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Rafael Canogar: “La sociedad de ahora no me inspira nada”

Belén Quejigo 21/06/2017

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Rafael Canogar es uno de los grandes representantes vivos de la pintura española. Nacido en Toledo en 1935, comenzó a introducirse en el arte a los 14 años con el maestro Vázquez Díaz, quien le enseñó un oficio que hoy casi no se enseña: la pintura. "Parece --dice Canogar-- que ahora sólo gustan cosas que se muevan o que se enciendan o que se adapten”.

Algunos años después,  y mientras aprendía el oficio junto con Luis Feito, Antonio Saura, Millares y Pablo Serrano, fundó en 1957 el grupo de arte no figurativo o informalista “El Paso”, reinventando el espacio pictórico con una pintura libre en un país que no lo era, y que  llevó la pintura, olvidada en España –durante la época franquista no hubo el mínimo gesto de reconocimiento-, alrededor de todo el mundo, estableciendo su escuela en la ciudad de Cuenca donde se estableció, gracias al mecenazgo de Fernando Zóbel, el Museo de Arte Abstracto.

En la obra de Rafael Canogar podemos observar distintas etapas del mismo modo que dentro de la vida de una persona pueden narrarse distintos relatos. Su biografía y su pintura –como no podía ser de otro modo- se encuentran íntimamente relacionadas, no sólo por la vivencia personal sino también por la circunstancia histórica.

Hasta el 22 de julio, el Centro de Arte Tomás y Valiente de Fuenlabrada ofrece la oportunidad de recorrer la exposición “AYER HOY”, una retrospectiva sobre la obra de Canogar, con obra del pasado pero, sobre todo, del presente. El pintor sigue interesado en dar respuesta a las preguntas que le hace la pintura, razón por la cual no dejará de trabajar “hasta que muera”.

¿Hay muchos Canogares?

Llevo muchos años pintando, empecé muy pronto y he realizado más de doscientas exposiciones individuales, miles de colectivas, varias retrospectivas… He vivido un periodo de anormalidad que los jóvenes no han vivido. He trabajado bajo una dictadura y eso implica que mi obra tenga ciertas características y cambios muy necesarios que tal vez en otro país o en otras circunstancias no hubiesen ocurrido.

El arte de vanguardia me empieza a interesar muy pronto. Estuve haciendo abstracciones, incluso antes de ir a París, donde ya podían verse las influencias de Miró y de Paul Klee. Pero me faltaba información, porque a Madrid en ese momento llegaban muy pocos catálogos y no había casi exposiciones de arte de vanguardia. Algunos artistas jóvenes, cuando encontrábamos catálogos en las librerías de Madrid que frecuentábamos, nos los pasábamos unos a otros. En Barcelona era un poco diferente. Quizá por la cercanía con Francia tenían más información.

En 1954 hice mi primer viaje a París y me encontré con el informalismo, el movimiento en gestación más avanzado del momento. Quería ser un informalista como ellos. Tuve mucho interés en ver cómo trabajaban la materia con ese espíritu de libertad. Así que, al volver, empiezo a trabajar en la abstracción. Para mí el informalismo era una expresión de libertad, pero una libertad no solo en cuadros sino también en el entorno.

¿Cómo podían hacer un arte libre en un país que no era libre?

Luchando por ello. Precisamente ese fue nuestro trabajo de renovación de la pintura. Por esa razón surgió el grupo “El Paso”, porque unidos podíamos conseguir ser oídos. Como dije antes, esa libertad para la creación la quería también para mi entorno. Estuve trabajando el informalismo con una enorme intensidad y desarrollando una poética que creía que era una forma de identificación conmigo mismo como castellano y español. Como castellano porque trabajaba los cuadros directamente con las manos e iba dejando el color sobre la superficie, como el castellano que ara la tierra y deja su rastro en ella. Dejaba el lienzo sobre el suelo y echaba pintura líquida que se iba introduciendo por los surcos que había dejado con los dedos sobre la materia, como la lluvia cuando cae sobre los surcos creados por el hombre. Y el adjetivo español tenía que ver con el Museo del Prado. No teníamos información sobre lo que se estaba haciendo fuera pero sí teníamos cerca una gran lección de pintura. Era como un milagro. Pensábamos que podía ser la raíz de nuestra pintura de vanguardia y de ruptura: La tensión de Goya, la elegancia de Velázquez o la austeridad de Zurbarán. Lo estudiamos mucho y nos dio una identidad muy española, unas raíces que se ven en la obra del grupo “El Paso”.

Pero esa intensidad pictórica, esa libertad más allá de la estética, si se convierte en constante se vuelve académica y retórica. Y nada más lejos de mi forma de ser y sentir. Otros artistas europeos, como el alemán Vostell y el inglés John Blake, fuimos informalistas que sentimos la necesidad de volver a la realidad. No he dicho volver a la “figuración” de una manera intencionada. Porque no es volver a la figuración sino crear una nueva realidad.

Por huir del academicismo estuve dos o tres años experimentando con el realismo. Fue un periodo marcado por el bulto, el relieve que surge de la bidimensionalidad de la superficie del cuadro hacia el espacio del espectador. Muestro una nueva realidad derribando un muro entre la pintura y la escultura, como hizo Rosenberg con la fotografía y la pintura imprimiendo imágenes serigrafiadas sobre la tela, o como hizo Jasper Johns al imágenes bidimensionales creadas por el hombre. Fue un momento en el que, generacionalmente, por la crisis del informalismo, los artistas buscaron dar un paso hacia delante.

Más que una tendencia  sobre lo que se podía o no se podía hacer, como el surrealismo o el dadaísmo, el informalismo fue un estado de ánimo, una forma de afrontar el arte de una manera diferente. Desde los primeros momentos, grandes artistas hicieron cuadros que rompieron todos los moldes y abrieron las puertas a formas muy nuevas de crear. De ahí que las generaciones posteriores sintieran la necesidad de aportar elementos nuevos en una carrera por hacer algo  no se hubiera hecho antes o algo diferente a todo lo demás. Creo que eso precipitó la crisis. El artista  japonés Shiraga utiliza una cuerda colgada del techo, sobre  una tela en la que vacía botes de pintura, y él, balanceándose con la soga, con los pies, yendo y viniendo, traza marcas. Ahí acaba el cuadro. Salía o no salía. Hizo cuadros de una enorme intensidad. Otro ejemplo es Klein pintando de azul el cuerpo de una mujer y dejando su impresión. O Georges Mathieu que pintaba cuadros inmensos frente al público, como un espectáculo de cinco minutos… Fueron posiciones muy radicales, muy interesantes, pero llegó un momento en que parecía difícil seguir con ese ritmo de creación. Por eso fue importante derribar la compartimentación entre la pintura, la escultura, el dibujo, la fotografía, etc. Pero también tiene que ver con la tensión de la realidad: qué está ocurriendo en el mundo. Aquí es donde debemos recordar Mayo del 68, por sus deseos de cambio, de más justicia social… También me influyó porque, aunque vivía en España y era español, esas luchas por una justicia social me obligaron a buscar una salida, una continuación de ese grito de libertad. Fui buscando el realismo como un acercamiento al público. Seleccionaba  imágenes de los medios de comunicación y hacía un análisis sobre ellas. Por eso, hasta 1975, mis obras son imágenes en las que el hombre está cosificado y fragmentado. 

¿Por qué hasta el 1975?

Muere Franco y hay ciertas libertades. Incluso antes de morir ya había ciertos movimientos por la libertad. Me gustó esa lucha colectiva para llegar a la democracia. Hice obras implicadas en esa lucha que fueron reconocidas, porque me dieron el gran premio de la Bienal de São Paulo. Fue un premio pero también el comienzo de una demanda excesiva, un momento en el que tenías que rebelarte y alejarte de ese consumo que lo que hace es dividir al artista. Un artista necesita libertad porque, si es capaz de asimilar cualquier cosa y da igual lo que ofrezca, no es un artista. En 1975, durante una exposición en Oslo, recibí la noticia de la muerte de Franco. Brindamos por una España nueva y por una nueva pintura que, en cierta medida, estaba apuntaba en los cuadros allí expuestos. Sentía necesidad de volver a la pintura, a la bidimensionalidad de la tela. Nunca quise inventar nada. Utilizaba ropa para ser veraz, aluminio, objetos, moldes de manos… para hacer veraz la lucha del hombre.

Habla de la libertad en el arte y en la política pero, ¿qué es para usted la libertad?

Es sentir libertad para expresarse sin presión de ningún tipo, ni de un grupo ni de otro. Últimamente me han preguntado: “Usted, que ha sido un artista implicado en la sociedad con obra de denuncia, ¿qué le sugiere ahora?”. Y suelo responder que la sociedad de ahora no me inspira nada. Me siento muy alejado de lo que está sucediendo. Con lo que yo soñé en tiempos pasados con la democracia y con la “normalidad” que veía en otros países… de lo que yo soñé a lo de ahora hay un abismo. Estamos pasando por una anormalidad inmensa. Me siento muy apenado por aquellos que quieren destruir lo que construimos y nos costó tanto conseguir: la concordia entre ideas tan diferentes, la capacidad de entender posiciones que no son como la tuya. Esa polaridad no es un plato de gusto. Por eso ahora mismo no me inspira la sociedad. 

¿Cómo trabajó los años posteriores a la Transición?

Soy muy intenso. Hubo años en que hice más de cien cuadros. Fui agotando un poco mi pintura. Después de una serie larga de pinturas negras sentí la necesidad de recuperar la imagen y me apoyé en un homenaje que hice a Julio González. Aquello da paso a otra serie que son “Las escenas urbanas”, estructuras donde está representado, casi simbólicamente, el hombre urbano: unos van y otros vienen, unos duermen, otros se despiertan… Fueron series estupendas. Y en 1992 hay otro cambio. Adquiero una casa del siglo XVI en ruinas en Sevilla y la restauro. Aprovecho para investigar las paredes auténticas y aquellos me hace cambiar. Comienzo a trabajar con planchas de papel, las troceo y recompongo. Es una constante del hombre, la destrucción y la reconstrucción, que tiene mucho que ver con lo que estaba haciendo en la casa de Sevilla. Era casi arqueología, trozos de paredes que colgaba a su vez en paredes en las que todavía quedaban señales o marcas de las pinturas que ha dejado el hombre en su hábitat. Siempre hemos marcado el espacio que habitamos. Salimos a la calle y hay pasos de cebra, señales y anuncios. Son esos elementos geométricos muy simples que pintamos sobre diversas superficies: rugosas, planas… Eso es lo que quería hacer en ese periodo de fragmentaciones. Trabajé con pasta de papel, cristales y aluminio. Eran como restos pompeyanos quemados con la lava del volcán.

¿En qué trabaja ahora?

En lo que me hace hacerme preguntas.

¿Cuáles son esas preguntas? 

Pertenezco a una generación que quiso abrir nuevos cauces sin dejar de pintar, siempre desde la pintura. Sigo creyendo en la pintura. Incluso en este periodo en el que parece que la pintura interesa poco, que interesan más cosas que se muevan y que se enciendan o se adapten. Yo creo en la pintura. En la Facultad de Bellas Artes ya casi ni se enseña a pintar, porque muy pocos saben pintar. Es un drama. Por eso he vuelto a la pintura, para reinventarme, para reactualizarme, porque lo que hago no tiene nada que ver con lo que hacía antes. No estoy dando pasos atrás. Me gusta trabajar con elementos mínimos para dar el máximo protagonismo expresivo a esos mínimos. Es la pintura: óleo sobre la tela y ya está. Y con eso juego, buscando la esencia. Me gustaría hacer mías unas palabras de Van Gogh: “Que parezca que tu pintura es una forma radical de expresión de tu esencia”. Sólo quiero pintar y hacer buena pintura. Creo que eso es suficiente. De lo que se trata es de hacer una buena pintura, no necesariamente de inventar algo nuevo.

Sin embargo, también me interesan mucho las nuevas herramientas de los jóvenes artistas. Quizá esté naciendo una nueva disciplina, que ni siquiera tiene nombre, aplicada a la arquitectura, y que es más que la pintura y la escultura, es otra cosa, porque tiene elementos nuevos. Por ejemplo, en ese sentido, me gusta mucho lo que hace Daniel, mi hijo, porque recicla, da vida a cosas que estaban muertas. 

Estamos viendo sus pinturas desde fuera, pero usted también las ve desde dentro. Debe de ser algo muy extraño. ¿Qué ve cuando ve su pintura?

Para mí es tan natural que nunca me lo había planteado. Pinto desde los 14 años y siempre me he visto rodeado de cuadros. Es un reto tener todo esto delante porque supone ver si he conseguido lo que he intentado: hacer que esa superficie tenga el dinamismo suficiente para que me esté hablando o transmitiendo energía, que me diga cosas. Si no me ocurre es porque la pintura no está acabada o porque hay que destruirla.

Eso decía Borges, que había que tirar mucho.

En el período informalista tiraba mucho porque eran obras que salían o no salían. Cuando levantaba el cuadro, cuando lo ponía de pie, me daba cuenta de si se iba a mantener en pie o no.

Ya, pero ¿qué ve?

Veo mi prolongación.

¿Cree que existen ciertos aires de familia entre Feito, Torner, Millares e incluso Zóbel?

Esa familiaridad tiene mucha lógica cuando se trabaja en el mismo espacio y en el mismo tiempo, porque estás utilizando unos datos culturales muy semejantes y estás dando respuestas a una serie de preguntas, en un contexto común, desde la individualidad de cada uno. Es algo que ha existido siempre en todos los periodos. Por eso creo que el Museo de Arte Abstracto de Cuenca es tan armónico, porque reúne obra de grupo de artistas de un espacio y un tiempo muy determinados. Me parece un gran proyecto de Fernando Zóbel. 

¿Colecciona arte?

Sí. Cuando puedo, lo compro. Casi nunca lo veo, pero sé que lo tengo. También he coleccionado arte para el Estado y para colecciones públicas. He ayudado a crear colecciones y un patrimonio para el Estado. En el año 1982 me ofrecieron participar en Patrimonio Nacional y puse como requisito para aceptar que me dejaran coleccionar arte contemporáneo. Y se puso una cantidad anual para hacerlo. Museos como el Prado y otros son museos que albergan colecciones reales del arte de su tiempo. Y en los 80 parecía que los reyes no tenían interés por el arte que se estaba produciendo en aquel momento. Creí que había que dar imagen de un Jefe del Estado que tuviera interés por el arte contemporáneo. Por esa razón, tanto la Moncloa como el Palacio Real tienen ahora obras de arte contemporáneo.

Después de tantos años pintando, ¿de dónde saca fuerzas suficientes?

Tengo el vicio de la pintura, mi vida es la pintura. Me realizo pintando, creando o haciendo escultura. Pinto todo el tiempo que me dejan. No es un caso extraordinario. Los pintores morimos pintando. Creo que Picasso pintó incluso la víspera de su muerte. Incluso hay artistas cuyas mejores obras son de sus últimos años de vida. Pero también los hay que han caído en la tentación de darle gusto al mercado. La repetición de uno  mismo es horrible. Fabricar Picassos o Canogares. Picasso supo mantenerse libre y por eso cambió tanto. Ahora es una especie de “San Picasso”, pero en sus últimos años se le atacó gravemente diciendo que era un viejo senil y que su obra ya no tenía interés. Poco tiempo después, esas obras tan criticadas fueron la bandera de la postvanguardia en Italia. Picasso supo mantenerse activo y libre, pero nunca dio el paso a la abstracción.

 

 

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Autor >

Belén Quejigo

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