Juan Marsé: la verdad imaginada
El reciente lanzamiento de ‘Colección particular’, que reúne gran parte de su narrativa breve, da pie a una reflexión sobre la obra de un autor que, quizás porque parece haber estado siempre allí, “tiene muchos más lectores fieles que críticos atentos”
Marc García. 3/05/2017
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Son palabras de Francisco Casavella en la última entrevista que concedió, publicada póstumamente: “Marsé no es realismo para mí, y yo tampoco”. Palabras exactas: si Casavella construía su novela más ambiciosa en torno a una figura legendaria, la del Watusi, cuya existencia acababa revelándose estrictamente circunscrita al territorio del mito, del rumor, el chisme o la habladuría, la obra de Juan Marsé dejó atrás muy pronto la mera pretensión de abordar frontalmente la realidad de acuerdo con los mandamientos del objetivismo para volver, una y otra vez, a problematizarla y a confrontarla con los relatos que inventamos para reescribirla, impugnarla, amplificarla o volverla habitable: relatos que, como el del Watusi, acaban mostrando su trastienda de mediocridad, pequeñez y fracaso.
Y, sin embargo, hay en Juan Marsé diversos factores que llevan a perpetuar una lectura realista de su obra: una aproximación un tanto perezosa, que se ha ido transmitiendo de forma automática. Es ilustrativo el dato que ofrece Ana Rodríguez Fischer en su introducción a Ronda Marsé, el volumen de reseñas sobre los textos del narrador catalán que compiló para la editorial Candaya: mientras preparaba la antología, reparó en que, entre los críticos que se habían dedicado con especial interés a la literatura española, había varios que nunca habían escrito sobre Marsé pese a haberlo seguido con admiración perenne, circunstancia que se repetía entre algunos de sus colegas escritores. “Parece ser un hecho bastante generalizado éste de no haber escrito sobre la obra de Marsé en relación proporcional a la frecuencia con que nos acompaña su lectura”, constata Fischer, dibujando el perfil de “un escritor que tiene muchos más lectores fieles que críticos atentos”. La producción de Marsé parece sacudirse de encima la necesidad del análisis: su naturaleza esencialmente narrativa, su cultivo militante del viejo arte de contar historias, aliados a sus filias populares y potenciados por el perfil público de un escritor que siempre ha procurado desmarcarse de la intelectualidad hasta el extremo de considerarla una influencia tóxica para la novela, propician una lectura inmediata –más pendiente de la fruición que del discernimiento– de libros que, como el relato de Nandu Forcat en El embrujo de Shanghai, acaso parezcan no ir dirigidos “a la mente, sino al corazón”. Todas esas características, junto con su compromiso con la memoria y el pasado, presidido por una toma de postura evidente (si bien alérgica a ortodoxias: véase al respecto, en Esa puta tan distinguida, el disolvente retrato de un Héctor Roldán tras el que es fácil reconocer a Juan Antonio Bardem; o la indignada declaración: “¡Pero qué me dice! Jamás escribiré una novela sobre la crisis de las estructuras sociales. ¡¿Por quién me toma usted?!”), parecen determinar su inserción en un realismo que en muchas ocasiones se entiende, erróneamente, como una suerte de «grado cero» de la técnica o del estilo, como si el reflejo “objetivista” de la “realidad”, sean lo que sean esas dos cosas, no fuera resultado de una operación retórica en la misma medida en que lo es su deformación experimental.
Pero ocurre que la realidad, en Marsé, es objeto de una construcción libre, impulsada por necesidades estrictamente imaginativas; empezando por la realidad circundante, ambiental: por el espacio. Lejos de limitarse a retratar la ciudad con la mayor fidelidad posible, con visos de crónica o de documento, Marsé ha amalgamado un «barrio mental» a partir de aquellos en los que vivió o por los que se movió en su infancia, yuxtaponiendo calles o enclaves a su antojo, de acuerdo con su propósito, y retratándolo con una fisicidad vividísima, muy sensorial y tangible, llena de sonidos y de aromas, formalizada mediante trazos nostálgicos, líricos: un estilo cuya naturalidad engañosa oculta, borrando sus trazos, capas y capas de correcciones (la parte de la escritura que nuestro autor prefiere). Todo ello le ha permitido configurar un ecosistema narrativo propio, análogo al que constituye su obra entera: una trama compleja llena de recurrencias, conexiones y reescrituras, más atenta a sus dinámicas internas que a ninguna servidumbre secundaria. Un vistazo a Colección particular (Lumen), el volumen recién publicado en que se reúne la mayor parte de su narrativa breve, avala esta idea. En el relato titulado ‘Historias de detectives’, que prolonga el hallazgo de las aventis de Si te dicen que caí, unos niños que juegan a los detectives siguen a una mujer, entregándose a especulaciones improbables sobre sus circunstancias que un giro trágico de los hechos parece confirmar; especulaciones que el propio Marsé retomará en Esa puta tan distinguida, su última novela, que también prolonga algunos motivos de otro de sus relatos, ‘Los fantasmas del Roxy’; especulaciones que, como en su formulación original, quedan aquí abiertas, confinadas al dominio de la rumorología. ‘Parabellum’, por su parte, es un primer borrador de La muchacha de las bragas de oro (novela que, por demás, Carlos Barral consideraba escrita siguiendo la lógica del cuento); mientras que la serie de viñetas que constituye la pieza que da título al volumen, ‘Colección particular’, anticipa La promesa de Shanghai y ofrece unas primeras aproximaciones, aquí más lúdicas, a la incursión autobiográfica que Marsé ensayaría en algunas secciones de Caligrafía de los sueños y que, con la jocunda, adictiva y veloz Esa puta tan distinguida, llevó hasta las puertas mismas de la hoy tan omnipresente autoficción, teñida en ese caso de guiños internos (a la propia Caligrafía de los sueños, por cierto) y de notas de inequívoco roman à clef.
La obra de Marsé ofrece una variedad de recursos que complican su lectura en una única clave, y que en Colección particular se despliegan con una libertad particularmente jovial (que, cabe admitir, no siempre garantiza los mejores resultados): véase los fragmentos en forma de guión de ‘Los fantasmas del Roxy’, el humor surrealista e incorrecto de ‘La liga roja en el muslo moreno’ (cuyo final inhabilita, de nuevo, una interpretación realista, convirtiendo el texto en una ensoñación ambigua) o ‘Parabellum’ y ‘Noticias felices en aviones de papel’, que se cierran abocándose a un terreno netamente fabuloso en el que la especie de ucronía de ‘El pacto’ y el fantástico primigenio de ‘El caso del escritor desleído’ se instalan desde el principio por entero, a mayor gloria de una sátira política y literaria desatada y vehemente, de trazo algo grueso, a la que Marsé es particularmente afecto: sirvan La muchacha de las bragas de oro, El amante bilingüe o su ya citada última entrega como ejemplo. Y es que Marsé ha cultivado el experimentalismo con éxito (Si te dicen que caí), ha elegido como narradores a figuras improbables y osadas (lo era un feto en Rabos de lagartija, mucho antes de que Ian McEwan hiciera lo propio en Cáscara de nuez) y ha barnizado más de uno de sus títulos con aires de género (el de espías y aventuras exóticas, el negro), que sirven como filtro codificador de lo real y tributo al imaginario cinematográfico en el que tan frecuentemente abreva.
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“Cuando pretendes ser testimonial no resultas verosímil, no te creo, y cuando inventas descaradamente, digamos cuando mientes sin red, consigues reflejar la verdad”.
La muchacha de las bragas de oro
“Forcat siguió un rato atento a las torpezas de mi lápiz y me vio torturar una y otra vez la colcha celeste, un poco descolgada del lecho porque me parecía lograr así un efecto estético; pero se me resistían los pliegues, que yo pretendía tercamente copiar del natural. Y de pronto su mano me arrebató el lápiz y, con rapidísimos trazos y una soltura asombrosa, hizo surgir ante mis ojos unos pliegues largos y magníficos que tenían poco que ver con el original, pero que le otorgaban al cubrecama del dibujo una grávida elegancia y una textura tan real que yo nunca habría imaginado”.
El embrujo de Shanghái
“Lo inventado puede tener más solvencia y peso que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia más posibilidades de pervivencia frente al olvido [...] Yo puedo hacer que haya una playa donde yo quiero que haya una playa”.
Caligrafía de los sueños
“En mis ficciones, la vivencia real se somete a la imaginación, que es más racional y creíble. En la parte inventada está mi autobiografía más veraz”.
Esa puta tan distinguida
Las cuatro citas anteriores son elocuentes al respecto: un close reading de casi cualquier novela de Marsé permite entresacar fragmentos que acotan un ámbito común de preocupaciones, y que pueden leerse como algo parecido a una poética; una que apuesta por la autonomía de la narrativa, que autoriza a someter lo factual a transformaciones de toda clase, que legitima el desvío de lo verificable si ello contribuye a aproximarse a lo verosímil, única responsabilidad del escritor (de un escritor que, como más tarde afirmaría Casavella, reforzando una idea de herencia y de linaje, considera que “la vida real es un sustitutivo de lo que tú inventas. A veces es más real, más vigente, más importante lo que tú inventas que la realidad”).
En más de una novela de Marsé se postulan las ficciones como “correctivos de la realidad”, que tienen propósitos distintos: hay algunas, como las aventis que se inventan los niños, o las películas que ven en el cine, que ensanchan el mundo, lo dotan de misterio y épica y atractivo, ayudan a disolver la asfixiante bruma de precariedad y represión en que se ven forzados a desenvolverse. Pero también los adultos cuentan aventis: a veces cuentan misteriosos cuentos de espías a los niños, para llenar el vacío que dejó un padre al irse y mantener limpia su memoria (El embrujo de Shanghai); a veces hablan y conjeturan y suponen, y urden historias de militantes legendarios que regresarán para vengarse (Un día volveré), o de amantes pendientes de una última carta que vendrá a explicarlo todo (Caligrafía de los sueños): historias que, sin excepción, acaban destapando trasfondos inesperados, de resignado agotamiento o de sordidez obsesiva. Y a veces los adultos escriben esas aventis, para que, al hacerlo, se las crean los demás y quizá incluso ellos mismos; no quieren “reflejar la vida, sino rectificarla” para recordar más al «hombre que hubiese querido ser que al que he sido». Para impugnar su vergonzante pasado falangista, lo hace Luys Forest en La muchacha de las bragas de oro, novela llena de espejismos (empezando por un título que alude a una prenda que se revela inexistente y siguiendo por un amante varón siempre visto entre sombras que termina resultando ser mujer) que horadan la superficie confortable de la realidad, materia equívoca y mutable que la ficción termina invadiendo en uno de los finales más audaces de Marsé. Y otras veces son otros para volver a ser los hombres que eran, para reintegrarse a la vida de la que se los había desplazado, y para ello no cuentan aventis, sino que las viven: las vive en El amante bilingüe Juan Marés, que ya asomaba en varios textos de Teniente Bravo, ese volumen-semillero, y que, para reconquistar a su esposa, se convierte en Faneca, un doble chusco del Pijoaparte (aquel que intentó ser otro, escapar de su clase, para acabar siendo el que había sido siempre, enfrentado al destino que le esperaba), identidad que acabará voluntariamente asumiendo. Que todas estas máscaras y relatos acaben resquebrajados y rotos es testimonio del fatalismo que impera en la producción marseniana, donde, junto al quiebro desmitificador, abunda la irresolución anticlimática de la expectativa que los sostiene y alienta: la identificación del violador muerto de Ronda del Guinardó resulta negativa, el teniente Bravo no logra saltar el potro en el cuento que lleva su nombre, no hay explicación para el arranque homicida de Fermín Sicart en Esa puta tan distinguida. Un doble correctivo a los correctivos, pues, pero, diccionario en mano, uno que «castiga» y no uno que “corrige”, “que atenúa o subsana»: uno que demuele esos “pequeños malentendidos con la realidad” con los que –como dice Pessoa en el epígrafe a ‘Historias de detectives’– “construimos las creencias y las esperanzas”, y sobre los que ha levantado Marsé, con idénticas dosis de tristeza y de afecto, un edificio narrativo entero.
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Marc García (Barcelona, 1986). Licenciado en Humanidades (UPF) y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (UB). Ha colaborado en medios como Quimera, Qué Leer, numerocero, Revista de Letras o Blisstopic. Trabaja como editor de mesa, y es también corrector, redactor, traductor y lector editorial.
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