Lectura
Volver a vivir
Capítulo del libro ‘Una vida’, en el que narra su regreso a Francia, después de su deportación a Auschwitz
Simone Veil 12/07/2017
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La guerra había terminado. Mis hermanas y yo estábamos vivas pero, como muchas otras, la familia Jacob había pagado un tributo muy alto a la furia nazi. Muy rápido comprendimos que no volveríamos a ver ni a papá ni a Jean. Mamá no había sobrevivido a su enfermedad. Milou, esquelética, carcomida por los forúnculos, estaba terriblemente debilitada por el tifus. Sólo Denise y yo volvimos a Francia prácticamente indemnes. Nuestro hogar había sido destruido. Pero nosotras todavía éramos jóvenes. Teníamos que reconstruir nuestras vidas.
Fuimos recibidas de inmediato por nuestros tíos Weismann. Ellos habían vuelto de Suiza, durante la liberación, a una casa saqueada por los alemanes. Además, su hijo André, un chico de veinte años alumno de la Escuela Politécnica que había querido alistarse durante las vacaciones de Pascua, acababa de morir en el frente, en Karlsruhe. Todo esto creaba un clima de profunda tristeza. Pero nos reconfortábamos como podíamos, sobre todo dedicándonos a salvar a Milou. Mi tío y mi tía no estaban convencidos de hospitalizarla. Él, que era médico y a cargo de un servicio de medicina general, estaba perfectamente calificado para saber qué tipo de tratamiento le convenía más a su sobrina. Para hacer un buen seguimiento de los cuidados y de la alimentación, y también para evitar un aislamiento desmoralizador, prefirió que se quedase en la casa. Le dio los mejores cuidados posibles, y mi hermana remontó lentamente la pendiente, al tiempo que muchos otros deportados sucumbían al tifus. Durante todo el año siguiente, todavía marcado por las restricciones, un amigo nuestro nos ayudó a proveer a Milou con productos frescos, leche, manteca y verduras, provenientes de una granja de la región de Brie.
De las semanas posteriores a nuestro regreso tengo un recuerdo borroso. Me costaba volver a darle un ritmo normal a mi vida, incluso en los aspectos más materiales
Denise, siempre independiente, reanudó rápidamente su ritmo. Se había reencontrado con compañeros de su organización y retomó algunos contactos de Annecy y de Lyon. En cuanto a mí, me ocupaba de Milou y salía poco. Primero, porque tenía la cabeza en otra cosa, y también porque me daba cuenta, por las pocas conversaciones en las que había participado, que la gente prefería no saber demasiado de lo que habíamos vivido. Era casi como si se sorprendieran de que hubiésemos vuelto, dando a entender, además, que debíamos haber cometido más de una ignominia para poder escapar. Esta sensación de incomprensión teñida de reproches era insoportable. Sumado a esto, el ambiente en casa de los Weissmann no era muy alegre. Mi tía no lograba recuperarse del dolor de haber perdido a una hermana que adoraba y a un hijo en el que había puesto todas sus esperanzas. Tendía a proyectar todo ese afecto en mí. Mi abuela, que había vivido con nosotros en Niza y había logrado escapar a la detención, se había reunido con nosotros en París. Trataba de consolarse de todas nuestras desgracias mimando a su bisnieta, que mi prima acababa de dar a luz.
De las semanas posteriores a nuestro regreso tengo un recuerdo borroso. Me costaba volver a darle un ritmo normal a mi vida, incluso en los aspectos más materiales. Por ejemplo, había perdido a tal punto la costumbre de dormir en una cama, que durante un mes pude solamente dormir en el suelo. Volví a París en junio para encontrarme con algunos amigos, pero enseguida sentí que mi vida ya no estaba allí. Regresé rápido. En París, las pocas veces que me invitaban a algún lugar, sentía que estaba de más. Me acuerdo de esconderme detrás de las cortinas, en el vano de las ventanas, para no tener que hablar con nadie. Todo lo que decía la gente me parecía tan irreal... Esa sensación me duró años. En los primeros de casada, todavía la seguía sintiendo.
Me encontré con algunos compañeros, entre ellos dos amigas comunistas de Brobek. Ahora vivían en Drancy, y su historia generaba mucho interés. El marido de una había sido fusilado durante la ocupación, mientras que ella había sido arrestada con otra comunista. En Bergen- Belsen, había conocido a un joyero artesano de origen polaco, comunista convencido, con algo de parisino típico. Era un hombre gracioso y generoso, pese a que su mujer y sus cuatro hijos habían muerto en Auschwitz. Después de la guerra albergó en Drancy a las dos amigas. La viuda criaba a su hija, la otra se había reencontrado con su marido, que trabajaba en la confección, y con sus tres hijos. Todos ellos se instalaron entre los dos pisos de la casa del joyero. Vivieron ahí durante años como en un falansterio, unidos por la misma fe comunista y por el recuerdo de lo que habían atravesado. Eran muy buena gente y yo los visitaba a menudo. Necesitaba hablar del campo, y sólo lo podía hacer con ellos. Después, los hijos crecieron y la comunidad se disolvió, pero una de mis dos amigas comunistas siguió viviendo en Drancy hasta su muerte, hace unos años. Era bastante mayor que yo, pero nuestra amistad no se enfrió nunca.
Llegó el verano. Mi hermana Denise, vinculada con Geneviève de Gaulle[1] desde Ravensbrück, me sugirió pasar el mes de agosto en Nyon, Suiza. Así podría recuperarme en una de las villas al borde del lago que habían sido puestas a disposición de los deportados. Las conferencias de Geneviève de Gaulle permitirían cubrir los gastos. La invitación era generosa y la acepté sin dudar. ¡Cómo me equivoqué! Los suizos entendían todavía menos que los franceses lo que habíamos pasado. El ambiente me resultaba muy pesado. Además, como era la más joven –tenía dieciocho años desde hacía algunos días– me encontraba rodeada de gente mayor de la Resistencia que, paradójicamente, parecía soportar mucho mejor que yo el ambiente de pensionado que nos rodeaba. La gente nos hacía preguntas insensatas: “¿Es cierto que los SS hacían violar a las mujeres por sus perros?” Muchas cosas me dejaban atónita. Por ejemplo, la casa estaba dirigida por protestantes, que nos obligaban a dar gracias antes de las comidas. Señoras benefactoras que de manera pedante nos prevenían de que después de todo lo que habíamos vivido, íbamos a tener una existencia difícil y que para ganarnos la vida teníamos que trabajar, aprender dactilografía o inglés, hacer esto o aquello. Estos consejos, dirigidos a mujeres de todas las edades, muchas de ellas ya instaladas en la vida y que salían del infierno, eran particularmente desafortunados y, por decirlo de alguna manera, ridículos. Una noche, fuimos a bailar. La casa cerraba sus puertas a las diez y, como llegamos con quince minutos de retraso, nos reprendieron como si fuéramos niñas de doce años. No es necesario aclarar cuánto detestaba ese moralismo rígido e infantil.
En París, las pocas veces que me invitaban a algún lugar, sentía que estaba de más. Me acuerdo de esconderme detrás de las cortinas, en el vano de las ventanas, para no tener que hablar con nadie. Todo lo que decía la gente me parecía tan irreal...
Un día me acerqué a un vestuario donde colgaba ropa a disposición de las pensionistas, porque ya no nos quedaba nada decente que ponernos. Una mujer se me acercó, miró el vestido que iba a tomar, y no encontró nada más delicado para decirme que: “¡Ah, pero si ese vestido era de mi hija!” Era una extraña concepción de la caridad. Dejé el vestido ahí sin decir una palabra y pensé en ese pasaje de Romain Rolland donde los hijos de la familia burguesa se burlan del hijo pequeño de la mucama porque tiene puesto un viejo pantalón del hijo del patrón. Todo era así, extravagante, chocante, humillante. Nos hacían sentir hasta qué punto nuestras benefactoras eran generosas por hospedarnos bajo sus grandes alas, además del eterno agradecimiento que les debíamos.
Otra vez nos dieron “permiso” –era el término que usaban– para ir a Lausana, pero no solas, por supuesto. Unas familias de Lausana nos pasaron a buscar y nos obligaron a hacer una visita guiada y laboriosa por todos los comercios, donde nos agobiaron con preguntas indiscretas sobre lo que habíamos vivido. En un momento, al ver en una vidriera una gran cartera roja que estaba de moda, una de nosotras, Odette Moreau, gran abogada y resistente deportada, expresó el deseo de comprársela. Vio entonces cómo una de ellas le respondía con sequedad: “¿Qué necesidad tiene usted de una segunda cartera?”
Por suerte, unos primos que vivían en Ginebra me invitaron a su casa. La amabilidad de la familia Spierer fue un contraste enorme. En compañía de sus cuatro hijas, vaciamos las tiendas de Ginebra, una felicidad que me había olvidado que existía. Gracias a su generosidad, pude comprar ropa para mis hermanas y para mí, en una época en la que en Francia no había nada. Desafortunadamente, el resto del episodio fue menos agradable. Cuando crucé la frontera, unos días más tarde, tuve todos los problemas del mundo. Por culpa de un pequeño reloj de marca y un par de zapatos nuevos que tenía puestos, tuve que pagar quinientos francos de tasa de importación. A pesar de que les expliqué que no me quedaba nada, les mostré mi tarjeta de deportada y traté de ablandar a los aduaneros con mi historia y la de mis hermanas, estos funcionarios oficiosos fueron inflexibles: el reglamento era el reglamento. De principio a fin, esa estadía en Suiza sigue siendo un recuerdo muy desagradable.
Poco después de volver de los campos, me enteré de que había aprobado los exámenes del bachillerato que había rendido antes de ser detenida, en marzo de 1944. Aunque todo me parecía muy surrealista, recibí la noticia con alegría. Era un principio de respuesta a la pregunta que Milou y yo teníamos en mente: ¿Qué íbamos a hacer? ¿Retomar los estudios o tratar de ganarnos la vida? Denise ya lo tenía todo solucionado.
Como no quería depender de nuestros tíos, a los 22 años se independizó y se fue a trabajar a Londres y a vivir en la casa de unas amigas. Era una cuestión que se nos imponía, porque nuestra madre nos había convencido de la importancia de tener un verdadero oficio. La habíamos visto tan dolida por no haber podido terminar sus estudios y tener que depender financieramente de su marido, que no queríamos correr la misma suerte. Todavía seguíamos escuchando sus mandatos: “Hay que estudiar para poder ejercer una verdadera profesión.” De hecho, los Weismann también nos empujaban a que estudiásemos, asegurándonos al mismo tiempo el techo y la comida; no podían ser más generosos. Entonces, logramos conseguir unas becas y nos lanzamos.
Desde que recuerdo tuve un objetivo en mente: estudiar Derecho para convertirme en abogada. Cuando volví de Suiza, me inscribí sin ningún problema en la facultad. Y, como escuchaba a mi alrededor hablar del flamante Instituto de Estudios Políticos, heredero de la vieja Fundación de Estudios Políticos, fui a ver cómo eran las cosas en la calle Saint-Guillaume; tenía, a la vez, unas ganas desesperadas de estudiar y la necesidad de mantenerme ocupada. Me anunciaron que el examen de ingreso –que por otro lado era sólo obligatorio para las mujeres– ya había tenido lugar, pero teniendo en cuenta mi situación, fui aceptada entre un grupo de estudiantes que había tenido problemas durante la guerra. Los padres de algunos de mis compañeros habían sido deportados, otro había sido prisionero de guerra, algunos se habían alistado en la Resistencia, en Inglaterra o en Francia. Todos tenían historias particulares y fuertes, lo que no impedía que algunos me viesen como un ovni: no sólo había sido deportada sino que además... ¡era mujer!
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Este capítulo pertenece a Una vida, autobiografía de Simone Veil, publicada en Clave Intelectual.
Sobreviviente del horror de Auschwitz y del nazismo que destruyó a su familia, Simone Veil (Niza, 1927 – París, 2017) dedicó su vida a la lucha contra la discriminación y la intolerancia, a favor de los derechos de la mujer y por la construcción de la unidad europea, que era para ella una garantía de la paz mundial. Responsable en Francia de la despenalización del aborto (Ley Veil), en 1979 presidió el primer Parlamento Europeo surgido del voto universal directo. En 2010 se convirtió en la sexta mujer en entrar en la Academia Francesa.
Nota:
1. Sobrina del general De Gaulle.
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Simone Veil
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