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¿De qué se ocupa propiamente el periodismo cultural? ¿Alguien lo sabe? ¿Lo saben los propios periodistas culturales? ¿Lo saben sus jefes de redacción, el director del diario o de la revista en cuestión? ¿Se atreve alguien a definir o al menos a acotar el concepto mismo de cultura que el periodismo maneja? Parece evidente que no, y ello explica en buena medida el despelote que tan frecuentemente cabe observar en las llamadas “páginas culturales”.
La cosa empieza con la indefinición misma del título que, en los distintos medios, se asigna a la sección en que se trata de la cultura, asociada muchas veces a otros conceptos presuntamente afines: “Cultura y ocio”, “Cultura y espectáculos”; o camuflada con etiquetas elásticas, como “Culturas” (así, en plural) o “I-cult” (cualquiera cosa que se quiera entender por ello). Es como si el término cultura, por sí solo, no bastara, o resultara incómodo. Lo mismo ocurre, en el plano político, con los nombres de los ministerios dedicados a la cultura, que rara vez se limitan a ella. Ahora mismo, en España, lo que tenemos es un Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, todo junto y a la vez, para no tener que dar demasiadas explicaciones.
Es noticia cultural el estreno de un espectáculo de danza, la concesión del premio Cervantes o la inauguración de una bienal de arte, pero también el divorcio de un actor, la querella entre los herederos de un escritor, la exhumación del cadáver de Dalí para atender la reclamación de una supuesta hija del pintor, un desfile de moda, el accidente sufrido por un acróbata, la polémica alrededor de unos festejos populares, el descubrimiento de un galeón hundido en las costas de Málaga, el anecdotario del rodaje de un episodio de Juego de tronos en Córdoba o la participación de Ferran Adrià en un coloquio internacional sobre gastronomía.
Todo cabe en ese gran cajón de sastre que es la cultura concebida con un criterio prácticamente antropológico, el mismo, en definitiva, que justifica que se exhiba en las vitrinas de un museo de arte una punta de flecha tallada por un neandertal hace veinte mil años.
Hasta aquí, nada que objetar, como no sea el tratamiento que de cualquiera de estos asuntos suele hacer el periodista cultural en cuestión, a quien la indefinición de su propio ámbito de actuación convierte en poco menos que en un Midas con el poder mágico de convertir en cultura todo lo que toca.
Dado que el objeto de que se ocupa es impreciso e inconsútil, el periodismo cultural queda exento de los imperativos deontológicos –es decir, de los deberes éticos y metodológicos– que pesan sobre sus compañeros de profesión. En realidad, más que informar, el periodista cultural forma la noticia de la que se ocupa. De hecho, él escoge el objeto de su atención, con un margen de libertad desconocido para el resto de sus compañeros. Editores, galeristas, directores de festivales, cocineros, arquitectos, distribuidores, fabricantes de ropa, concejales, agentes...: todos –ya sea en persona, ya a través de sus respectivos “departamentos de promoción”– imploran a la puerta del periodista cultural para que los convierta, a ellos o a sus productos, en “noticia”.
No es de extrañar, así, que el periodista cultural, en muy mayor grado que ningún otro, se comporte cada vez más como un traficante infatuado de su propio poder, a medio camino entre el influencer y el portero de discoteca; que trufe cada vez más sus “informaciones” con juicios de opinión (¿para qué diablos necesitamos a los críticos?); que las redacte con un lenguaje cada vez más lleno de florituras y de cursilería (titulares del estilo “París se rinde a la poesía de Bill Viola”, o “El particular universo de Bill Viola inunda Bilbao”, y cosas así).
Si a eso sumamos la necesidad cada vez más apremiante de atraer la atención a cualquier precio, así sea cultivando el morbo y las más bajas pasiones de los lectores, si es preciso saltándose todo límite impuesto por la decencia, se comprenderá que en las páginas culturales suela encontrarse, en cantidad creciente, basura de toda especie. Tanto más en cuanto se considera de mal gusto, y como un rasgo sospechosamente elitista, pretender cualquier tipo de distinción entre alta y baja cultura, o entre cultura de masas y cultura popular. ¿O no es el público el que tiene la palabra?
¿Quién es el arrogante dispuesto a sostener que toda esa basura no es cultura? Ya lo dijo Nicanor Parra en un impagable artefacto titulado “Best seller”:
La KK se come.
Tanta mosca no puede estar equivocada
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Autor >
Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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