Relato / A cara lavada
1. Una noche sin Luna
La historia que estoy contando no es para nada la de un flechazo. Pero hay una forma de la curiosidad, una atención distinta, esa especie de simpatía espontánea. Misteriosa, que dicen en las novelas rosas
Rosa Pereda 2/08/2017
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Una señora mayor, como yo, no puede permitirse salir a cara lavada por la ciudad, aunque sólo sea a darle una vuelta al perro. ¿Que como cuánto de mayor? Pues mira, eso no lo confieso ni delante de mi abogada, que es Beatriz Bermejo y que acaba de recibir el Premio Isde a la excelencia en la práctica jurídica, codiciado en todos los niveles del aparato de la justicia.
No se lo puede permitir porque hacerse vintage, que decía un encendedor ya agotado, vale, pero parecerlo es lo peor. Y así, como salgo yo por Santander, pantalones chinos de dril, camiseta básica, y no: chanclas casi nunca, pero alpargatas o victorias, hay pocas que se atrevan. Me pongo de disculpa una mudanza con varias toneladas de libros al retortero, pero eso no se lo come nadie. Ni mi amiga Carmen. Te abandonas, me dice. Y no escribes desde que entraron los nacionales. ¿No te estarás deprimiendo? No, mujer. Es sólo el estrés.
Esas pintas llevaba cuando le conocí. Esperando pillar una mesa en la terraza de El Italiano, tratando de que mi perro no hiciera demasiado escándalo, charlando distraídamente con Carmen y evitando cuidadosamente el tema catástrofes domésticas, que en el fondo es el único que me interesa estos días, fumando un pitillo cargado de paciencia. Y con esas pintas, de las que fui instantáneamente consciente.
A ver: la historia que estoy contando no es para nada la de un flechazo. Pero hay una forma de la curiosidad, una atención distinta, esa especie de simpatía espontánea. Misteriosa, que dicen en las novelas rosas. Y sobre todo, inesperada. A estas edades. Y fue, y pasó.
Y así, como salgo yo por Santander, pantalones chinos de dril, camiseta básica, y no: chanclas casi nunca, pero alpargatas o victorias, hay pocas que se atrevan
Y pasó, y pasaron horas hasta que mi amiga Carmen me le presentó. De hecho, ya, mientras compartíamos una milagrosa burrata y los tagliatelle al teléfono, dignos de Cipriani, habíamos hecho un repaso a lo que pasaba en la ciudad, tras la Semana Grande, las aglomeraciones turísticas que no se conocían desde que empezó la crisis, los días de atasco por la caída de una casa, justo a la entrada del túnel de Puertochico al Sardinero, que había ocurrido gracias a la “arquitectura creativa” (ya saben: lo quiero todo diáfano. Con pala demoledora y todo), y al silencio del Ayuntamiento y de la policía local, a los que los atribulados vecinos avisaban cada vez que les temblaba el suelo y se les resquebrajaban las paredes. Hasta que se cayó, literalmente, medio edificio. No, no hubo víctimas mortales.
-- Este verano no tengo ningún caso para ti, me dijo mi amiga Carmen, y parecía un poco picada.
-- Todavía, le contesté en plan agorero. ¿Y qué me dices del Master? Daban unas copas estupendas, aunque era carito.
-- De momento, no hay causa criminal. No ha habido pérdidas personales, y las económicas…
-- ¿Y la gente sin casa?
-- Esa no pasa por mi departamento.
Lo cierto es que la ciudad está conmocionada. Todo lo conmocionada que puede estar una ciudad como ésta, que es menos levítica que Oviedo, pero que tiene esa mirada verde, fija, algo ceñuda, que es un castigo. Aunque sabe muy bien a quien no hay que castigar. Por ejemplo, a los que, según El Faradio, la revista local y cañerísima que no se calla nada y que, si no tengo urgencias de mudanzas, miro un poco cada mañana, han estado trapicheando con las licencias de obra mayor y obra menor. Y no se lea trapicheo en el sentido de comercio al por menor: sólo en el de ir y venir, empresarios, constructores, munícipes…. simpatías, en fin. Eso. Lo normal.
O sea, que Carmen y yo estábamos por pedir la cuenta y un limoncello, que sí, que ya sé que es un bombón nada digno de mi leyenda, pero que me encanta, cuando el susodicho se acercó a saludarla, y ambiguamente a pedirme fuego. Porque yo ostensiblemente tenía, porque yo ostensiblemente fumaba. Alberto, Rosa, dijo Carmen un poco a desgana, mientras me hacía una señal que me llegó rara y a destiempo: ya estaba yo revolviendo el bolso lleno de mil cosas que no enumeraré hasta encontrar el bic pequeño que antes me había venido varias veces a los dedos sin hacer el mínimo esfuerzo. Cuando por fin el maldito mechero dio su llamita, ellos acababan el trivial qué tal todo, bien, y vosotros, y ese vosotros era, claro, de Carmen a Alberto. Encendió mirándome a los ojos, dio las gracias mirándome a los ojos más segundos de los debidos, y dijo que se iban a Castelar a tomar unas copas. Que si nos animábamos. Y nosotras, ni que sí, ni que no. Yo meramente señalé al perro, que ya estaba harto de estar debajo de la mesa, y que lo había hecho notar ladrando lo suyo.
Y fue irse, y a mi amiga Carmen le entra una risa floja. Si te has puesto colorada, se parte. Venga, que a mi edad no pasan esas cosas, pero me dejo llevar por la risa contagiosa, al tiempo que digo que con estas pintas, ni loca me voy a dejar ver por Castelar. ¿Puedes creer que llevo casi un mes aquí y todavía no he ido al Sardinero?
-- Eso te pasa por cambiar de barrio.
-- Sí, y cambiar de barrio es cambiar de ciudad.
Y entonces empezó a darme algunos, pocos detalles, del tal Alberto.
-- Me parece que este verano tu serie no va a ser de crímenes. Va a ser de amor.
-- Ja, digo. Del amor en la edad madura, me cachondeo.
-- Eso. Del amor en la edad madura.
(...)
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Continúa la próxima semana.
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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