
Manifestación en defensa de la escuela pública en Collado Villalba (Madrid) en 2013.
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Mi primer encuentro del día tiene lugar con mis estudiantes. Hoy hemos hablado de género, clase y origen, de chicas y chicos gitanos que siguen estudiando más allá de lo pronosticado por las tendencias, de las condiciones que favorecen sus trayectorias y del impacto que estas pueden tener en sus vidas y entornos. Del hecho de que ninguno de ellos y ellas haya experimentado una escolarización en aulas segregadas, de que en todas sus andanzas escolares aparece alguien, un profesor o una profesora que cree, exige, iguala y acompaña. De que algunas familias, y muchas madres, transfieren sus aspiraciones involuntariamente interrumpidas a sus hijas e hijos. De que en momentos cruciales de riesgo o ante el salto al vacío que supone encontrar caminos certeros sin mapa ni guía entre instituciones académicas y fuera de ellas, algunas administraciones y programas hayan sido capaces de apoyarles con los recursos materiales y humanos que necesitaban. De éxitos agridulces y de la importancia de la investigación. También hemos explorado las diferencias que nos alejan a cada uno y las semejanzas que nos acercan a todos en esta aventura obligatoria –el paso por la escuela-- que puede llegar a determinar nuestras vidas. Hay muchas.
Al mediodía, una cita médica me lleva al centro de salud de mi barrio. En la sala de espera hay poca gente, a diferencia del colapso de los días anteriores. En esta planta predominan los mayores pensionistas. Entre los pacientes que esperan ser atendidos, una mujer gitana de cincuenta años –lo dirá ella misma en un momento dado-- mantiene una acalorada conversación con otra desde su móvil. Está visiblemente dolida y relata un desencuentro grave con alguien de su familia sobre un caso de violencia de género que le queda cerca. Entre su vocabulario, una palabra que para mí es nueva, vergoncería, que repite en varias ocasiones, dando a entender que la opinión de alguien que parece minimizar la agresión no cuenta para nada en el caso que están discutiendo. “Tengo cincuenta años y ya las he visto de todos los colores y ya sé de qué va. Que no. Que esto ya no se aguanta”. Ahí está, podría ser yo misma. Estoy a punto de levantar el pulgar en señal de complicidad de género y edad. Ambas hemos visto ya demasiadas vergonceríascomo para que nos tomen el pelo. La niña que está con ella no pierde detalle, aprende rápido. Me mira con la misma mirada con que yo miro a su probable abuela. Sí, estamos las dos escuchando y estamos de acuerdo las tres. No, ya no se aguanta.
Doy una charla entre camaradas políticos en otra ciudad a media tarde. Hablamos de la segregación escolar y de cómo las familias de la vieja clase trabajadora huyen de la nueva clase trabajadora, como siempre han huido las familias de clase media de ellas y de sus escuelas. De cómo el alumnado de las élites no es sometido jamás al implacable filtro selectivo de la escuela que, en definitiva, es otra institución a su servicio. Ahí está el suelo de cristal que les protege. Pero también hablamos de las escuelas abandonadas por la administración, de las familias que ya no esperan que la escuela les ofrezca un presente y les devuelva un futuro, del profesorado que ya no cree poder cambiar nada con su trabajo. Recordando a Jean Anyon y nuestra obligación de romper con el lenguaje opresivo de la burguesía, que la izquierda ha desatendido hace tiempo, atrapada por él y ya sin identificarse con los sujetos subalternos que ese lenguaje etiqueta. Son otros. Y sus hijos son niños de los otros, como diría Lisa Delpit. O más tajante, Ana María Matute: los niños de los otros no son niños. Una compañera embarazada me envía señales elocuentes y simultáneas de sorpresa, acuerdo y entusiasmo con todos los perfiles de su rostro de acento argentino, mientras acaricia su barriga llena de orgullo y oportunidad. Por la niña que está dentro y porque así no podemos seguir.
Este está siendo un día suculento para mis ávidas papilas etnográficas, para mi obsesión con la educación y la clase, y para mi frecuente desaliento feminista. Ya es de noche y vuelvo a casa en tren, en la línea popular y castigada que une dos ciudades hechas de trabajo obrero de todos los rincones, ahora del mundo. Hechas también de resistencia a la metrópoli que las quiere devorar y ningunear, todas las jerarquías se parecen. La estación es un lugar inhóspito, que se va llenando ahora de gente cálida, grupitos de adolescentes y jóvenes que vienen de estudiar cualquier cosa y que comparten risas, cansancios y rutinas, unas vidas dignas todavía posibles. Llega también una mujer empujando un cochecito que se para cerca de mí a esperar. No sé por qué pienso que parece guineana, tal vez porque exhibe una seguridad no defensiva ni agarrotada aunque es la única persona negra del andén. El bebé parlotea y agita las manitas, mirándola, y yo no puedo resistirme a dar un par de pasos estratégicos para verle mejor, saber a qué idioma remite el parloteo, cuál es la expresión de su cara y cuál la de su probable madre, destino de sus ruiditos seductores. Es una bebé de múltiples moñitos de colores que también me ha pillado mirándola medio escondida tras un poste. Ahora me sonríe a mí exageradamente para sumarme al juego, haciéndome así visible para su madre, quien en menos de tres minutos ya me ha contado su vida como respuesta a mi lisonja medio espontánea, medio profesional “¡Qué simpática!”. Ha tenido que dejar su piso “por problemas”, aunque sigue trabajando en la ciudad y no quiere cambiar a su niña de guardería mientras vive temporalmente en otra ciudad con su hermana: la niña está muy a gusto aquí. Así que se la lleva con ella cada mañana y la recoge cada noche; muchas horas sin verla, casi solo en los trayectos. La niña repite “mamá” sonriente, consciente del efecto que tiene su nueva proeza lingüística. Espera la recíproca sonrisa y se ríe y se agita cuando llega. La niña tiene ya once meses pero no quiere todavía caminar porque se mueve a gatas por todas partes, le interesa todo, lo toca todo. La madre cree, aunque con tono un poco interrogante, que estará cómoda en su impecable cochecito. Entonces se anima y anima a la niña a mostrarme cómo se mueve al ritmo de Sol, solet, arrancándose a cantar las dos estrofas normativas del cancionero catalán escolar. Llega el tren, ¡que vaya bien!, nos deseamos. Otro encuentro fortuito y un breve intercambio que encarna tantas cosas y desmiente tantas otras. También hemos hablado en nuestro debate de la precarización creciente del trabajo y la vivienda y de las movilidades forzosas que conlleva, arrastrando a las familias y a sus hijos a nuevos espacios que funcionan como no-lugares para ellos –si Marc Augé me permite forzar su concepto-- y a esas mismas escuelas abandonadas que son a menudo el último amarre disponible de unas redes que se desvanecen.
Mi día aún no ha terminado, me queda algo de tiempo y retomo por un rato el análisis del apoyo social recibido por las chicas y los chicos de un estudio en curso para un informe de investigación que apremia. Los datos son contundentes. Entre los de clase trabajadora, abundan trayectorias de expulsión progresivapor efecto de un sistema injusto pero financiado por todos. Sin embargo, sólo aquellos mejor situados y con expectativas más allá de la enseñanza obligatoria se quejan de su calidad y le piden más. Entre los primeros sólo se repite la angustia y la disculpa: “No sé qué me ha pasado”, “En primaria iba bien”, “Después me despisté”, “Me rayaba mucho”, “La liaba todo el mundo”, “Me dejé llevar”, “Tuve una mala época”. Y el deseo abstracto, de probabilidad remota: “Al menos trabajar… De lo que sea. Tengo que echar currículums por ahí”. Cada una de estas vidas tropezando sin previo aviso con la escuela y siendo evaluadas por ella --algo de eso había advertido François Dubet--.
Recuerdo un artículo de Núria Alabao en el que dice muchas cosas importantes, del que rescato el final: “Si el reto es reconstruir un horizonte perdido de emancipación que estuvo encarnado por el socialismo, no bastarán los medios de comunicación ni los grandes relatos” y señala la que parece ser la única alternativa decente y certera: “reconstruir el lazo social por abajo”. Lo releo terminando este texto y me alegro de haberlo escrito con pequeños relatos que componen ese día de encuentros entre la izquierda y la educación: la guerra cultural fundamental que vamos perdiendo y de la que apenas quedan batallas porque sus soldados rasos --como llama Paul Willis a los chicos y chicas de clase obrera del siglo XXI-- están pensando que ellos la provocaron, cuando se les pregunta. Así de solos les hemos dejado.
¿Pero cómo proponer y actuar sin reconocernos en los encuentros del fluir ordinario de la vida? ¿Cómo comprender el aquí y el ahora sin buscarlos? No parece posible sin volver a escribir nuestros cuentos y revisar nuestras moralejas, reencontrar el sentido –al parecer, la derecha no deja de leer a Jürgen Habermas--. Se han esfumado los grandes relatos y la desigualdad renueva sus máscaras en esta que parecía una herramienta clave para acercarnos a las utopías prometidas.
La izquierda desorientada ante el truco del prestidigitador cuando la escuela reivindicada se convierte en escuela obligatoria y resulta que terminamos hablando y pensando como la derecha: fracaso escolar, abandono prematuro, escuelas gueto, centros de alta complejidad, padres que no se interesan, familias que no se implican, déficits de atención y de mil otras cosas que casi siempre sufren los mismos, alumnos que no hablan “la lengua”, atención a la diversidad, innovaciones milagrosas en entornos desfavorecidos… Presa fácil ante tamaña incomprensión, atrapada en la medicalización del aprendizaje y la pedagogización de la vida, la izquierda ahora no alcanza a formular más que inquietantes y eufemísticos paliativos y reclamar mayor inversión y mejoras laborales como todo horizonte y para lo mismo: refuerzo escolar, escolarización equilibrada, aulas de acogida, días interculturales, grupos de nivel, modelos de éxito… Pero éxito no es que los hijos de las clases trabajadoras, de los otros, se parezcan a las clases medias en los resultados académicos y hablen como ellas para demostrar que también son seres humanos completos, en una competición sin fin y, lo sabemos de antemano, apenas sin contrapartidas meritocráticas. Entonces, ¿para qué? Éxito será poder disfrutar como las élites de las mejores experiencias, de los mejores recursos y programas y del mejor profesorado en la feliz aventura de aprender, sin limitaciones. De sentir que se pertenece, de poder ser y no estar solos. De contar para la producción de valor y ser contados en el centro mismo del bien común. Garantizar este éxito sí es responsabilidad de la izquierda y exige otros relatos, otras palabras y otros encuentros con urgencia. Tenemos ya muchos apuntes.
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Silvia Carrasco. Profesora de Antropología Social en la Universidad Autónoma de Barcelona. Investiga sobre desigualdad educativa, migraciones y minorías.
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