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A comienzos de este mes, un artículo incendió las redes y algún que otro informativo de televisión. No era para menos: un texto publicado en Mariñán, una publicación editada por la Asociación de Empresarios de Sada (A Coruña), asimilaba la homosexualidad al incesto y definía como “estrógenos con patas” a algunos participantes en la Gay Pride, entre otros ultrajes que no viene a cuento propagar. El autor, al que tampoco es necesario hacerle propaganda, es un treintañero con aspecto de haber heredado la forma de vestir de su padre y los prejuicios de (la época de) sus abuelos. El mozo no puede acogerse a circunstancias atenuantes como el analfabetismo o tener alterada la percepción de la realidad desde la infancia o adolescencia: es abogado de profesión y secretario de la sociedad empresarial. Tampoco a la de arrepentimiento: en la tele, encantado de conocerse, negaba ser homófobo y tanto él como el presidente de la asociación –que era el que actuaba como responsable de la publicación— se acogían a la libertad de expresión y la promoción del sano debate social. Es más, podría existir el agravante de multirreincidencia: Mariñán lleva tiempo disparando ese mismo tipo de munición contra todo lo que se mueve en el ámbito del gobierno local, una coalición de En Marea, PSOE y BNG.
Las redes sociales y los informativos de TV son materiales altamente inflamables, y hace nada una pequeña chispa bastó para que se pusieron al borde de la incandescencia: la petición a los transportes públicos de Madrid de que acometan una campaña contra el manspreading o espatarre masculino, y la reacción –nunca mejor dicho-- que generó la propuesta y su aceptación por parte del ayuntamiento. Lo mismo que la medida de hacer inclusiva la señalética de los semáforos, incluyendo parejas del mismo género como indicativo de pase/pare. Toda acción dirigida a desterrar las faltas de educación y de respeto en ambientes públicos es aplaudible, máxime si tienen connotaciones machistas. Lo mismo que toda medida tendente a visibilizar y normalizar cualquier tipo de identidad sexual. Desafortunadamente, la mala educación, igual que el mal gusto o el relativo sentido del humor, no pueden ser objeto de prohibición. No es que no se deban prohibir, sino que no es posible hacerlo, salvo conductas flagrantes, que ya están tipificadas y con un porcentaje de sanciones tendente a cero. Así que no queda otra que indignarse, a favor o en contra.
El problema de la indignación es que, por una parte, es una señal de que estamos vivos, nosotros y nuestros principios (“cuando deje de indignarme, habrá comenzado mi vejez”, escribió André Gide), pero, por otra, no deja de ser una especie de ignición emocional, que consume bastantes energías. Hay gente equipada de serie con enormes depósitos de indignación, capaces de alimentar la protesta contra múltiples injusticias, de las grandes a las más difíciles de percibir. Pero de la misma forma que hay que tener cuidado con la tristeza, como advertía Flaubert, porque produce vicio, el exceso de indignación produce úlceras en el organismo propio y callosidades en la sensibilidad de la sociedad. Quizá sería conveniente administrar las reservas y dirigirlas a la Ley Mordaza que un gobierno en minoría se permite el lujo de mantener en vigor, en todas las acepciones de la palabra. O al nuevo naufragio que ha sufrido la banca más sólida de Europa, miles de millones de euros que se han hundido con el Banco Popular sin que sepamos si ha sido por explosión en la sala de máquinas, iceberg o negligencia del capitán (aunque en esta ocasión el desastre se supone que lo pagarán sus propietarios, grandes o muy pequeños, y no el conjunto de la ciudadanía).
O quizá mejor que indignarse sea levantar la vista de las pantallas y actuar. Mientras las redes y los informativos del país ardían con las opiniones de un mastuerzo vertidas en una publicación calificable como libelo semiclandestino (vivo a 10 kilómetros de Sada y no había visto Mariñán en mi vida, ni oído hablar de él), los empresarios integrados en la asociación empezaron a darse de baja, y medio millar de vecinos se concentró en señal de rechazo. Al día siguiente, el presidente/editor y el secretario/articulista presentaron la dimisión. Quizá lo que haya que hacer sea hacer.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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