
El Real Madrid posa en el terreno de juego antes de la final de la Copa de Campeones de Europa contra el Partizán de Belgrado en 1966.
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Las caras llorosas de los fieros drughi captadas por las cámaras hace una semana en Cardiff significaban para el telespectador que el sueño juventino se esfumaba. El madridismo se relamía pensando en su duodécima Champions League. Al mismo tiempo, los peores temores culés se confirmaban: siete Copas de Europa, siete, nos volvían a separar de nuestro archienemigo.
“La Copa de Europa es nuestro trofeo, nos pertenece”, exclamó Lorenzo Sanz a finales de los noventa del siglo pasado, cuando el Madrid que presidía conquistó su séptima o su octava Orejuda. Recuerdo que en aquel momento sonó muy sobrado, porque no se podía decir que ese Madrid despertara la admiración unánime del mundo del fútbol. ¡Qué contraste con nuestro inolvidable 20 de mayo de pocos años antes! En 1992 los culés celebramos nuestra primera Copa de Europa con la música de fondo de los parabienes de la prensa internacional, rendida a los atrevidos planteamientos de Johan. Si el Madrid de los noventa contaba por algo en el continente era más por lo que había sido que por lo que podía llegar a ser. Y sin embargo, en esa década de supuesto dominio culé, el Madrid ya arrambló el doble de Champions que nosotros. Con todos los matices que se quieran, en la actualidad está ocurriendo un tanto de lo mismo. En los últimos años, el Madrid de Cristiano ha obtenido muchos menos títulos que el mejor Barça de la historia pero, lo que son las cosas, los blancos pueden presumir desde el sábado 3 de junio de haber conseguido en este siglo exactamente el mismo número de Champions que su rival (cuatro).
Si el Madrid de los noventa contaba por algo en el continente era más por lo que había sido que por lo que podía llegar a ser. Y sin embargo, en esa década de supuesto dominio culé, el Madrid ya arrambló el doble de Champions que nosotros
Podríamos resolver la aparente paradoja recordando que el Mejor Club del Siglo XX, según la FIFA, es un club grande y como tal suele disponer de (grandes) jugadores capaces de dar (grandes) alegrías a su afición. Pero ahí radica el problema, precisamente, porque el objeto grande se define por invadir nuestro campo de visión, y a veces es preferible apartar la vista de él y negar la realidad. Así hemos hecho los barcelonistas en muchas ocasiones, sin ser conscientes de que rebajando la grandeza de nuestra Némesis nos estábamos rebajando a nosotros. Y así llegamos al ridículo de esos grupos en las redes sociales que exigieron a la UEFA que retirase las primeras Copas de Europa al Real, por fraudulentas. Las famosas copas en blanco y negro del Madrid, importantísimas en el imaginario merengue, para ciertos culés enfermos de pasado se han convertido en una obsesión. Que si las compró Bernabéu a golpe de relojes de oro, que si participaban pocos clubes y que encima eran una birria, que si el Madrid las disputaba porque previamente Franco les había regalado la Liga en España, etc. No digo que toda esta mercancía esté averiada, pero aun así no sirve para responder a la fundamental cuestión previa: ¿a quién narices le importaría la Copa de Europa si el Madrid no la hubiera ganado tantas veces antes? ¿Recordaríamos la Final de los Postes (Berna, 1961) como una tragedia si los anteriores campeones de la competición solo hubieran sido, qué sé yo, el Benfica y el Stade de Reims? ¿Nos hubiera procurado Wembley esa maravillosa sensación de liberación sin el recuerdo de plomo del dominio merengue en Europa?
Otra forma decididamente creativa de ganar a los blancos sin necesidad de comparecer ha sido inventarse competiciones extrafutbolísticas, como la que nos tendría eternamente enfrentados en la arena de los valors. Ahí vencemos siempre, claro. Gerard Piqué nos ofreció recientemente un impagable ejemplo al afirmar que no jugaría nunca en el Madrid porque sus valores no le gustaban. En ningún momento sintió la necesidad de explicar en qué consistían estos —como tampoco mucho los del Barça, ya puestos— y se quedó más ancho que largo. Con todo, la tendencia más consolidada es la que basa la hiperlegitimidad del sentimiento barcelonista en el recurso a la historia. En este terreno encontramos juntas y revueltas verdades como puños, omisiones interesadas, medias verdades y simples trolas. El asunto del trato de favor de Franco al Madrid es un verdadero dogma de fe para muchos culés. Yo no tengo ni las ganas ni los conocimientos para siquiera poder matizarlo, pero se trata de una cuestión que adquiere otro sentido cuando recordamos ciertas recalificaciones urbanísticas, las consiguientes condecoraciones de agradecimiento al Caudillo sin que nos pusieran una pistola en la sien, y las ligas (más que ningún otro club) que nos embolsamos en los años más represivos de la dictadura, sustituyendo como equipo español de referencia a un Madrid CF que, sin el título de realeza, fue el equipo favorito de la burguesía liberal capitalina y —¡ay!— el club más laureado de la Segunda República.
los blancos han podido ir más relajados por la vida, con la ilusión de que conservando un mínimo sentido de su gloria supuesta o real no tienen porqué fijarse más de la cuenta en sus oponentes
No quiero que me malinterpreten. Mi antimadridismo no presenta fisuras. Me enorgullece no haber caído en el antimadridismo “moral” arriba descrito, pero no deja de ser duro como el pedernal. Lo que pasa es que es más carrozón, de cuando aún se usaban palabras como centralismo, footing y carrozón. Aun vive dentro mío ese catalanet que sigue viendo al Real Madrid como el equipo del Poder con mayúsculas, algo así como un trasunto deportivo del fatuo y monumental Palacio de Correos, con sus locomotoras de piedra y esos ángeles enormes que parecen más cerca de caerse sobre los transeúntes de Cibeles que de echarse a volar. Por no querer liberarme del esquema de esfuerzo y recompensa, entiendo que el entorchado europeo debería de consagrar una filosofía de juego exitosa, certificar una hegemonía deportiva. Premiar algo, en definitiva. La revolución cruyffista. La presión en todo el campo del Milan de Sacchi. El proyecto bling bling de Bernard Tapie en la Marsella canalla y mestiza. El Madrid parece en cambio cobrarse sus premios sin la guarnición de un relato, impulsado únicamente por la inercia de su historia. Si pensamos que el mito de su grandeza se ha construido sobre el éxito de una Copa de Europa promocionada desde la casa por el brillante Raimundo Saporta, aun me parece más combatible, por mucho que también haya que quitarse el sombrero. Pero yo he dejado la admiración por el Madrid para otra vida. En esta, soy del Barça y, sí, quiero que el Madrid pringue hasta buscando aparcamiento.
Mienten —y lo saben— los madridistas que niegan que su club albergue una fobia al gran rival equiparable a la que nosotros les tenemos reservada a ellos. Las celebraciones por la Duodécima, con abundancia de referencias anticulés, me dan la razón. No obstante, sí creo que es cierto que el antibarcelonismo no ha forjado la identidad merengue en la medida que el antimadridismo ha forjado la nuestra. De nuevo entra en juego la temprana proyección europea del Madrid y su doble éxito: el propio éxito deportivo y el de la competición que los dirigentes blancos de los cincuenta contribuyeron a crear, esa Copa de Europa que, mutada en Champions League, hoy goza del mayor de los prestigios y que todos los equipos nos matamos por conseguir. Esta circunstancia ha condenado históricamente al Barça a pelear no solo contra sus contrincantes directos sino también, en una extensión del dominio de la lucha, a hacerlo contra el Real Madrid siempre y en todos los terrenos, incluso cuando no jugamos ninguno de los dos rivales.
Por su parte, los blancos han podido ir más relajados por la vida, con la ilusión de que conservando un mínimo sentido de su gloria supuesta o real no tienen porqué fijarse más de la cuenta en sus oponentes. No siempre lo han logrado, pero es destacable, por ejemplo, el afán que han puesto en admirar lo admirable cuando de su historia se trata. Di Stéfano fue intocable. Hace unos años seguí con interés los artículos de un periodista merengue que destacaba por su defensa a ultranza de Mourinho, a la sazón entrenador del primer equipo. En esas, al legendario presidente honorífico le dio por soltar que el juego de su equipo “le aburría”. Si creen que ante tamaña desautorización el periodista reaccionó a la tremenda —insinuando por ejemplo que el argentino chocheaba—, es que ustedes viven en Barcelona. “Di Stéfano se ha ganado el derecho a decir lo que le dé la gana”, zanjó. Por comparar, me viene a la cabeza un artículo de La Vanguardia donde en pocas líneas se llegó a tratar a Cruyff de —entre otras lindezas— “príncipe de las tinieblas”, y a calificar su filosofía futbolística de “alicorta y desfasada” (¡y eso con Guardiola a punto de ocupar el banquillo!). Me gusta pensar que a ese patán con ínfulas, de haberse referido así a la Saeta Rubia, en Madrid se le hubiera corrido a gorrazos. Aunque, claro, nadie está libre de mezquindades. Solo hay que remitirse a la prueba de la desaforada reacción madridista ante nuestra remontada contra el PSG para certificarlo, ¿verdad?
Gracias a Tarradellas sabemos que en política (y en la vida, caray) se puede hacer de todo menos el ridículo. Algunas expresiones recientes de antimadridismo nos han hecho caer de cuatro patas en él, como el famoso anuncio de la final de Champions en TV3, o ciertas portadas de la prensa deportiva. De manera que a esto se va a reducir mi propuesta de reconducción de la merengofobia: a intentar no hacer, con perdón, el gilipollas. Al Madrid hay que combatirlo por tierra, mar y aire, por supuesto, pero no hay que minusvalorarlo ni perderle la cara jamás. Y sí, Lorenzo Sanz tenía razón: la Champions es una competición del Real Madrid. Por eso mismo disfrutaremos como enanos cuando el año que viene se la arrebatemos.
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Autor >
Armand Carabén van der Meer
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