TRIBUNA
Hacia un cambio de paradigma en la cultura (y en las políticas culturales)
Balance de los trabajos en el Congreso de la Subcomisión para la elaboración de un Estatuto del artista y de las y los trabajadores de la Cultura, cuyo dictamen se espera para marzo de 2018
Eduardo Maura 1/07/2017
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Tras más de dos años de trabajo con el tejido asociativo y con el sector cultural, en sentido amplio, y transcurridos más de tres meses de actividad en la Subcomisión para la elaboración de un Estatuto del artista y de las y los trabajadores de la Cultura, es posible extraer algunas conclusiones de presente y futuro.
Hagamos un poco de memoria: la idea de un Estatuto había circulado durante décadas entre asociaciones y profesionales, con el mítico modelo francés en el horizonte. Se trataba de promover unas condiciones laborales específicas para un sector precario y mal regulado, no de otorgar ningún privilegio. Se trataba de igualar derechos y de regularizar situaciones, o lo que es igual, de intentar que por dedicarse a la cultura nadie fuera más que nadie, pero tampoco menos. Hubo una oportunidad de avanzar en esta dirección en la primera legislatura de Zapatero, pero no se pasó de la fase preliminar y finalmente el PP, con mayoría absoluta, congeló el proyecto. Entonces, con José María Lassalle al frente, todo giraba en torno al mecenazgo, que acabó en un conjunto testimonial de medidas, las descargas ilegales y la compensación por copia privada, entre otras cuestiones que siguen abiertas.
La sostenibilidad y las condiciones materiales de las personas que se dedican a la cultura no estaban en la órbita del legislador. Esto no fue obstáculo para se hablara del Estatuto, o para que surgieran documentos, informes o propuestas muy valiosas al respecto, de ámbito tanto autonómico como estatal y europeo. Simplemente, las probabilidades de un avance significativo parecían mínimas.
El trabajo de las asociaciones y sindicatos significó mucho, hasta el punto de que las principales fuerzas políticas incluyeron el Estatuto en sus programas electorales de 2015 y 2016, y este, de manera un tanto imprecisa, incluso se coló en los acuerdos de legislatura que hicieron presidente a Mariano Rajoy. La verdad es que quienes veníamos trabajando en la sostenibilidad de la cultura y de sus profesionales dudábamos de la eficacia de un acuerdo nominal entre partidos. La complejidad del Estatuto, que implica al menos a los ministerios de Trabajo, Hacienda, Educación y Cultura, era demasiado grande.
problemas como el de la compatibilidad de las pensiones con el cobro de derechos de autor tenían que ver con la incapacidad del legislador para atender a las especificidades de los profesionales de la cultura
Sabíamos también que problemas urgentes como el de la compatibilidad de las pensiones con el cobro de derechos de autor tenían que ver con la incapacidad del legislador para atender a las especificidades más evidentes de las y los profesionales de la cultura. Entonces se nos ocurrió la idea de una Subcomisión donde pudieran desplegarse y debatirse a fondo las problemáticas y propuestas que había encima de la mesa: intermitencia, precariedad estabilizada, falsos autónomos, abusos contractuales (cuando había contrato), salud laboral, falta de representatividad sindical y de reconocimiento de las profesiones culturales, etc.
La idea no gustó a todos, pero se aprobó en la Comisión de Cultura, a iniciativa de Unidos Podemos, con el apoyo de PSOE, ERC, PNV, PDeCat y Compromís. La inercia del trabajo acumulado y el esfuerzo de las asociaciones más implicadas hizo el resto, y la propuesta acabó saliendo por unanimidad en el pleno del Congreso. El primero de marzo echamos a andar, y desde entonces han ocurrido suficientes cosas como para que podamos hablar de la posibilidad de un cambio de paradigma en las políticas culturales en España.
Por la Subcomisión, cuyo dictamen se espera para marzo de 2018 y que tiene una primera fase de comparecencias y una segunda de elaboración documental, han pasado catorce voces hasta ahora. En primer lugar, hay que destacar que algunas nunca se habían escuchado en sede parlamentaria. Otras sí. Algunas exposiciones han sido francamente memorables y han dejado huella. La idea de la Subcomisión tenía algo que ver con esto desde el principio, si soy sincero. Los interlocutores tradicionales de las fuerzas políticas podían ser más o menos valiosos, pero no eran suficientes. Faltaban experiencias y situaciones por mostrar. Faltaban otras miradas, prácticas y marcos. En una palabra, faltaba diversidad. Además, el criterio de representatividad que había operado históricamente en las fuerzas políticas no era suficientemente inclusivo. Dejaba fuera aspectos fundamentales de la vida cultural y del tejido profesional y de base, y no prestaba suficiente atención a sectores y espacios menos organizados o no organizados de manera tradicional. Obviamente, un statu quo como este no se transforma en tres meses y medio y en una Subcomisión, pero creo que algunas cosas podrían comenzar a moverse muy pronto, si no han empezado ya.
En segundo lugar, la Subcomisión debe plantearse, por definición, algunos problemas de fondo. Uno muy relevante es el ámbito subjetivo de aplicación de la norma. Hay quien piensa que debe incluir solamente a los creadores, en sentido romántico: el creador individual y ensimismado que unilateralmente da forma a la materia. Algunas personas conciben en un conjunto relativamente restringido de creadores y técnicos, pero amplían el plano. Otras pensamos que tenemos la oportunidad de cambiar de paradigma. Sería un avance irreversible que las diferentes personas, actividades y momentos del proceso cultural entraran en el Estatuto: quien crea la obra y para hacerlo debe formarse e investigar, quien diseña el escenario, quien lo ilumina, quien escribe la música y quien la ejecuta, quien la promueve, quien ilustra un poema y quien lo recita, quien comisaría el conjunto, quien lo hace llegar al público y, en general, quien sostiene todo el proceso con su trabajo visible, invisible o ambos a la vez.
Todas estas personas son indispensables para que disfrutemos de una obra de teatro, una videoinstalación, un libro, una película, una ópera o un concierto. Sin ellas no pagaríamos el precio de la entrada, la descarga, el libro o la imagen. No tienen las mismas características, pero todas o casi todas se ven sometidas a las mismas situaciones sociolaborales, a la misma intermitencia, a la perplejidad por el hecho de que trabajan pero no tienen ninguna posibilidad de mantener una relación laboral, y a la desigualdad entre hombres y mujeres, entre otras cosas.
No es tarea de la Subcomisión definir qué es arte y qué no. Hace siglos que filósofos, críticos, artistas y públicos se encargan de responder y de cuestionar esa pregunta. Pero sí es tarea suya definir cómo y hasta dónde podemos reconocer y empujar actividades todas ellas necesarias para el proceso cultural general. El suelo del Estatuto debe servir para todas las personas y actividades, independientemente de los desarrollos legislativos que luego se den en los diferentes niveles (local, autonómico y estatal) o de los convenios que lleguen a firmarse. Si dejamos fuera a alguien por culpa de una concepción restringida de la cultura habremos perdido una oportunidad histórica. Nos encontraremos, como ocurre ahora en la ópera, con que quienes componen la música y escriben el libreto sí son considerados “creadores”, pero no quienes diseñan y construyen el escenario y el vestuario, por más indiscutiblemente creativa que sea su labor, con todas las consecuencias morales, estéticas y económicas que conlleva. O, valga otro caso, dejaremos fuera a quienes hacen cultura fuera de los principales núcleos urbanos.
Un tercer aspecto importante tiene que ver con el lugar de la cultura y del trabajo cultural en la vida cotidiana, en el imaginario colectivo, el inconsciente social o como queramos llamarlo. En la cultura la vocación y la profesión mantienen una relación difícil, cuando no contradictoria. Muchísima gente sabe o intuye fácilmente en qué consiste ser profesional del fútbol, sea de élite o de tercera división, pero tras tantas décadas (¿siglos?) de precariedad no es tan sencillo saber, por ejemplo, quién se dedica profesionalmente a la música y quién no.
En el ámbito de la cultura hay profesionales que lo son dos meses al año, los fines de semana, durante dos o tres años de su vida, o que dejan de serlo para volver tras una década. También mucha gente que se dedica a la cultura de manera semi-amateur, que tiene una banda de rock pero da clases de Física en un instituto, que hace cine pero todas las mañanas va al bar o a la oficina a trabajar. La casuística es inabarcable. Lo que está claro es que en la inmensa mayoría de los casos son personas con una fuerte vocación. Tan fuerte que muchas se sienten recompensadas solo por subirse a un escenario, bailar, tocar, interpretar, exponer, pintar con su iPad o rodar cortos con su teléfono móvil. Si se evita el riesgo de estetizar la precariedad y de considerarla en sí misma “creativa”, esto es algo maravilloso que debe protegerse y regularse. Pero también tiene que ser posible dedicarse profesionalmente a la cultura. La cultura es un trabajo, y como todo trabajo merece una remuneración justa, así como la posibilidad de llevarlo a cabo con derechos y obligaciones, sea uno autor, intérprete, comisario, técnico o promotor.
La cultura es un trabajo, y como todo trabajo merece una remuneración justa, así como la posibilidad de llevarlo a cabo con derechos y obligaciones, sea uno autor, intérprete, comisario, técnico o promotor
Vivimos en una época en la que el mundo del trabajo está cambiando aceleradamente y en la que los soportes y condiciones materiales de la cultura se transforman de manera continua. En esta legislatura tenemos la oportunidad de poner la cultura a la altura del cambio social y tecnológico, tanto en lo laboral y fiscal como en materia de propiedad intelectual. Creo que de esta manera se comprendería mucho mejor la importancia de la cultura, de sus profesionales y de cómo trabajan, y se entendería más en profundidad que los autores y los profesionales de la cultura merecen una remuneración justa. En mi opinión, no es un hallazgo menor de esta Subcomisión que la magnitud del reto es de tal calibre que ya no pueden reducirse los debates, como había ocurrido en demasiadas ocasiones, a las descargas ilegales y a los derechos de autor.
Estos, siendo un asunto crucial, no pueden hacernos omitir algo decisivo: en condiciones ideales, si en España no hubiera una sola descarga ilegal y la compensación por copia privada volviera a la órbita de los cien millones de euros, seguiría siendo dificilísimo dedicarse a la cultura de manera sostenible. Seguiría existiendo una precariedad gigantesca, mayoritaria, abrasadora, y proliferarían por igual los falsos autónomos, los viajes inseguros tras un bolo en negro, los retrasos en los cobros, los impagos, las cláusulas abusivas, los accidentes sin cobertura legal, la falta de representación sindical y la sensación de que el legislador, en efecto, no está al día de qué va la cultura como algo cotidiano. Y que, por tanto, ni hace ni deja hacer.
En este sentido, quienes pensamos que es necesario poner las leyes y la tecnología del lado de las y los artistas y trabajadores de la cultura a veces nos encontramos acorralados por algunas inercias. Forzaré dos estereotipos al respecto.
Están, por un lado, quienes desprecian a las y los profesionales de la cultura por sus “privilegios”. Se equivocan, pero no merecen desprecio, sino empatía. Empatía para comprender de qué está hecho ese sentido común. Quizá debamos hablar entre iguales, con calma, en un idioma común, y decirnos que la mayoría de los actores o músicos son igual de precarios que otros trabajadores, y que merecen los mismos derechos y oportunidades. Quizá de esta manera se hablaría menos de “artistas subvencionados” y de privilegios.
Por el otro, están quienes se alejan del cambio social, se resienten y se aferran a un paradigma económica y culturalmente agotado. Sin duda, hay privilegiados temerosos de que el modelo cambie, pero las muchas personas nada privilegiadas que piensan parecido no merecen desprecio, sino empatía para compartir en qué sentido el cambio social en curso no lo protagoniza ninguna generación nini-pirata-frívola-millennial, sino un conjunto heterogéneo de personas que han crecido en condiciones sociales, económicas y culturales completamente diferentes, con las que es una obligación y una necesidad dialogar de igual a igual.
El cambio al que me refiero tiene que ver con un enunciado que potencialmente todas y todos podríamos compartir: necesitamos que la cultura sea sostenible. Sería insensato fiarlo todo al trabajo de una Subcomisión, pero ojalá los tres factores que he señalado (la mayor diversidad de voces, la ampliación del concepto de cultura y de la mirada hacia los procesos culturales y la reubicación social de la cultura como sector precario cuyos profesionales merecen derechos y una remuneración justa) sirvan para avanzar hacia un modelo cultural diverso, accesible y sostenible. Si tenemos la valentía y la virtud de mantener estos debates y de añadirle otros, por ejemplo la importancia de la economía colaborativa, de las enseñanzas artísticas o de las políticas culturales en medios de comunicación, seguramente no inventemos nada nuevo, pero estaremos cambiando de paradigma.
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Eduardo Maura es portavoz de Cultura de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea en el Congreso de los Diputados.
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