Flamenco
El baile antropológico de La Lupi
Uno mira a la bailaora y viaja al momento exacto en que brotó el organismo del flamenco. En el Teatro Fernán Gómez, Susana Lupiáñez interpretó la vida de La Paula, malagueña que terminó sus días en un psiquiátrico
Esteban Ordóñez Madrid , 17/06/2017
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La Lupi, junto a Chelo Pantoja en el Teatro Fernán Gómez durante el Festival Flamenco de Madrid. Junio de 2017.
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Imaginemos, como imaginó Juan Ramón Jiménez de la poesía, que el baile es un cuerpo humano. Ese cuerpo nació primero puro, se vistió de no sé qué ropajes, luego descubrió el virtuosismo y se convirtió en una reina fastuosa de tesoros, iracundia sin sentido. Para el poeta, regresar a la pureza era desnudarse de nuevo, pero La Lupi ha retrocedido más, hasta el núcleo de la célula. Uno mira a la bailaora y viaja al momento exacto en que brotó el organismo del flamenco. Y más, uno entiende entonces, que este arte nació del azar como una especie y, alucinando, se miró las manos.
El flamenco fue niño un día, o niña. En el Teatro Fernán Gómez, la niña de 46 años Susana Lupiáñez interpretó la vida de La Paula, una bailaora malagueña que terminó sus días en un psiquiátrico. Al final de la obra, el elenco saludó con el rostro demudado y triste. El público aplaudía y gritaba. Sobre el escenario, ellos se echaban reojos. Se les notaba desorientados, parecían arrojados a un mundo que no reconocían como propio: los focos, los móviles levantados.
Habían recreado la Málaga de la postguerra y la dictadura en el escenario y se la habían creído. Todos nos la creímos. Un espectáculo queda redondo cuando al acabar sientes que regresas
Habían recreado la Málaga de la postguerra y la dictadura en el escenario y se la habían creído. Todos nos la creímos. Un espectáculo queda redondo cuando al acabar sientes que regresas. Días después, La Lupi nos desveló el misterio: “Llorábamos a diario en el proceso de creación de La Paula, y nos ocurre también en escena. A veces, ya nos miramos como diciendo 'cómo es posible que todos los días nos emocionemos'. Hay un guión, pero cada día cuento a Paula de una forma, rascando más en el personaje”. Por eso los cantaores y los tocaores se miran abriendo mucho los ojos y se invitan a algo que no sabemos qué es. La Lupi confiesa que no actúa: “No soy actriz, lo estoy viviendo de verdad. Cuando investigo un personaje me meto de lleno, viajo a la esencia de su época”.
La bailaora, malagueña, se crió entre el barrio de los Capuchinos y Miraflores. Vivió al lado de El Álvarez, barrendero y sublimador de fandangos al que iban a ver Camarón y Remedios Amaya. Floreaba el arte y las gitanas cantaban. La Lupi lloraba si no la vestían de flamenca para ir a la guardería. No tenían dinero, pero se las ingeniaban. La niña, al final, caminito del colegio, andaba vestida de pastora navideña y soñando con unas castañuelas en las manos. A pocos minutos de allí, la calle Los Negros, hogar de La Paula años atrás.
Hay una foto de ella, de La Paula: vestida con pañuelo, tocándose la mejilla, ojos delirantes; la viva imagen de un sufrimiento que ya había sobrepasado el límite de lo que el arte podía llegar dulcificar. La locura se inicia siempre como un cielo de cirros (azul clarísimo entre baches de confusión) y acaba en tormenta, en huracán, en muerte. Ese trayecto se recorrió sobre las tablas del Fernán Gómez.
El germen del delirio se percibe desde las edades más tempranas. El rechazo a la realidad y el desamparo lo plasmó La Lupi con su gestualidad desde el primer minuto. La obra arranca con La Paula descalza dejándose guiar por su madre. La bailaora maldita amaba a su madre (interpretada por Chelo Pantoja) desesperadamente. Se dieron un abrazo que escondía el secreto de la historia. La Paula fue de frente hacia su madre y empujó la cabeza contra su vientre como si quisiera volver a la paz del útero. “Tenía un apego profundo a su madre. Siendo gitana, de un barrio malagueño muy castizo, no se casó ni tuvo hijos. En su época de madurez, iba por las calles de Málaga bailando, pidiendo un cafelito. Mi padre me contó cosas de ella que me atrapaban”.
“La Paula no fue la única”, explica la malagueña, “en la posguerra y más tarde, la gente pasó mucha necesidad y los artistas no tenían medios para sobrevivir, no tenían seguridad social, nada, vivían de la caridad de los señoritos en las fiestas. Ella abandera una situación muy real. Además, a los psiquiátricos no mandaban solo a gente con problemas psicológicos, también recogían a personas de la calle que pasaban hambre y no tenían techo. Recogían a los artistas por pena”.
La danza de la Lupi es antropológica, prehistórica: hay juego y tribu, soñamos un eco de timbales cuando tuerce los tobillos. Se descubre una africanía en su forma de sentir el suelo y empaparse de él
“¿Maestros? No le conosío la cara a ninguno. Mi baile es mío”, contó en su día La Paula. Lo mismo podría decir La Lupi. Su danza es antropológica, prehistórica: hay juego y tribu, soñamos un eco de timbales cuando tuerce los tobillos. Se descubre una africanía en su forma de sentir el suelo y empaparse de él. “Los tangos son muy afro, si vamos hacia atrás en la historia, vemos que tienen mucho de negro, de cadenas”, explica la bailaora. En el escenario, la música la excede y se rinde a ella y le entrega todas sus articulaciones: hombros, cadera, cuello, muñecas. Ese es el estilo de La Lupi, una mezcla de debilidad y rebeldía: un derrumbe que se sospecha y nunca llega. Es flamenco originario porque no se hunde en el intimismo, sino que busca comunicarse. La Lupi, en los repechos del compás, levanta los brazos como una ofrenda al clan.
Es intuitiva, pero ha meditado sobre esto: “Yo hago un equilibrio entre la técnica y la esencia. Eva Yerbabuena dice que la esencia es atemporal y el virtuosismo puede ser tendencia”. La pastorcilla de las castañuelas ha preguntado mucho a lo largo de su vida, ¿de dónde viene este palo? ¿por qué esto se baila así? Todas las respuestas las comparte ahora cuando imparte clases: “Intento inculcar el respeto por el flamenco, por investigar e ir más allá para entender por qué reír en unas alegrías o por qué compungirse en unas seguiriyas. Quiero que no lo hagan por imperativo, sino conociendo la autenticidad de cada cosa”.
La historia de La Paula partió de Málaga, pasó por el Café Chinitas y acabó en el psiquiátrico. “La Paula se está muriendo”, cantaban, y ella rodeada de sillas tumbadas, vestida de negro, se estiraba de las mangas, se las mordía, se liaba con ellas para componerse una camisa de fuerza. Los artistas que la habían acompañado en el trayecto representados por el taconeo de Juan de Juan, el cante de El Galli y Alfredo Tejada o las guitarras de Curro de María y Óscar Lago; todos estos personajes eran ahora fantasmas del pasado. Al pozo final de la locura se cae en soledad. La historia, ya se sabe, termina mal. Si hubiera sido una película en lugar de una representación teatral, más de uno habría rebobinado para volver a ver a La Lupi y a La Paula encorvandose y girando sobre sí misma mientras sonaban las letras eternas de La Repompa.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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