Fragmentos de memoria
Tarde de domingo
En 1976, cinco hermanos de entre 7 y 12 años asistieron atónitos a una proyección en Salamanca de ‘Canciones para después de una guerra’ (Basilio Martín Patino, 1976). Ahora, transcurridos más de cuarenta años, agradecen aquella experiencia
Luis Felipe Torrente 14/08/2017
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Aquel otoño del 76 debió de ser borrascoso. En la cartelera cinematográfica coincidieron El desencanto de Jaime Chávarri (pasada ya por la censura) y Canciones para después de una guerra de Basilio Martín Patino (terminada en 1971 pero estrenada después de la muerte de Franco).
Una de aquellas tardes, era domingo, aparecieron cinco niños por el cine de la calle Vázquez Coronado de Salamanca. El menor, siete años. El mayor, doce. Todos hermanos. Entraron a tientas en la única película apta. Se sentaron a medio pasillo, en las filas de la derecha. La sala estaba a rebosar. Instantes después, la oscuridad se rompió con el estruendo del Cara al sol y la imagen del último parte de la guerra civil (“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”).
Los cinco niños, sumidos en la perplejidad, observaban aquella sucesión de canciones e imágenes en blanco y negro sin dar crédito: un pueblo famélico y sediento, sin siquiera el recuerdo de una sonrisa, ahíto, lisiado, enlutado, saludaba brazo derecho en alto, con la palma extendida hacia abajo, a un ejército sin antifaz ni piedad, henchido de orgullo, marcial y soberbio. Las banderas victoriosas habían vuelto. Pendían de los balcones de la Puerta del Sol de Madrid justo cuando entró el rótulo: Canciones para después de una guerra.
Aquellos niños no sabían entonces que en aquella Puerta del Sol en blanco y negro, aquel final de marzo del 39, estaba su madre. Tendría once años. Desde su casa, semiesquina con Carretas, había visto cómo las bombas rebeldes taladraban el suelo de la plaza madrileña, justo donde hoy se alzan el Oso y el Madroño. Había desayunado, comido y cenado mondas de naranja. Y había visto aquella masa de gente famélica saludar el final de una guerra que era el fin del hambre.
Por aquella pantalla otoñal del Cine Salamanca el celuloide continuaba desgranando los meses, los años de la postguerra. Permanecían el luto, el silencio y los susurros. Del No pasarán” al Ya hemos pasao en la voz de Celia Gámez.
Eran fragmentos de memoria visual trenzados sobre el pentagrama de un cancionero sin más dueño que las voces que lo tarareaban. “Canciones para sobrevivir, canciones con calor, con ilusiones, con historia. Canciones para sobreponerse a la oscuridad, al vacío, al miedo”. Lo decía una voz antigua y fatigada sobre imágenes sepia de mujeres haciendo punto rítmico y sumiso, el pelo recogido en moño y botonadura hasta el cuello.
Canciones para sobrevivir. Como sobrevivió Miguel de Molina para espetarnos desde su exilio argentino su Bienpagá mientras se lamía las postillas que habían dejado en su cabellera los muy católicos Sancho Dávila y José María Finat y Escrivá de Romaní. O canciones para revivir, como hizo Rosa León (sí, Rosa León), que nos cantaba “Yo te diré por qué mi canción te llama sin cesar” en una imitación tan perfecta que le hubiera pasado inadvertida a la mismísima Nani Fernández.
Eran fragmentos de canciones que, como dejó dicho Manuel Vázquez Montalbán, la gente utilizaba “como una especie de gasolina del espíritu para sobrevivir en los años 40, pues aquellos versos, de hecho, alimentaban de esperanza, de sentimiento y de fe a la gente. Eso era lo que los hacía especialmente conmovedores”.
Se refería MVM a coplas como la nombrada Bienpagá, o Tatuaje, Francisco Alegre, La morena de mi copla, o el sinuoso Lerele que ejecuta Lola Flores en la película de Martín Patino.
Copla. Lola Flores. Lo apuntaban Montalbán y Patino, y lo dejó escrito aquí hace unas semanas Esteban Ordóñez: A Lola --como a la copla-- “se la quería desterrar, reducirla a un mero heraldo de lo casposo y del régimen, de ‘lo español’ que se requemó en manos de Franco y quedó inutilizable, repudiado, olvidando todos que en ‘lo español’ no cabía solo la dictadura”.
Transcurrida hora y media, con la entrada de los títulos de crédito, se fue el caimán y llegó Lilí Marlén. La sala se iluminó, el público –adulto, muy adulto-- volvió al presente de una tarde de domingo. Franco había muerto un año antes, pero en la pantalla aquellos niños habían visto retazos musicales de algo parecido a la prehistoria.
Han pasado muchos años. 80 desde que se rodaron aquellos planos con los que comienza Canciones para después de una guerra. Y 40 desde que se pudo estrenar. Aquellos cinco niños superan ya el medio siglo. Gracias a la perplejidad que les produjeron aquellos 90 minutos de historia condensada, gracias a aquella tarde otoñal de domingo, gracias al cine de Basilio Martín Patino, hoy pueden mirar el pasado desde otro ángulo, desde una perspectiva que incluye indagar y comprender las biografías, memorias, recuerdos y vidas de sus abuelos, de sus padres, de sus hermanos y de sus hijos. De aquel siglo XX. De este país.
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Autor >
Luis Felipe Torrente
Nacido en Albany (EE. UU.) pero criado entre Galicia, Salamanca y Madrid, donde vive. Es guionista del programa Ochéntame otra vez de RTVE. Antes trabajó en Canal +, CNN+, Telemadrid y Cuatro. Ha hecho varias películas documentales con su socio Daniel Suberviola, entre otras, el libro+documental Manuel Chaves Nogales: El hombre que estaba allí, finalista de los Goya en 2014.
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