Reportaje
¿Quién mata a quién en la guarimba contra el chavismo?
Como pasaba en 2002, Venezuela vive una guerra de información y desinformación entre la oposición y el Gobierno sobre los responsables de las muertes violentas
Andy Robinson Caracas , 17/05/2017
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Hace 15 años, cuando Hugo Chávez fue secuestrado durante 47 horas y el efímero Gobierno del empresario Pedro Carmona empezó a disolver la Asamblea Nacional, los chavistas bajaron desde los cerros para defender la Constitución, adoptada en 1999 mediante un referéndum, tras la victoria electoral del exmilitar a principios de ese año. Antes, Chávez había bautizado la nueva carta magna con el apodo de La niña. La oposición prefería entonces llamarla La bicha.
Pero este miércoles 10 de mayo, en la Plaza Altamira de Caracas, decenas de miles de opositores portaban pancartas de color azul en las que se enunciaban las cláusulas de la Constitución de Chávez referentes a la independencia de la Asamblea Nacional (ahora bajo control de la oposición y parcialmente disuelta tras una confrontación permanente con el Gobierno). “La Constitución es el símbolo de Chávez; pero ahora es la oposición quien la defiende”, afirma William del Gallego, un piloto jubilado de 62 años, que sujetaba un cartel en el que se leía: “Constitución de la República Bolivariana de Venezuela”. Para este opositor de toda la vida, Chávez y el presidente actual, Nicolás Maduro, “han destruido el país”, pero su Constitución ya es la mejor protección contra el sesgo autoritario del Gobierno.
Incluso quienes lucen las camisetas de Leopoldo López, el encarcelado líder de la oposición que participó en el intento de golpe de 2002, defienden ahora la Constitución de 1999. “Los chavistas han violado su propia Constitución disolviendo la Asamblea por la que yo voté; nosotros defendemos la Constitución”, cuenta Lugla Guevara, residente en el municipio metropolitano de Chacao, que llevaba una pancarta que rezaba: “La Constitución es nuestro escudo”. Lugla, de 56 años, apoyó aquel golpe contra Chávez, que se produjo tras la muerte de decenas de manifestantes antichavistas atribuida a las milicias chavistas pero que, según trascendió después, fue obra de francotiradores, “agents provocateurs” de la oposición. Aunque Lugla aún cree que “en realidad, no fue un golpe”.
Incluso quienes lucen las camisetas de Leopoldo López, el encarcelado líder de la oposición que participó en el intento de golpe de 2002, defienden ahora la Constitución de 1999
El escudo de protección tomaba un sentido más literal en la Plaza Altamira. “La Constitución nos debería proteger; pero nos están atacando de una manera brutal, con perdigones y balas”, dice Del Gallego, que reconoce, sin embargo, que hay opositores que van armados a las manifestaciones. “¡Claro! Nosotros no somos Papá Dios; si a mí me matan a un hijo, salgo a matarlos a ellos”.
Al otro lado de la plaza estaban los hijos. Cientos de guarimberos se preparaban para las batallas que se librarían por la tarde. Chicos de muy tierna edad vestidos con cascos, a veces con cámaras de televisión, pañuelos a lo Lawrence de Arabia y máscaras antigás. Sin olvidar los guantes protectores para no quemarse con los cócteles molotov o contagiarse de alguna bacteria de las botellas de excrementos humanos que luego lanzarían con catapultas a los antidisturbios…
Muchos además portaban escudos como caballeros de la mesa redonda. El de un chico de 21 años con máscara de buceo verde fluorescente y una camiseta Power night dance estaba adornado con la cruz de San Jorge. “¿Inglaterra o Cataluña?”, le pregunto. “No tiene nada que ver; es la Cruz Roja de la protección”, responde. “Los guardias nos lanzan bombas, perdigones y usan mangueras con clavos”, dice su amigo a través de la máscara. Los dos veinteañeros son estudiantes de la Universidad Católica de Aragua, a tres horas de distancia en autobús de Caracas.
Aunque entre los guarimberos hay chicos de aspecto siniestro, de ojos enrojecidos y de mirada perdida, que parecen todo menos luchadores por la libertad, muchos son estudiantes de ideas románticas que reivindican una Venezuela distinta aunque no saben muy bien cuál. “Somos defensores de todo lo que debemos y lo que podemos llegar a tener: los derechos básicos de cualquier ser humano”, afirma Víctor, de 18 años, a punto de empezar su primer curso de universidad. “La mayoría de la resistencia son jóvenes; en mi grupo somos 40 y ninguno pasa de los 23 años”, añade. “Nos conocemos por las redes sociales; somos como una familia”. Como muchos otros guarimberos, viene de una ciudad de provincias. “Donde vivo yo no hay ningún tipo de protesta”, se lamenta.
No les tiembla la mano a estos jóvenes street fighters ante el riesgo de incorporarse a los ya más de 40 muertos en esta última ola de protestas. Víctor, por ejemplo, luchó junto al joven violinista Armando Cañizales, muerto en ese mismo lugar una semana antes. La muerte de Cañizales, atribuida inmediatamente por la oposición al impacto de una bomba lacrimógena, fue un duro golpe para el Gobierno ya que el joven músico era alumno del famoso Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, al igual que lo fue Gustavo Dudamel, el brillante director de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles.
Para los opositores más exaltados incluso expresar dudas sobre la responsabilidad de la policía constituye una prueba de complicidad con la supuesta dictadura
Consciente del apoyo que el chavismo ha dado al Sistema, Dudamel ha colaborado en varios proyectos de promoción estatal, lo que le ha merecido una serie de viscerales ataques ad hominem de la oposición. Pero tras la muerte de Cañizales, hasta Dudamel se giró contra el Gobierno de Nicolás Maduro: “Levanto mi voz en contra de la violencia y la represión. Nada puede justificar el derramamiento de sangre. Ya basta de desatender el justo clamor de un pueblo sofocado por una intolerable crisis”. La oposición le perdonó sus pecados chavistas con un “ya era hora” colectivo. Y Cañizales fue homenajeado por su valentía ante la represión brutal de la dictadura. “Mataron a un chamo de 17 años mientras Maduro bailaba”, tuiteó el diputado de derechas Freddy Guevara, quien ha animado a la juventud con discursos temerarios a enfrentarse a la policía.
Más tarde trascendía, sin embargo, que no había sido una bomba de gas lacrimógeno lo que mató a Cañizales, sino una pequeña esfera metálica cromada de ocho milímetros de diámetro que el forense encontró incrustada en el cuello del violinista. Según deduce el Gobierno, no fue disparado por la policía, sino por manifestantes que han ido fabricado armas caseras para sus enfrentamientos diarios contra la policía. El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CIPC) descubrió seis rolineras (rodamientos) iguales en el lugar de las manifestaciones aquel día. “Esos seis plomos fueron disparados contra la policía nacional con un arma no convencional que podría ser de fabricación casera”, explicó el vicepresidente venezolano, Tareck El Aissami, el viernes 5 de mayo. Un fotógrafo de Reuters publicó imágenes del uso de estas armas caseras en la manifestación del Primero de Mayo.
En nuestra conversación en la Plaza Altamira, Víctor, muy a su pesar, corrobora la versión gubernamental: “El Gobierno dice que el proyectil no lo disparó la policía sino alguien en la manifestación. ¿Qué te parece”, le pregunto. “Sí. Lo pensaba desde el principio”, responde. “Yo estaba al lado de Armando; él era amigo mío; lo conocí practicando las marchas. Ese día fue muy confuso. Hay personas que tratan de ayudar pero que normalmente no están al frente y no nos brindan ese apoyo; y también hay personas infiltradas que no están en nuestro partido y que empiezan a balacear…”, reconoce.
Al igual que en 2002, ha estallado una guerra de información y desinformación entre la oposición y el Gobierno respecto a quiénes son responsables de los muertos. No es de extrañar, porque esos jóvenes quizás valen más muertos que vivos en la batalla por el futuro de Venezuela. Los defensores del Gobierno acusan a los líderes de la oposición de utilizar a los jóvenes como carne de cañón en su guerra contra Maduro. En esa versión, los jóvenes “terroristas” son como niños yihadistas, como si no tuvieran ideas propias, como si la dura crisis económica no fuese motivo suficiente para protestar.
Para los opositores más exaltados, en cambio, incluso expresar dudas sobre la responsabilidad de la policía constituye una prueba de complicidad con la supuesta dictadura. “Dudar de que la dictadura venezolana no tiene (…) el monopolio del ejercicio de la violencia es otra de las líneas que la propaganda oficial intenta vender”, escribió Mauricio Gomes Porras, joven activista de la oposición venezolana afincado en Barcelona y columnista del diario El Nacional, periódico que, según se ha comprobado, distorsionó información en 2002 para justificar el golpe contra Chávez.
Gomes es uno de las decenas de opositores venezolanos que protestaron –quizás respondiendo a su propio llamamiento en Twitter-- contra un artículo mío en La Vanguardia en el que planteaba la probabilidad de que Cañizales no fuera víctima de la policía del "régimen dictatorial sino de fuego amigo".
Lo cierto es que en esta batalla plantear una realidad más compleja que la de “dictadura chavista/comunista contra los heroicos freedom fighters” no es admisible. Tampoco lo fue en 2002, cuando los defensores de la democracia desde Washington a Madrid (el New York Times, el Gobierno español de José María Aznar y toda la prensa española) aceptaron la versión de que francotiradores chavistas habían matado a los 17 manifestantes y defendieron el golpe contra Chávez.
Existen, sin embargo, legítimas razones para pensar que algunos de los manifestantes muertos no sean víctimas de la policía. Volvió a comprobarse horas después de la concentración del escudo protector el miércoles 10 de mayo en Altamira. A media tarde, Miguel Castillo, periodista de 27 años, murió en el acto tras ser alcanzado en el tórax por un proyectil. Los líderes de la oposición no tardaron, al igual que en el caso del violinista, en anunciar otra joven víctima de la dictadura asesinada a manos de la policía represora. El diputado de la Asamblea Nacional José Manuel Olivares señaló que Castillo era víctima de una “metra” (canica) disparada por la guardia nacional. La imagen de un policía disparando este tipo de proyectil con su arma recordaba a los años ochenta, cuando la práctica era tan común en Caracas que se hablaba de la “Policía Metra-politana”.
Olivar acusó al ministro del Interior, Néstor Reverol, de ser el asesino: “Hoy el ministro volvió a ordenar que se mate a venezolanos. Será recordado como un asesino”, sentenció Olivar. Luis Almagro, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), que escribe una media de siete tuits al día contra Maduro, se hizo eco de la denuncia y tuiteó: “Mientras Delcy Rodríguez (la canciller venezolana) celebraba, (…) el régimen al que ella representa asesinó a Miguel Castillo”. Los líderes de la oposición rápidamente convocaron un homenaje al último joven guerrero caído celebrado el jueves 11 en el lugar de su muerte.
Rápidamente el Gobierno contraatacó. El disparo de una esfera metálica de dos centímetros había causado la muerte de Castillo. Las pruebas de pólvora, al igual que en el caso del violinista, dan a entender que la esfera fue disparada con un arma casera. Lo cual, dada la profundidad de la herida, daría a entender que el asesino estaba muy cerca, a no más de 10 metros de distancia de Castillo, cuando disparó. Es decir, que no sería un policía antidisturbios –que estaban a una distancia de más de 50 metros de los jóvenes guarimberos-- sino un manifestante o un infiltrado.
¿Cuál será la verdad? Desafortunadamente la prueba crucial ha desaparecido. Castillo llevaba un casco con una cámara GoPro que, en teoría, habría grabado el asesinato en caso de que la versión gubernamental fuese verdad. Pero, tal y como se ve en un vídeo grabado después del disparo, uno de los manifestantes que aparentemente van a ayudar al joven quita la cámara del cuerpo con tirones bruscos y se aleja de la escena del crimen.
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Andy Robinson
Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)
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