Narrativa catalana: lo crudo y lo fresco
El momento disperso y prolífico que vive la narrativa catalana actual tiene algunas líneas maestras. Más allá de lo generacional, que siempre aparece, se intenta llamar la atención sobre gestos que se repiten, para bien o para mal
Abel Cutillas 10/05/2017
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La literatura catalana, que es la que se escribe en catalán en cualquier parte del mundo, vive un momento de expansión interna. Puede intuirse en este momento alguna concentración de ideas y de intenciones, unos caracteres fijos y algunas sorpresas agradables. En la fotografía movida que vamos a realizar, que pecará de efímera y actualista, colocaremos lo joven y lo nuevo en primer plano, los niños delante y los viejos detrás, como suele hacerse, buscando un poco de profundidad en la imagen, una ligera perspectiva.
Hace un par de años, quizá cinco o siete ya, coincidieron en la palestra literaria unos cuantos libros de treintañeros catalanes con un mínimo denominador común: el territorio, es decir, la no Barcelona. Dio la nota la primera novela de Marta Rojals, Primavera, estiu, etcètera (La Magrana, 2011). Se trataba de una novela de retorno: chica que visita el pueblo en la zona del Ebro al cabo de unos años de vivir en la ciudad. Joan-Lluís Lluís ya había realizado un juego parecido con su maravilloso El dia de l’ós (La Magrana, 2004), con Prats de Molló como paisaje y un poso distinto, más grave. El punto particular de la novela de Rojals era la localización del relato, el pueblo visitado, en un trozo del mapa que el lector y el no lector catalán básicamente desconocían, las “terres de l’Ebre”, las tierras de un río. A esa novela, de éxito fulminante, se le añadió un libro de cuentos de Joan Todó, A butxacades (La Breu, 2011), vecino de la zona, y en dos días ya tuvimos catalogada una nueva literatura ebrenca. Pero ese síntoma no era un delta, un desagüe; al contrario, el síntoma era una fuente, la corriente empezó a subir río arriba, a remontar, y ayudó a modificar el curso natural de las aguas —el descendiente, se entiende.
El punto particular de la novela de Rojals era la localización del relato, el pueblo visitado, en un trozo del mapa que el lector y el no lector catalán básicamente desconocían, las “terres de l’Ebre”
Asistimos a un proceso de descubrimiento literario del territorio. Rojals supuso un inicio, gracias al favor del público, pero otros habían aparecido antes; evidentemente, siempre se ha escrito sobre el país, pero este empeño nunca había ocupado el canal central así. A Rojals la había antecedido uno de los escritores más consolidados de nuestra narrativa actual, pese a su irregularidad: Francesc Serés, escritor de Saidí, en la franja de Aragón, que abrió fuego con una trilogía, De fems i de marbres (Quaderns Crema, 2003), continuó con los relatos de La força de la gravetat (Quaderns Crema, 2006), hasta llegar a un libro de reportajes titulado significativamente La matèria primera (Empúries, 2007). Parémonos un momento, salgamos del río, porque aquí aparece una señal, en el indicativo título del libro de Serés.
Existe –lanzo la hipótesis– un conjunto de escritores al que podríamos dar un nombre. El adjetivo de Serés da una pista. En su Matèria primera elabora un reportaje sobre el eslabón más elemental de la sociedad productiva, sobre los peores trabajos del mundo y sobre zonas a las que nadie presta demasiada atención. La materia prima del libro no es el hierro o la madera y la piedra, son aquellos que la manipulan, hombres y mujeres, con sus huesos y sus carnes. Lo primero cuenta, lo primero se repite.
Cuando el encargo de fotografiar su porción de tierra, la Sénia, recayó sobre Joan Todó, elaboró un libro muy rico y lo tituló L’horitzó primer (L’Avenç, 2013). El adjetivo reincide. La capacidad para acercarnos el horizonte de Todó, la descripción de las pequeñas insidias de la vida rural, el valor de los elementos fundamentales del lugar y un cerebro lúcido aplicado sobre una sociedad descosida conforman el libro. Lo básico, el material, lo cercano, el horizonte, lo primero de lo primero.
Serés repitió fórmula con La pell de la frontera (Quaderns Crema, 2014), retrato de la vida y miserias de los africanos que sobreviven en los campos y las granjas y chabolas situados en la franja de Aragón y la zona de Lérida. El libro es testimonio y prueba a la vez. No permite que el ojo se cierre cuando ya ha entrado en contacto con esas imágenes. Porque el territorio es esto, no hay piscina, ni siquiera vacía.
Se puede entrever que el propósito último de estos autores, se apliquen a la crónica, la novela o el relato, consiste no tanto en rescatar como en mostrar. No tiene un componente historicista ni nostálgico, sino verista y crudamente actual. Su labor se centra no solo en no dejar que esa fotografía se pierda, sino en que no sea el otro el que la haga. Es una escuela que se apropia de la tierra y de su historia, y no permite contemplaciones ni ensoñaciones. El valenciano Joanjo Garcia, en El temps és mentida (Bromera, 2016), explica la fórmula: “recrear el petit univers que era el poble on passava els estius i abordar la narració des de l’espai i no des del temps”. En eso estamos.
El inicio del siglo XXI catalán viene marcado por la aportación de esta narrativa de descubrimiento y de reconocimiento, en la que un escritor educado en democracia y conectado con la tradición literaria ofrece a sus conciudadanos una muestra del trozo de tierra sobre el que pisan y sobre el que nadie les había hablado realmente. Alguien levanta el pie y se mira la suela del zapato. Es una literatura que revaloriza y denuncia al mismo tiempo, una literatura antibucólica, ligeramente resentida, con los propios más que con los extraños, donde las problemáticas contemporáneas entroncan con las del pasado. Rojals y, río arriba, Serés y, antes que, él Mercè Ibarz con La terra retirada (Quaderns Crema, 1994) y, antes que todos y por encima de todos, Jesús Moncada, el gran escritor de Mequinensa.
Es una literatura que revaloriza y denuncia al mismo tiempo, una literatura antibucólica, ligeramente resentida, con los propios más que con los extraños
Pero también en coordenadas más clásicas, como las trilladas tierras del Empordà, con las fábulas realistas, un poco oscuras, de Toni Sala, autor de Els nois (L’Altra, 2014). Sala dibuja un Empordà que también tiene burdeles y carreteras –o sobre todo. En un punto cercano del mapa, Adrià Pujol, con ya algunos libros, prosigue en el necesario ejercicio de desmitificación de la comarca. La Guia sentimental de l’empordanet (Pòrtic, 2016), en mi opinión su mejor libro, es otro encargo significativo. Todo tiene su origen remoto en el Viaje en autobús (1942), de Josep Pla, ya lo sabemos.
El público aprecia esta nueva lectura del país, sin postales, sin filtros en las cámaras, con inteligencia literaria. Los autores sacan en estas aproximaciones algunos de sus mejores recursos. Compárese el peso literario de L'horitzó primer de Todó y la poca sustancia de su último libro de cuentos, Lladres (La Breu, 2016) o cómo en Pujol el intento de un ejercicio parecido sobre la ciudad en Picadura de Barcelona (Sidillà, 2014) da resultados mucho más pobres.
Los espacios narrativos se multiplican. En la montaña, Pep Coll; en los pueblos aglomerados de la costa y también en las islas, soltemos ya el nombre de Guillem Frontera, que retrata con talento el pudridero político de Mallorca en Sicília sense morts (Club Editor, 2015); o en el interior, en la plana central, y pienso ahora en la maravillosa novela de Jordi Lara Una màquina d’espavilar ocells de nit (Edicions de 1984, 2008), donde la lengua –perfecta–, el mundo que presenta –el de la cobla y la música tradicional–, el argumento y la trama encajan deliciosamente y permiten –de nuevo el mismo reincidente síntoma– descubrir al lector aquello que siempre ha tenido delante del ojo pero que no había captado hasta ahora. Seguramente no hay figura que los catalanes hayamos visto aparecer más en nuestras fiestas que los músicos de cobla. Señores elegantes, con estrambóticos instrumentos de sonidos conocidos que, según se ve, también tienen una vida. Sería un ejemplo de dónde ha puesto la voz el escritor reciente.
A pesar del valor y la importancia que tal ejercicio “retratista” está teniendo en la literatura catalana, los peligros saltan a la vista. No es posible elevar una literatura con este único recurso: las casas no se hacen solo con cemento. Podremos cartografiar, sí, podremos fundamentar un basamento sobre el que edificar más altas torres, sí, pero la narrativa no puede quedar reducida al masticado de primeras materias o de horizontes cercanos.
No es posible elevar una literatura con este único recurso: las casas no se hacen solo con cemento
La emergencia del territorio por encima del gris ciudad indica una riqueza, pero a la vez un vacío. A lo largo y ancho del territorio florecen sus cronistas, y aparece así, por omisión, una gran mancha en el mapa: Barcelona. ¿Por qué no se produce un fenómeno similar localizado en nuestra preciosa verruga urbana? No hace falta pensar demasiado para darse cuenta que los componentes de las narraciones territoriales son mucho más jugosos, más interesantes y absolutamente más espectaculares aquí, en Barcelona. ¿Alguien quiere hablar de desolación, de paisajes perdidos, de personajes hundidos, de sueños pálidos y rostros gastados? Pasen un día por mi ciudad, pañuelo en mano. Y no me refiero al extrarradio, el espacio más sobrerrepresentado del mundo contemporáneo, sino al centro ciudad, a las suciedades del Eixample o las limpiezas del Raval, a mucho más, claro. Sin embargo, el silencio literario barcelonés sigue ahí. Barcelona ha perdido los ojos; sus escritores en lengua catalana se han olvidado de mirar la ciudad, de mirarla descaradamente, y solo tienen palabras para sí mismos y sus cosas. Cuando la lente se traslada al espacio urbano la terribilitá desaparece, y todo deviene frívolo, previsible y convencional.
Existe una literatura localizada en la ciudad, sí, claro. En mi opinión la menos interesante del momento. Es una literatura no conflictiva, a diferencia de la territorial, muy actualista, estacional. La ciudad sigue condenada al costumbrismo. Quizá sea el miedo al cuarto de las ratas o quizá sea que esas manos no están hechas para abrir puertas que llevan demasiado tiempo cerradas. Espacios reconocibles, situaciones reiteradas, caras familiares, historias cotidianizables, locales habituales, relaciones de pareja, viajes, etcétera: esos son sus argumentos de validación. Novelas de género edificadas sobre parámetros. El lector pasa rápido sobre sus superficies, que no impregnan. Esta historia, aunque también sea la historia del momento, tampoco es nueva. Lolita Bosch, primero con Qui vam ser (Empúries, 2006), un libro aplaudido en su momento, y después La família del meu pare (Empúries, 2008), transitó por esta vía, en mi opinión con mucho jugo en el primer libro y no tanto en el segundo. El supuesto proceso de actualización de la literatura catalana ha pasado un poco por repetir lo que producen en otras partes, con tintas locales, y en insistir e insistir en el calaix de sastre de la autoficción, ese feto.
Pero también hay posiciones excéntricas, alejadas de lo normativo e inmediato, estimuladas por la pequeña industria. Editoriales como Les Males Herbes se proponen desde hace un tiempo superar el costumbrismo, el realismo estrecho y el concubinato de la literatura con la prensa del día abriendo las puertas a –entre otras cosas– la ciencia ficción, el ilusionismo, las gamberradas y los estados alterados de la conciencia. No son los únicos, pero han abierto una veta. Aquí el cultivo ha dado su fruto más valioso hasta el momento con la última novela de Max Besora, Aventures i desventures de l’insòlit i admirable Joan Orpí (Les Males Herbes, 2017). Novela con tres o cuatro pliegues y un cuerpo principal que nos remite a Rabelais. El escritor se da permiso no solo para inventarse una historia y unos personajes riquísimos, sino también toda una lengua y casi un género. El libro, que a primera vista solo parece divertido, acaba siendo una prueba de lo que pueden llegar a hacer una mano cuando va suelta y un cerebro cuando funciona con entusiasmo. La broma es muy seria.
Editoriales como Les Males Herbes se proponen desde hace un tiempo superar el costumbrismo, el realismo estrecho y el concubinato de la literatura con la prensa del día abriendo las puertas a la ciencia ficción o el ilusionismo
Destacaré también otros tres centauros que parece que viajan solos. En primer lugar –no puedo esperar más– es necesario poner sobre la tablet a un escritor potentísimo: Jordi Cussà. Su caso es escandaloso y significativo. Te hace perder la fe en la cultura del país y a la vez recuperarla. Sus dos novelas principales, Cavalls salvatges (Columna, 2000; reedición en L’Albí, 2016) y Formentera lady (La Breu, 2015), centradas en el mundo de la droga y sus supervivientes, o no, son dos libros imprescindibles. Talento, honestidad, fuerza y vida. Lo tienen todo. Cavalls salvatges tiene casi veinte años y ya rompe con todas las debilidades de una literatura domesticada.
Otros autores van también por ese camino: una obra propia, incapaz de censurarse, que empieza a tener un público, como demuestra el reconocimiento inmediato de la novela de Carles Rebassa Eren ells (Angle, 2016). Una novela sobre la opresión, la marginalidad y las adolescencias imposibles de unos personajes que son, en todo momento, culpables. Una prosa magnífica, verdades directas y la intención de no escamotear ninguna dureza. Bebe de una gran fuente, Blai Bonet, como si la novela opresiva fuese una especialidad mallorquina; y también de Bauçà, que supo situar la opresión periférica en un centro de irradiación, el Ensanche de Barcelona, multiplicando su potencia por mil, desbrozando un espacio que la infantería aún no se ha decidido a ocupar. Ya lo hemos dicho, en Barcelona están más por sus cositas.
En tercer lugar, en otras coordenadas, como producto y mezcla entre autoficción literaria e investigación artística, aparece uno de los libros más interesantes del curso, Germà de gel (L’Altra, 2016), de Alicia Kopf, una autora con particularidades. En un momento reciente tuve la ácida sensación, que no ha desaparecido, de que algunos de los productos más sabrosos de la literatura catalana actual los ofrecen los especímenes que provienen de otras trayectorias, gente desviada, gente que no se ha cultivado en el jardín estrecho de las letras y la vocación literaria. Kopf es una escritora anclada en el mundo del arte, o al revés. Su libro, premiado, multiplicado, traducido, recomendado y celebrado por los lectores, tiene el origen en un proyecto expositivo sobre aventureros polares. Usa la excusa metáfora del hielo para poner sobre la mesa unos cuantos cables del sistema de la vida que no conectan bien. A pesar de algunos restos no bien reciclados de la investigación artística y de poses literarias, como la promesa inicial de construir el relato sobre siete narradoras, cuando de hecho la narradora es absolutamente unívoca, de las más unívocas que veo, y de ahí su valía. A pesar de estos errores inducidos por el sarampión vilamatiano, qué le vamos a hacer, en el libro se plasma la inteligencia de la autora: sitúa perfectamente la voz y explica con talento su periplo, el de los locos y locas del hielo, el estar y el ser del hermano frío y el descubrimiento de la calidez en los polos. Un libro lleno que enseña las virtudes de esta veta, del situar la propia vida sobre el personaje de una novela y mostrar luces y sombras con ella.
Podríamos dar otros nombres, señalar otras señales, pero parece suficiente ya para simplemente decir que el cuerpo narrativo catalán crece, se extiende, se reconoce y anima los ojos y las mentes de sus lectores. Los autores trabajan, los editores apuestan, el público se muestra atento, la crítica se va situando. Es tan evidente que la lengua de estos escritores está bien hecha, que no hace falta ni mencionarlo aquí. Todo parece incipiente, como siempre, pero apunta a vivo, fresco e interesante. Quizá quepa entrever algunas debilidades en la proximidad entre los libros y sus autores, en ser la mayoría libros demasiado cercanos a la experiencia vital de sus propietarios. Eso no es malo, lo malo aparece si solo existe eso. Por decirlo de otra manera, tenemos mucho relato personal entre manos, de Kopf a Cussà, cimientos básicos, nos falta quizá que se empiece a dar notas altas con más novelas de lejanía, no geográfica sino mental, la novela de Joan Benesiu Gegants de gel (Edicions del Periscopi, 2015) sería un buen ejemplo, la de Besora, con otras virtudes, también. El mil-hojas debe crecer en todas sus capas, no solamente en los sedimentos. Y alguien debería empezar a enfrentarse a la ciudad, a ver si los fantasmas despiertan y vienen a visitarnos.
Abel Cutillas (Vinaixa, 1976) es licenciado en Historia y doctor en Filosofía. Ha publicado Pensar l'art: Kant, Nietzsche, Tàpies, Bauçà (2006), Viure mata: aforismes (2006), La mort de Miquel Bauçà (2009), Per una literatura capitalista (2009), Desànim de lucre: crítica de la ideologia cultural (2016), Informe de lectura: inicis de la Llibreria Calders (con Isabel Sucunza, 2017). Actualmente es copropietario de la Llibreria Calders de Barcelona.
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Abel Cutillas
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