háblame claro, háblame simple. Pero se corre el riesgo de hablar de manera simple sobre temas que son demasiado complejos”.
Por otra parte, apunta Pedro Velarde, “pocos ejemplos mayores de populismo”, según él, “que Cristina Cifuentes poniendo el abono joven de transporte de Madrid a 20 euros: tratar de ganarse a un grupo concreto de población de esa forma, cuando a otro que tenga 25 años ya le haces pagar mucho más”. “O cualquier intervención de Susana Díaz”. O Esperanza Aguirre, “vestida de chulapa en San Isidro” (y convocando a los medios para que registren el acontecimiento), “el político más populista que yo haya visto”.
Es decir (podría sugerirse): si populismo es tratar de atraerse a las clases populares; si es –por heredero de la palabra demagogia– una degeneración de la democracia por la cual los políticos tratan de conseguir o mantener el poder mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos –sean éstos ira, esperanza, miedo o somnolencia–; si populista es decir lo que nadie se atreve a decir, lo que mola decir porque nadie lo decía en voz alta hasta ahora, pero también decir lo que todo el mundo quiere oír para vivir tranquilo, “cosas obvias con lo que todo el mundo va a estar de acuerdo” –agitando esas otras palabras cuyo significado ya prescribió llamadas, en mayúsculas, Libertad, Igualdad, Democracia, Etc.–; si populismo es todas estas cosas, y alguna más que de seguro se nos han escapado en esta pieza: ¿qué políticos, en este pueblo nuestro, podrían escapar a ese término maldito?
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[Coda: como las palabras de la esfera pública se vienen “vaciando de significado” a cada vez mayor velocidad, casi nadie repara en que el Partido Popular se llama así, popular. Según la RAE –tercera acepción–, “perteneciente o relativo a la parte menos favorecida del pueblo”].
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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