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Ryan Gosling, en una imagen de archivo.
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Hasta el parque de atracciones cierra a veces. Hoy es uno de esos días, por ejemplo. Aunque ha habido algunos más. Muchos más, de hecho, desde ese septiembre de 2015, un final de verano en el que inicié un peregrinaje por el Hospital Universitario de Getafe. Primero con mi padre, al que visitó un cáncer incurable que al menos le dejó cumplir los 85 años en enero de 2017. No pudo verme cumplir los 41.
Apenas acabo de empezar el siguiente Mortirolo con mi madre, aquejada de la misma enfermedad y también incurable. Después de 60 años juntos con un amor inquebrantable desde aquella tarde en la que se conocieron yendo a misa, hasta en esto se pusieron de acuerdo. Maldita coincidencia.
Se habrán escrito mil tratados, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor dosis lacrimógena, acerca de la figura del cuidador. Cuando Ryan Gosling ganó su Globo de Oro como mejor actor por La La Land se lo dedicó a su mujer Eva Mendes, que cuidó a su hermano enfermo hasta el final de sus días, embarazada y con una hija menor de tres años. Esa dedicatoria me pilló, cómo no, en el hospital, haciendo frente al olor a desinfectante con un neceser del tamaño de Ohio, lleno de aceites, cremas y perfumes. Aún recuerdo salir en pijama al pasillo para llorar y reconocerme en esas palabras.
Cuidar es, perdonen la obviedad, agotador. Y cuidar a un enfermo es devastador. Arrolla tu vida y la de los tuyos
Cuidar es, perdonen la obviedad, agotador. Y cuidar a un enfermo es devastador. Arrolla tu vida y la de los tuyos. Te cambia el ritmo, te quita y te pone la risa a su antojo. Te saca lo mejor y lo peor. A mí me hizo convertirme prácticamente en la cabeza de una familia en la que siempre fui la más pequeña. Me lo eché a las espaldas, me dejé las pestañas y me construí una coraza que mantengo sin ser yo nada de eso, más bien llorona los días pares e impares, cuando surge. Y cuando me volvieron a salir las pestañas he vuelto a la carretera de Toledo, en el cruce de Getafe con Leganés, a un hospital que el año pasado cumplió las bodas de plata y que sigue teniendo unas paredes de color lila que me siguen pareciendo poco afortunadas.
En la sala de espera de urgencias me he leído libros, he escrito algún que otro artículo, he visto programas de Ana Rosa y también me he abrazado a mi compañero de asiento (perfecto desconocido), cuando el Atlético de Madrid ganó la semifinal de la Champions al Bayern de Múnich con gol de Saúl. Ya sé lo que es un box, un catéter doble jota y una encefalopatía. También sé que el pollo asado que traen a los pacientes no tiene nada que envidiar al mío. Sé que a una de las enfermeras de la tercera planta la dejaron plantada una noche en la que su marido se fue a por tabaco y decidió dejarla al cuidado de dos hijos. También sé que hay una que practica deporte y que escuchaba atenta a mi padre mientras éste le contaba sus batallitas después de 30 años jugando al tenis. No se me olvida que la doctora que me dijo que lo de mi padre era cuestión de horas tiene Caballero de segundo apellido.
Cuando los enfermos se te solapan, pasa como con la maternidad, que con el segundo estás menos expuesto a sustos. El neceser sigue teniendo un tamaño considerable y estoy a un ingreso de poner incienso y practicar cualquier tipo de ritual que haga más agradables los días y las noches. La crema hidratante es tan imprescindible como el gotero, el sillón para los acompañantes se parece a un instrumento de tortura medieval y, con la sonrisa adecuada, te ganas a los celadores cuando no tienes fuerzas para llevar a los tuyos al baño. Te sorprenden miembros de la familia que deciden juntar sus pestañas con las tuyas y te hacen llevaderas las decepciones, que haberlas, cual meigas, haylas.
Las horas te convierten en escuchador profesional. Las horas extra sin pagar, la falta de personal, los problemas con los turnos, las ojeras que nos democratizan a personal sanitario, pacientes y acompañantes. Y entonces te das cuenta de lo importante que es el afecto pero también pagar impuestos para que a los que les toca prestarte el hombro sin conocerte (benditas sean las unidades de paliativos) les llegue una recompensa a final de mes. Te sientes Wonder Woman a ratos (los menos) y tremendamente vulnerable muchos otros. Te das cuenta de lo que pesa la vida y lo importante que son las personas que te la hacen ligera. Una enfermera, un amigo, un hijo y un perfecto desconocido. Mientras, y hasta la próxima visita, seguiremos aguantando. Hasta que vuelva a abrir el parque de atracciones. Volveremos.
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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