Poesía y simulacro
“Yo no escribo poemas”
Una respuesta al artículo de Unai Velasco sobre el boom de la poesía en España ampliando el debate: ¿es posible que se escriba una poesía de nuestro tiempo?
Vicente Monroy 3/03/2017
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En “50 kilos de adolescencia, 200 gramos de Internet” Unai Velasco analizaba el crecimiento exponencial de las ventas de poesía en España, señalando el alarmante descenso de calidad y los apoyos interesados recibidos por la “poesía de la experiencia”, antigua corriente hegemónica. El poeta Vicente Monroy articula aquí una respuesta polémica con ánimo de matizar algunos aspectos y ampliar el alcance del debate: ¿es posible que se escriba una poesía de nuestro tiempo?, ¿es deseable?
Vicente Monroy
Hace algunas semanas, el poeta Unai Velasco publicaba un inteligente y concurrido artículo, con perspectivas de arqueología, radiografía y crítica de un reciente boom de la poesía española y, más en general, de las derivas poéticas de la última década, que, como era de esperar en el aburridísimo panorama poético español, donde casi nunca ocurre nada reseñable, ha levantado cierta polémica. Asociados a este boom, suenan nombres como los de Irene X, Elvira Sastre, Loreto Sesma, Sergio Carrión o Carlos Salem, casi todos ellos autores surgidos de las redes sociales y que han terminado por vincularse a grandes editoriales. Dos asuntos de actualidad resuenan detrás de su aparición: el efecto de Internet en la producción literaria contemporánea y los cambios en el mercado a raíz de la crisis económica.
El interés reciente de las grandes editoriales por el género poético revela un trasfondo fenomenológico en el desarrollo del boom. Sus autores son, en primer lugar, culpables de haber alcanzado ventas de hasta sesenta mil ejemplares de algunos de sus libros. La sola cifra impone una sospecha, que crece al compararla con las escasas ventas de las viejas editoriales de poesía (“un libro de poesía que agote una tirada de quinientos ejemplares puede considerarse un éxito”, escribe Velasco). El salto es tan notable que cabe preguntarse: ¿puede ser verdadera poesía algo que vende tanto? Y, entonces, ¿son o no son los autores del boom auténticos poetas? Esta es la pregunta que más veces se ha venido repitiendo a lo largo de la polémica.
La primera versión de la insidiosa pregunta, como vemos, es de raíz económica. Pero la obsesión por el relato, la estructura que más añoran los poetas, suple pronto la obsesión por la cifra. El poeta, por definición, se aburre; por eso le asombra, incluso más que el dinero, la anécdota. Lo primero que llama la atención del artículo que comentamos es, precisamente, la prolijidad de su trama: los autores mencionados no sólo comparten unos editores, o un modelo de producción y de mercado; comparten también una jugosa historia.
De esta historia, intuyo, se deriva en gran medida su solvencia. A estas alturas, ya debemos saber que una historia (mito común, relato de grupo) es, en términos de marketing, el patrimonio más valioso de una corriente literaria, incluso por encima del estilo. Todos los poetas sueñan con formar parte de una narrativa, y muy raramente lo consiguen.
La historia de estos autores del boom está estrechamente ligada a las redes sociales, y establece un vínculo de gran interés, estrictamente contemporáneo, entre el éxito editorial (los ejemplares vendidos) y la influencia en Internet (cuantificada generalmente por el número de followers en YouTube, Instagram o Twitter). Este segundo aspecto, el de los followers, parece haber alcanzado en su caso incluso mayor relevancia que el primero, y se airea con facilidad a la hora de hablar del alcance del fenómeno. La fantástica novedad de su historia se observa, precisamente, en esta transformación.
La historia de estos autores del boom establece un vínculo de gran interés, entre el éxito editorial (los ejemplares vendidos) y la influencia en Internet
Es un efecto importante. El desplazamiento de las cifras de interés −de las ventas a los followers− permite pensar en un desplazamiento equivalente en el ámbito del lenguaje. En última instancia, como apunta el artículo, es posible comprender los libros de estos autores como piezas de merchandising asociadas a la imagen de influencers −verdadero núcleo de interés del fenómeno− que explotan en las redes sociales. El perfil del follower se revela muy distinto del perfil del lector, aunque aquí se han hecho coincidentes.
Se observa cierto esmero en impugnar esta aplicación del término poesía a los textos de los autores del boom, aunque con el error ingenuo de echar la culpa de la confusión al mercado neoliberal contemporáneo (sic). Curiosa deformación ideológica de un asunto de pura semántica (confusión, por otra parte, muy de poeta). Con esta acusación, se completa un extraño triángulo, según el cual las razones que separan a nuestros autores influencers de los verdaderos poetas serían de tres tipos: económicas (los sesenta mil ejemplares), biográficas (el perfil social) y, finalmente, políticas. Tres factores que parecen haber suplantado, a lo largo de toda la polémica, otros dos que curiosamente faltan y que uno consideraría determinantes en una discusión sobre poesía: la identidad y la palabra.
En realidad, hace ya mucho tiempo que nadie habla de poesía en este país. La polémica del boom sólo es reflejo de una crisis más general del lenguaje, y también más natural. Los intereses económicos, los nuevos modelos de relación con el lector y la pureza ideológica acaban pareciendo pretextos para no enfrentarse a una reestructuración completa de la posición del poeta y de su producción frente al mundo. Al fin y al cabo, ¿cómo puede ser lícita esta demarcación de los límites de la poesía, y la distinción entre un bando mainstream y otro que representa la honestidad poética (sic)? ¿No es impropio este ejercicio de privatización en el contexto de una crítica al neoliberalismo? ¿Quién compone el bando de los honestos? Y, frente a ellos, ¿qué hacen los autores del boom?
En el artículo se esboza una astuta respuesta a la última cuestión: lo que escriben los autores del boom no es poesía, porque es un simulacro de poesía. Sus textos (de ahí su aparente falta de honestidad) son puestas en escena del poema, de la idea común del poema, que repiten sus características más fácilmente reconocibles: la versificación, la metáfora, la imagen, la sonoridad. Afirman cosas simples con un lenguaje oscuro, proponen juegos de palabras y golpes sonoros. El poema simulado se confunde con el poema heredado, y llega incluso a vincularse con los gestos de una tradición para nosotros tan enterrada como la de los poetas de la otra sentimentalidad.
Las redes sociales, donde la construcción de una imagen propia, de una identidad, se confunde con el uso del lenguaje escrito como nunca antes había ocurrido, propician esta puesta en escena. Cuando la poesía y el tuit se mezclan, sus leyes también lo hacen. La fingida profundidad semántica se convierte en un arma de captación de followers, la identidad empapa el lenguaje, la poesía se convierte en un reclamo de la propia imagen. El lenguaje simulado es también identidad simulada. Uno y otra se alimentan, propiciando la elevación del poeta como influencer.
No en vano, la polémica se traslada rápidamente a las redes sociales. En las horas siguientes a su publicación, se entabla una batalla en Twitter alrededor de las supuestas difamaciones que esconde el artículo. Fans y haters reclaman su posición central en la historia. Los más despistados aseguran que algunas de las editoriales mencionadas van a denunciar al autor. Otros hablan de celos, de envidias. En el muro de la autora Irene X, perteneciente al bando del boom, se encienden los ánimos. Un poeta del bando honesto le echa en cara la “pobreza sintáctica”, el “empleo no figurativo del lenguaje” y el “pseudoingenio” de sus poemas. Irene X responde con rotundidad: “No escribo poemas”. Esgrime, perversamente, el mismo argumento que Velasco, esta vez a su favor.
¿Qué significa esta forma de oscilar entre la analogía de lo poético y de lo no poético? Quizás, sin quererlo, hayamos dado con una de las claves para comprender la poesía joven contemporánea; una clave cuyo análisis debería situarse más allá de esta demarcación territorial entre lo honesto y lo deshonesto. La puesta en escena de lo poético, y su primacía sobre lo poético, puede ser un asunto central para entender el uso del lenguaje por parte de las nuevas generaciones.
Cuando la poesía y el tuit se mezclan, sus leyes también lo hacen. La fingida profundidad semántica se convierte en un arma de captación de followers
Porque, seamos claros, el simulacro no es una táctica que utilice únicamente el bando del boom. La mayor parte de los escritores jóvenes lo hacen abundantemente, en cualquier dirección, hasta el punto de que casi toda la poesía se esmera en ofrecer una apariencia de lo que, artificialmente, se entiende por poesía. Tras la brecha digital, la relación misma de la escritura con la tradición se presenta como un vínculo artificial, en diferentes grados. Si la aparición de Internet no significa una ruptura significativa con el lirismo y los tópicos (la adolescencia sigue siendo nada más que adolescencia), sí marca un antes y un después en nuestra relación con muchas de las estructuras propias del lenguaje poético. Precisamente de este cambio en la posición del lenguaje, surge la posibilidad de que su uso cotidiano en las redes sociales se confunda con una forma de producción poética. Esta hermosa confusión no debería asustarnos. Debería ayudarnos -si somos lo bastante buenos- a superar una vieja idea, heredada e insostenible, de lo que es la poesía. No se trata de un cambio a corto plazo; las nuevas variables, como la preeminencia de la escritura sobre el habla en las redes sociales, la depuración de los mensajes y la síntesis, el fraseo, la puesta al límite del sentido y la incorporación de imágenes y de elementos visuales al lenguaje cotidiano, afectan a las estructuras más básicas del lenguaje poético. Negar esto es negar la realidad presente. El caso de los autores del boom se presenta únicamente como una sorprendente coordinación de todos estos factores, que merece la pena analizar en profundidad.
La simulación es un gesto inaugural de la producción poética actual: unos escriben para conseguir followers, otros escriben para ganar concursos. ¿No será en el fondo esta generación digital, marcada por las nuevas tecnologías, una generación profundamente teatrera? Podemos observar ejemplos significativos en uno y otro bando, escritores honestos y escritores del boom que se mimetizan con una idea ajena, heredada, de lo que es la poesía para acceder a un mundillo en el que no abundan las vías de acceso. Aparte del aburrimiento, lo que caracteriza al poeta de nuestro tiempo es el ansia por figurar. El “aura de prestigio social” que, como observa Velasco, todavía mantiene la poesía no está tan alejado del prestigio en las redes sociales.
Cualquier figura central del bando del boom, pongamos Irene X, no es tan distinta de una figura equivalente del bando honesto, pongamos Elena Medel, la joven promesa de la década pasada, estrella sin rival de la nueva oficialidad heredada del viejo mundo de las becas y las fundaciones. Sus poemas no son más que una puesta en escena de una tradición distinta a la del boom, heredera de los 50, con otro tipo de prestigio y alcance, un producto destinado a otros fines que las ventas masivas, pero también lucrativo, útil para hacer carrera, perfectamente envasado y etiquetado, sin las ambigüedades que caracterizan a cualquier producción especulativa, sin un gramo de riesgo, con las dosis perfectas de contemporaneidad y referencialidad para convencer a jurados y lectores. En el fondo, nada diferencia a una autora de la otra en su búsqueda del prestigio, excepto la dirección de sus ambiciones, y quizás que Medel jamás reconocería, como ha hecho Irene X, que ella no escribe poemas. Por lo demás, cubren vacantes opuestas, pero no contrarias: en las dos, como en la gran mayoría de poetas actuales, la intensidad y la afectación predominan sobre la elaboración; están simulando el aparato poético con estructuras anticuadas y normativas, alejadas de cualquier afán de investigación sobre el lenguaje.
Sobre la pertinencia (moral, política, económica) de los anhelos de un bando y del otro, podríamos escribir largamente, como se ha hecho a raíz de esta polémica, textos que escapan de lo poético. Pero ¿por qué molesta tanto a los herederos de un sistema en el que, durante décadas, la idea del éxito se ha basado fundamentalmente en los premios, las becas y el acceso a las tres o cuatro editoriales de prestigio, que los poetas del boom hayan encontrado nuevos medios, mucho más naturales en nuestra época, para reivindicarse? En un caso y en el otro, la simulación es una estrategia fundamental, que marca la única posibilidad de acceso a un mundillo blindado y autocomplaciente, que ha ido apartando, con quejidos cada vez menos creíbles, a sus lectores, no tanto por su fingida autoexigencia y complejidad intrínseca de “lectura” [sic] como por su carácter endogámico y anacrónico.
Anacronismo y puesta en escena de un ideal pasado son argumentos de crisis. Crisis: quizás la palabra más oída a lo largo de los últimos años en todos los ámbitos de nuestra sociedad, y una de las menos exploradas por el lenguaje poético, una evidencia de lo lejos que nos encontramos de nuestro presente. Si la usamos, es como arma arrojadiza, con alegatos de contable, de antropólogo o de político. Diagnosticar los problemas del mercado es sencillo y sensacionalista; pero no es el mercado, sino sobre todo el lenguaje lo que está en crisis en el mundo de la poesía, y es el difícil trabajo de analizar sus síntomas lo que debería preocuparnos. El nuestro es un lenguaje fingido, contagiado de etiquetas y de fórmulas, terriblemente hermano del político, del social, o del económico.
La pregunta que debería hacerse a estas alturas cualquier poeta honesto no es si unos u otros son o no son verdaderos poetas, ¿es posible una verdadera poesía de nuestro tiempo? E incluso: ¿es deseable?
¿Hemos perdido la perspectiva? Todo apunta a extrañas confusiones. Me resultaría natural que no se hiciera ningún caso de la poesía, e incluso, más en general, de la literatura, pero ese no es nuestro caso. Nos interesan sus anejos, hemos contaminado de temas de la sociología, la psicología, la antropología y la política, un arte que es de geómetras, cuyos raros secretos son también superficiales: están en la superficie del papel, en el encuentro de los versos y las imágenes, y se derivan únicamente de la adopción y la transformación del punto de vista. La perspectiva, resultado ineludible de la contemplación, es decir, del punto de vista, es su motivo central. La poesía es una forma de conseguir que nos sorprendamos (todavía, una vez más) de la más poderosa de las costumbres: el lenguaje. Es su álgebra y su geometría, un espacio de las letras que gana terreno a las ciencias, que ahonda en las figuras y en sus relaciones, en las fuerzas y los sentidos. Si existe una urgencia en la reflexión poética, es la reubicación del signo, desplazado por asuntos de otras áreas, en el centro del debate poético. El lenguaje no debería ser por más tiempo un arma ni una bandera, sino un campo de investigación y análisis que esconde, en sus infinitas variaciones, todo lo que se ha nombrado en el pasado y todo lo que podrá nombrarse en el futuro. Nuestra rara, pero a veces útil labor, es la de avanzar en el oscuro, pero cifrado universo que despliega.
Con polémicas como ésta, lo que se demuestra es que, más allá del fingimiento, estamos descuidando la responsabilidad fundamental de la poesía y de los poetas, que es con el lenguaje y con ninguna otra cosa. La pregunta que debería hacerse a estas alturas cualquier poeta honesto no es si unos u otros son o no son verdaderos poetas, simplificación infantil de un asunto bastante más complejo, sino otra de carácter más general y urgente, que hila con las grandes preguntas que nuestra sociedad habrá de plantearse en todos los ámbitos del futuro: ¿es posible una verdadera poesía de nuestro tiempo? E incluso: ¿es deseable?
Vicente Monroy (Toledo, 1989) es arquitecto y profesor de cine y arquitectura en la UPM. Ha publicado, entre otros, los poemarios La realidad virtual (2014), El gran error del siglo 21 (Malos Pasos, México, 2015) y Darth Vader (2015). Le gusta bailar.
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