Estar siempre descubriendo el fuego
La crítica ha etiquetado a Tao Lin como la “voz de su generación”. Se trata, sin embargo, de un escritor absolutamente anacrónico
Vicente Monroy 24/05/2017
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¿Es posible abordar a un escritor nuevo sin recurrir a clasificaciones generales? Y más importante todavía: ¿es posible rescatar a un escritor sumergido en una lectura generacional?
1. La maldición del relato generacional
En la lista de libros que nunca terminé de leer, no sólo figuran El guardián entre el centeno, En el camino, Matadero 5 o Menos que cero. También Richard Yates, la novela que dio fama a un jovencísimo Tao Lin, y lo encumbró como líder intelectual de una generación. Es precisamente la etiqueta de “relatos generacionales” que se les aplica lo que más me molesta de los libros mencionados. Mis prejuicios se fundan en una evidencia: de la ingente cantidad de análisis, voces cantantes y fieles reflejos que proliferan hoy en día en torno a mi propia generación (los llamados millennials), prácticamente todos resultan desatinados, y muchos de ellos ridículos.
¿Qué significa ese afán de los escritores por reflejar el espíritu de su generación? ¿De qué se compone ese espíritu? ¿Y por qué se le exige este logro a la literatura, como si la compleja red de historias de una generación fuera equiparable a un relato? ¿Acaso es siquiera posible una cosa así: abarcar en un sólo esfuerzo las derivas de un grupo en cualquier caso heterogéneo e impreciso? Sospecho que no, al menos no más allá de una construcción mítica, sentimental y nostálgica que nos hacemos de él, y que suele ser trivial.
Viene a cuento el ejemplo de la última novela de Noah Cicero, uno de los jóvenes colegas y amigos de Tao Lin. El relato de su gestación es ya casi un mito: durante algunas semanas, Cicero acudió al mismo restaurante todos los días, llevando una bolsa llena de libros, entre los que se contaban las obras más famosas de Hemingway, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Kerouac, Burroughs, Easton Ellis… que estudió minuciosamente. En ellas buscaba la respuesta a una pregunta: “¿Cómo se escribe una novela generacional?” Más tarde, aplicaría las conclusiones de su investigación a su propia obra. El resultado es Bad Behaviour, una impecable recopilación de todo lo que entendemos se adscribe a nuestra etiqueta: personajes, diálogos y reflexiones recuperados de estos libros, depurados y actualizados para hacer referencia al mundo de los millennials. Es una novela de un altísimo contenido referencial, que redobla la importancia de sus logros. La mayor parte de sus comentaristas han caído sin remedio en la trampa de lo generacional, condición diseñada y no encontrada por Cicero, producto de la repetición de una serie de clichés y recursos narrativos que se han vuelto anacrónicos, pero que parecen funcionar estupendamente en términos editoriales y críticos.
Si la razón fundamental de una determinada literatura es servir de reflejo a una generación, no parece que pueda ofrecer retos importantes al futuro de una reflexión sobre el lenguaje
Descubro que la obsesión por los frutos de lo generacional suele estar vinculada con un tipo de análisis de corto alcance, más atento a las modas que a cuestiones literarias, y los comentaristas que más la cultivan son aquellos que no disponen de una teoría interesante sobre la naturaleza del lenguaje y sus mecanismos, que se presentan en gran medida contrarios a la posibilidad de estas simplificaciones. Su valor fundamental es, precisamente, la capacidad de establecer un tipo de conexión intergeneracional que es imposible de cualquier otra manera, y que convierte la literatura en una herramienta útil para el progreso humano. En este sentido, la labor del escritor debería entenderse más alejada de la del cronista y más próxima de la del científico: como el científico, trabaja construyendo con ayuda del lenguaje metáforas sucesivas de la realidad, que se actualizan a medida que una y otra (realidad y metáfora) se vuelven más complejas.
Si la razón fundamental de una determinada literatura es servir de reflejo a una generación, no parece que pueda ofrecer retos importantes al futuro de una reflexión sobre el lenguaje. Está lastrada por sus propias intenciones. La gracia, el experimento, la originalidad le son ajenos. Y hay que creer que este anhelo es común; tan común al menos como los libros inútiles. Dice Paul Valéry, en contra de los reflejos: “La mayoría de las desesperaciones de los artistas se basan en la dificultad o la imposibilidad de reflejar mediante su arte una imagen que parece decolorarse y marchitarse al captarla en una frase, una tela o un arco”. El anhelo del que hablamos no es el de un simple reflejo, sino el de un millón de ellos (¡toda una generación!), un retorcido laberinto de espejos. Las confusiones que puede provocar nuestra obsesión son fantásticas, y perjudican y benefician a muchos escritores, alimentando el hermoso lío de la literatura de nuestra época.
Pero si existe un caso paradigmático de autor malinterpretado en los términos de lo generacional, es sin duda el de nuestro héroe. Tao Lin: ejemplo de escritor científico, alejado de forma casi indignante de la problemática social o política contemporánea, es decir: absolutamente anacrónico, volcado en un profundo análisis de los dispositivos del pensamiento abstracto, que se ha ido radicalizando hacia el final de su primera juventud hasta revelarlo como un heredero inesperado de una tradición psicodélica cuyos últimos hilos parecían haberse perdido a mediados de los noventa. Resulta curioso a la luz de esta trayectoria, que de su trabajo se conozcan sobre todo sus dos obras menores, las más alejadas de este complejo proyecto, y reconocidamente escritas más por necesidad que por deseo: las novelas Richard Yates y Taipéi, que no sólo se han convertido en polémicos best sellers, también le han obligado a aceptar el papelón de “voz de su generación”, que seguramente no venía buscando.
Más bien al contrario: en su ya ingente obra, ha venido desarrollando una serie de experimentos literarios en relación con la definición de la identidad humana a través del lenguaje, y en paralelo con una intensa producción teórica que parece a punto de culminar con la aparición de su libro de ensayo Beyond Existentialism. En esta vertiente, parte siempre del incatalogable trabajo del filósofo y psiconauta Terence McKenna, para preguntarse por asuntos de gran complejidad, como el valor de la emergencia del lenguaje en la historia , su papel crucial en el desarrollo de la conciencia, y su aparente originalidad como mecanismo adaptativo de una forma de vida en la Tierra. De estas cuestiones se deriva un posicionamiento peculiar frente a la literatura, un cruce de razón y mística que empapa toda su obra, y que lo aleja sin remedio de los otros escritores de su generación.
2. La literatura como herramienta científica
Hace unos años, en el marco de un artículo sobre las posibilidades de la novela del futuro [1], Tao Lin ofrecía algunas pautas de su visión del lenguaje como herramienta del pensamiento científico o filosófico:
Ejemplo de escritor científico, alejado de forma casi indignante de la problemática social o política contemporánea. Es decir, absolutamente anacrónico, volcado en un profundo análisis de los dispositivos del pensamiento abstracto
“Los seres humanos simultáneamente existen (en) y experimentan: (1) el mundo de los fenómenos, o realidad concreta, que comparten con otros seres humanos y que disciernen con los cinco sentidos (tacto, vista, etcétera), y que está regido por leyes físicas como la ley de la causalidad o la de la gravitación universal, y (2) el mundo del noúmeno o la abstracción, que no puede discernirse con los cinco sentidos, que no tiene leyes físicas, y que es donde se originan y existen los recuerdos y los pensamientos y los sentimientos y las novelas.
Aunque la visión que tiene del mundo del noúmeno cada ser humano es única y privada, y su acceso por parte de los demás es imposible, este mundo del noúmeno es teorizado y buscado por la mayoría de las religiones y filosofías, como una unidad de la que hemos sido aislados cuando hemos adquirido forma física y hemos pasado a formar parte de la realidad concreta que, como un mundo virtual, es un espacio compartido en el que podemos comunicar nuestra visión del mundo del noúmeno a los demás, si queremos y como expresión ociosa, hasta que regresamos a la unidad del noúmeno a través de la muerte. No se sabe por qué no existimos únicamente en esa unidad del mundo del noúmeno, y por qué nos vemos obligados a soportar, o nos es regalada, vagamente, casi maliciosamente, una cantidad de tiempo, estimada entre el nacimiento y la muerte, en la realidad concreta.
Para articular y discutir este misterio, y hacerlo también con (1) y (2), los seres humanos han organizado una especie de carrera de relevos, desarrollando a través de cientos de generaciones una serie de ruidos (y después símbolos para representar estos ruidos) con significados acordados funcionalmente. Comenzamos a aprender estos ruidos inmediatamente después de nuestro nacimiento, y los usamos (1) para transmitir una retórica con el propósito de satisfacer deseos generados por la evolución y (2) para describir nuestros mundos secretos del noúmeno a los demás, con el propósito de reducir la soledad, aliviar el aburrimiento y aumentar el entusiasmo (...)”.
En esta breve introducción se reflejan con sencillez las que serán las dos grandes obsesiones de la obra de Tao Lin: por un lado, una idea del lenguaje como herramienta para mesurar la realidad tangible, que se traduce en sus juegos literarios en una experimentación radical con la medida de lo real y la forma en que se nombra; por otro lado, una concepción complementaria del lenguaje como ambiguo elemento de separación de la realidad concreta (el mundo de los fenómenos) y la realidad subjetiva (la identidad).
Además de Terence McKenna, otra de las grandes influencias reconocidas por Tao Lin es la del psicólogo Julian Jaynes, que a mediados de los años setenta esbozó una polémica teoría sobre el surgimiento del lenguaje
Identidad, lenguaje y realidad concreta. Términos, como observamos, generales y abstractos, antípodas de cualquier posicionamiento generacional. Definen las paredes de un hogar del filósofo. Su reflexión, quizás hecha prosa, quizás hecha poesía o quizás nada de esto, se eleva a una categoría antropológica, y allí se desnuda de ribetes. El estilo evade sus responsabilidades. Queda lo puramente estructural. La literatura se convierte en una herramienta constitutiva de la conciencia, y así se expresa, tensamente. La novela aspira a una utilidad universal, independiente del contexto. En sus mejores momentos, las ideas cobran en sus manos esa imagen que observamos a veces en los trabajos científicos y matemáticos: la de una depuración tal que se diría que no son obra de nadie. Termina:
“Las novelas y las memorias son quizás los informes más completos que los seres humanos pueden entregar a otros seres humanos de sus experiencias concretas. En estos términos, sólo existe un tipo de novela: un intento humano de transferir a los demás alguna parte o versión del mundo del noúmeno”.
3. Una teoría radical del lenguaje
Además de Terence McKenna, otra de las grandes influencias reconocidas por Tao Lin es la del psicólogo Julian Jaynes, que a mediados de los años setenta esbozó una polémica teoría sobre el surgimiento del lenguaje [2], y la producción de metáforas y analogías como mecanismo básico de su evolución.
Jaynes proponía en primer lugar que el lenguaje es un input de aparición bastante posterior a lo que se suele pensar, seguramente durante el Pleistoceno Tardío (entre el 70.000 y el 8.000 a.C ), una época de grandes cambios en la estructura mental del ser humano, que indican el posible desarrollo de una nueva herramienta de esta magnitud. El desarrollo del lenguaje está íntimamente ligado con el desarrollo de la conciencia.
Es lógico pensar que las primeras palabras se desarrollaron como modificadoras de una serie de sonidos previos, que dieron lugar a llamados de aviso y órdenes (por ejemplo: la alerta frente a un peligro o la existencia de una fuente de alimento). Estos sonidos debieron sistematizarse y someterse a un proceso de gradación, que fue estableciendo una serie de relaciones cada vez más precisas (por ejemplo: la distancia a la que se encontraba el peligro o la fuente de alimento), a medida que el ser humano se volvía más y más consciente de su entorno. Esta evolución, basada en gran medida en variables espaciales, iba a determinar una de las características fundamentales del lenguaje, que ha marcado la historia entera del pensamiento abstracto, y que es lo que Jaynes denomina la “espacialización del tiempo”.
La espacialización del tiempo hace referencia a la evidente necesidad que tenemos los seres humanos de recurrir a metáforas espaciales para hacer referencia al tiempo. Si nos fijamos en el lenguaje, cualquier definición de la palabra tiempo o de conceptos relacionados con el tiempo, debe pasar siempre por una metáfora espacial. En general, el tiempo no puede imaginarse directamente, sin ayuda de analogías [3]:
“Incluso las cosas que en el mundo físico-conductivo no tienen cualidades espaciales, sí las tienen en la conciencia. Si no, no podríamos ser conscientes de ellas. El tiempo es un ejemplo obvio. Si te propongo pensar en los últimos cien años, tienes la tendencia de afrontar el problema de modo que la sucesión de años aparece desplegada, probablemente de izquierda a derecha. Pero por supuesto no hay izquierda ni derecha en el tiempo. Sólo hay antes y después, y ahí no hay cualidades espaciales excepto que se produzcan por analogía. La conciencia es siempre una espacialización en la que lo diacrónico se convierte en sincrónico, en la que lo que ha ocurrido en el tiempo se extrae y se observa como una continuidad espacial” [4].
La construcción de estas analogías del tiempo, método impuesto por la propia naturaleza del pensamiento y del medio, es el punto donde la labor del literato y la del científico se encuentran
Si hacemos el ejercicio de tratar de imaginar el tiempo de manera independiente al espacio, es decir, de imaginar la estructura del tiempo en sí misma, nos veremos en un serio aprieto. El tiempo es, a priori, inimaginable. Para hacernos una idea de su geometría, tendremos que recurrir a una imagen, esto es, a una traducción espacial. Si la analogía es el proceso fundamental que ha permitido el desarrollo del pensamiento abstracto, es precisamente por su capacidad de hacer accesibles imágenes del tiempo, es decir, de introducir el cambio. Y esta necesidad establece el inicio del desarrollo de la conciencia humana. Para Jaynes, la metáfora no es sólo un ardid o una figura del lenguaje; es nada menos que su cimiento constitutivo.
La construcción de estas analogías del tiempo, método impuesto por la propia naturaleza del pensamiento y del medio, es el punto donde la labor del literato y la del científico se encuentran, inevitablemente. Ambos son, antes que nada, exploradores del lenguaje, constructores de metáforas.
En el año 2014, Tao Lin acababa de terminar una serie de ensayos y experimentos en la revista Vice en torno a la figura de Terence McKenna, cuando fue invitado a Berlín para ofrecer una conferencia de temática libre vinculada al proyecto Netzkultur. De aquella conferencia, titulada Internet & Identity in the Context of the History & Future of Life on Earth, nacería una obra de título homónimo que iba a sintetizar su reflexión en torno a la palabra y la metáfora, y que adoptaba al mismo tiempo la forma de un poema/collage de acceso libre.
En esta pieza fundamental para entender su pensamiento, Tao Lin retomaba las ideas de Julian Jaynes sobre la espacialización y el desarrollo de la conciencia, proponiendo para ellas una hermosa y radical continuación. Introducía ahora una variable contemporánea: Internet, ese artefacto hecho de puro lenguaje, que tan profundamente ha incidido en la construcción de la identidad del ser humano contemporáneo.
En Internet, Tao Lin parece reconocer una forma avanzada, complejísima, de metáfora de la realidad, que culmina ciertas búsquedas del pensamiento en sus vertientes literaria y científica. Una suerte de gran espacialización del tiempo, donde la identidad y la información se entremezclan y se confunden, y donde el lenguaje parece haber suplantado firmes estratos de la realidad concreta. Un lugar que es pura elipsis, es decir, puro efecto narrativo, porque propone un viaje sin interludios entre argumentos y figuras. Aquí la imaginación, la expresión subjetiva, se funden con el medio. En esta gran metáfora, tiempos y espacios se han hecho coincidentes sobre la superficie de una pantalla, que contiene una refinada mezcla del relato colectivo de la especie (la cultura) y de nuestra propia experiencia (la psique o el “mundo del noúmeno”). Las dos parecen haber iniciado un proceso que culminaría con su unificación.
4. El fuego
Las referencias a Internet son constantes en la obra de Tao Lin, pero de nuevo no responden tanto a un argumento generacional como a la revelación de un nuevo espacio de investigación para el lenguaje, que se relaciona constantemente con la definición del individuo. Sus personajes habitan siempre esa encrucijada entre el aislamiento del cuerpo y una forma de hiperconexión mental que los golpea violentamente.
Vaciados de argumento, los libros de Tao Lin podrían entenderse como campos de pruebas del lenguaje, donde la estructura causal ha desaparecido para dejar paso a la pura elaboración lingüística
En Hikikomori, un magnífico libro escrito con Ellen Kennedy, los protagonistas son dos hikikomoris, una chica y un chico (Ellen y Tao) que viven aislados de la sociedad, encerrados en sus habitaciones. Está articulado de forma epistolar, a base de mensajes cortos que se envían entre ellos. En el reducido espacio que habitan, los dos hikikomoris van a descubrir todo un universo delirante, regido por leyes asombrosas, que no tienen nada que ver con las de la realidad. Un universo imaginario, que se construye entre el monólogo y la proliferación de voces y argumentos contradictorios. Aquí la gravedad no existe, los tamaños y los tiempos son flexibles y todo es susceptible de transformarse en cualquier instante y dejar paso a algo inesperado: OVNIS, hamsters, zombis, robots, brócolis vivientes y personajes históricos aparecen y desaparecen, invocados únicamente por la lógica del relato. Los protagonistas estudian masters, trabajan plantaciones de soja, quieren ser biólogos marinos en el espacio exterior, se teletransportan, se enamoran, mueren y reviven, se convierten en Kurt Vonnegut o en un calamar. Finalmente, su propia identidad se ve afectada por una lógica narrativa que se enreda y se desparrama.
La confusión del lenguaje y la identidad, sitúa a los individuos en un punto conflictivo entre el aislamiento total y una imparable multiplicación. En algunos de sus libros los encontramos inmersos en monólogos inaccesibles, pronunciados con frases tan extravagantes que parecen dichas en idiomas inventados, o que en todo caso no utilizan el idioma para comunicarse con los demás. En cierto modo, la función de las palabras aquí no es la comunicación, sino la creación: todo lo que puede ser escrito se hace (debe hacerse) realidad.
Para realizar estos peculiares experimentos, Tao Lin trabaja como un investigador: se ha dedicado a descubrir toda una serie de nuevas leyes físicas y naturales en sus invenciones, que se renuevan constantemente, poniendo en crisis la psicología y la fisicidad del mundo. Leyes de pura semántica: entre una dolorosa soledad y un delirio de cambios, los individuos se ven arrastrados por la dinámica del lenguaje, salvaje. Su universo es también incomprensible para ellos. Si las palabras pueden cambiar las normas más básicas que rigen el espacio-tiempo, y ellos mismos no pueden controlar el flujo de las palabras, están perdidos sin remedio. Son jóvenes que parecen contener en su interior la historia entera, que pueden ser cualquier cosa en cualquier instante, pero también los descubrimos confinados, marginados, sin proyectos, abandonados en el flujo arrebatado de su propio pensamiento, vapuleados por las emociones, incapaces de tomar un camino, cambiando constantemente de humor y de anhelos. Como reflejos del mundo virtual que habitan, la multiplicación de las identidades significa también una indefinición del carácter.
Casi todas sus obras proponen narradores subjetivos, y planean en torno a sus derivas y reflexiones, por eso es inevitable que la indefinición de los personajes se contagie a la lógica del relato, que se plantea como un discurrir sin conflictos ni temas. Vaciados de argumento, los libros de Tao Lin podrían entenderse como campos de pruebas del lenguaje, donde la estructura causal ha desaparecido para dejar paso a la pura elaboración lingüística. Ocurre así incluso en sus obras más accesibles: en la novela Taipéi, tenemos la sensación de que el comienzo y el final del libro podrían haber sido cualquier otros. Introducción y desenlace son apenas cortes de apariencia casual, convenciones impuestas en el torrente inabarcable del pensamiento de su protagonista, que las supera.
La psicología se expresa mediante una descripción minuciosa de la realidad visible que está profundamente espacializada. El tiempo parece suspendido, porque no hay origen ni destino
El esfuerzo entero de la escritura está puesto en la imposible transmisión de las características de estos extraños universos y sus leyes. Este esfuerzo se manifiesta a través de la medida. Medida: potencia fundamental de la mirada, que no excede sus límites, y no puede ser reflejo del mundo porque no coincide, aunque se aproxima a ellas, con las palabras que lo nombran. Este pequeño desajuste entre lo visible y lo expresable es la obsesión de nuestro raro científico, de la que brota un afán por medir, por mesurar desesperadamente el espacio y el tiempo, por comprender lo visible y sus posibilidades, como azuzado por una situación de emergencia. Las grandes miradas (esto ya lo sabíamos) no lo son por su alcance, es decir, no lo son por ver más allá de lo ya visto, sino por su capacidad de establecer nuevas combinaciones entre elementos que ya estaban aquí: distancia y peligro, asuntos originales de la conciencia.
La psicología se expresa mediante una descripción minuciosa de la realidad visible que está profundamente espacializada. El tiempo parece suspendido, porque no hay origen ni destino. Todo se vuelca en el intento de comprender la materialidad de un instante presente que nunca se mantiene en equilibrio. El paso del tiempo es apenas la consecuencia de este desequilibrio, que obliga a reformular constantemente las teorías para sus leyes, oscilando entre una extraña precisión de lo inconmensurable y una agotadora imprecisión de lo cotidiano. En el límite de este embrollo, las escalas se confunden, lo macroscópico y lo humano se equivocan hasta que el lenguaje que los describe recupera de golpe su sorpresa. En el que quizás sea mi favorito de sus Selected Tweets, escribe:
“He pensado algo así como “no soy capaz de trabajar en mi novela en este ambiente”, con “este ambiente” haciendo referencia al universo, creo”.
La desnudez de la prosa es necesaria para trabajar sobre los términos de esta nueva realidad hecha de palabras; un vaciado de las formas que la mayor parte de los comentaristas han querido confundir con una suerte de minimalismo, mucho más fácil de glosar y de vender. En cualquier caso, está lejos de reducir los elementos expresivos al mínimo, y si los presenta de forma fría e impersonal es para que muestren con mayor claridad sus efectos. La palabra parece retroceder en el tiempo y recuperar parte de su sentido primitivo, cuando apenas era el modificador de unos gritos animales de aviso: recomponer las distancias, los ritmos de una vida recién inventada, olvidar las definiciones para redescubrir las cosas con asombro, y volver a describirlas. Por momentos, este asombro de Tao Lin nos resulta infantil, animal, previo a la conciencia. La vinculación de la palabra con el significado se desdibuja, y se convierte en puro sonido gutural (baste recordar el título de su primera novela: Eeeee Eee Eeee).
La unidireccionalidad de los argumentos, las frases breves y contundentes, la exagerada referencialidad: todo responde a una definición de bloques como silogismos o ecuaciones que exploran este universo apenas descubierto, donde finalmente las palabras, lo expresable, o el límite de sus posibilidades, parecen la única norma. Nada puede darse por sentado, todo es nuevo. Aquí el fuego se descubre cada día, todos los días, siempre distinto y con un renovado poder. La labor del escritor es conquistarlo una y otra vez, con ayuda del lenguaje.
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Vicente Monroy (Toledo, 1989) es arquitecto y profesor de cine y arquitectura en la UPM. Ha publicado, entre otros, los poemarios La realidad virtual (2014), El gran error del siglo 21 (Malos Pasos, México, 2015) y Darth Vader (2015). Le gusta bailar.
Notas:
1. Does the Novel Have a Future? The Answer Is In This Essay, Observer, 2011
2. Julian Jaynes, The evolution of language in the Late Pleistocene, Annals of the New York Academy of Sciences, Vol. 280, 1976.
3. Pensemos en el reloj: la más depurada analogía espacial del tiempo que posee el ser humano, en el que la posición relativa de unas agujas nos sirven para hacernos una idea de una posición temporal.
4. The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind, Julian Jaynes, 1976
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Autor >
Vicente Monroy
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