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En 1994 publiqué un libro en el cual, a través de varios artistas, trazaba una panorámica de SoHo, el barrio en el que empecé mis andanzas neoyorquinas en 1972. En Al límite del juego aparece a modo de epílogo una pequeña entrevista donde declaro: “Elegí a estos artistas porque están muertos. Ya forman parte de la historia. Hay otros sobre los que me gustaría escribir, pero están muy vivos aún; no sé dónde acabarán”. Uno de los que nombraba era Jaime Davidovich, que finalmente nos dejó en septiembre del año pasado, un mes antes de llegar a octogenario. Escribí entonces un obituario en el que apuntaba que a lo largo de los años lo había entrevistado en varias ocasiones para diferentes publicaciones. Brillante y polifacético, Davidovich era una generosa fuente de inspiración e información que nunca se secaba.
Ahora retomo la pluma para celebrar un feliz acontecimiento: la Fundación Cisneros y el Institute for Studies on Latin American Art acaba de publicar un libro importante: Jaime Davidovich in conversation with / en conversación con Daniel R. Quiles. El título ya anuncia que es un tomo bilingüe. Tan bilingüe que, de hecho, resulta ser dos libros encuadernados conjuntamente. El bilingüismo es aquí harto pertinente: Davidovich creaba y se comunicaba en ambas lenguas, y quienes lo conocimos podremos leerlo en la lengua que con él utilizábamos y sin tener que buscar las fotos en páginas separadas. Daniel Quiles, profesor de Historia, teoría y crítica de arteen el Arts Institute de Chicago, mantiene una ágil, larga y documentada conversación con el genial argentino, figura seminal en el desarrollo de la televisión por cable e incansable creador conceptual. El prólogo corre a cargo de John Hanhardt, que fue amigo suyo y que, sucesivamente, ha sido director del Departamento de cine y video en el MOMA, el Walker Art Center, el Museo Whitney, el Smithsonian… Aunque este libro es póstumo, Davidovich pudo estar muy al tanto hasta la etapa final de su producción.
Son raras las ocasiones en que un artista puede hablar tan lúcidamente de todo su recorrido —llegando incluso hasta sus últimos días— y contextualizarlo históricamente. A caballo entre dos países, dos lenguas y varias disciplinas, el recorrido de Davidovich es de una riqueza inusual. Nacido en Buenos Aires en 1936, su carrera está marcada por la búsqueda de la expansión del lenguaje artístico fuera de su circuito habitual, sus materiales usuales, su acostumbrada seriedad. La subversión como línea general; la experimentación como día a día; el humor como herramienta para la toma de conciencia. Siempre evitando los caminos ya frecuentados y el acomodo vital que, a ciertas alturas, se considera merecido. En un momento de la conversación, Davidovich dice a propósito de sus años como profesor en Argentina: “No me interesaba socializar, me interesaban las ideas, crear nuevas maneras de enseñar, nuevas formas de mirar al mundo, de mirar las cosas”. Por eso mismo no le preocupó aceptar, en 1960, a los 24 años, un puesto docente en una escuela de arte abierta a sus avanzadas ideas, e instalarse a dos horas de Buenos Aires, obviamente el centro neurálgico del arte argentino. Un año después del golpe de Estado de 1962, cuando las cosas empezaron a cambiar radicalmente, el agregado cultural de la embajada estadounidense le invitó a dar una conferencia en Montreal, en el marco del Congreso de la Sociedad Internacional para la Educación a través de las Artes. Una cosa llevó a la otra y en 1964 llegará a Nueva York, donde habrá de empezar de cero. Para una mente rápida como la suya, Estados Unidos era tierra fértil. Se fue abriendo camino y encontrando colaboradores —entre ellos Judith Henry, que se convirtió en su mujer y socia en empresas tan novedosas como alimenticias— para poner en práctica las ideas que, debido a su proximidad e interés por las nuevas tecnologías, iba concibiendo.
Si bien sus piezas artísticas no entraron en el gran mercado, sí eran seguidas de cerca por la comunidad de vanguardia. Una comunidad que le debió parte de su visibilidad gracias a la televisión por cable, técnica que ayudó a desarrollar. A ella dedicó años y varios programas —emitidos, a veces, desde diferentes ciudades y universidades— que sacaron el arte vanguardista de los reducidos ambientes en los cuales se desarrollaba y lo llevó a muchos hogares. Directores de museos, críticos, músicos, artistas de todo pelaje pasaron por su The Live! Show (1979-1984), donde los espectadores pudimos participar del proceso creativo, no solo oír hablar de él. Ahí la televisión no era un vehículo para “cubrir” la actualidad artística, sino un instrumento artístico en sí. El propio Davidovich, versátil y muy humorístico conductor de eventos, desarrollaba sus performances y facilitaba la participación de los espectadores, cosa totalmente nueva en la era predigital. Jaime iba un paso por delante. Después de la lectura de este libro, esos años pioneros, trepidantes y no siempre fáciles de comprender, resultan… pioneros, trepidantes y de diáfana comprensión.
Una vez acabada la aventura por cable, Davidovich siguió impartiendo conferencias, filmando vídeos y realizando intervenciones con cinta adhesiva, material al que, medio en broma, atribuía el origen de su interés por la cinta magnética del vídeo: “Soy vídeo hasta lo más profundo”. Expuso en museos, universidades y galerías de América y Europa. De todo ello rinde cuenta la conversación que recorre el libro, en la cual, a pesar de brindar una excelente panorámica del estado del arte de vanguardia en las décadas 1960, 70, 80 y 90, echo en falta una faceta del artista: sus exitosas incursiones en los negocios, terreno en el cual era tan creativo como en el artístico. Su agudo sentido de la observación le permitió convertirse en un adelantado también en ese ámbito del cual, fiel a sí mismo, no excluyó la lógica del humor. Y es ese humor lo que extrañaremos más de este artista que se definía como “un argentino que trabaja en Nueva York, en el contexto de un mundo y de unas ideas internacionales”.
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Mireia Sentís
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