HEROÍNA EN ZAPATILLAS
1. Liberación violenta: de Enyd Blyton a las supervillanas
Pilar Ruiz 16/08/2017
Killer Frost (Escarcha Asesina)
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Todo pasó en algún momento de los primeros 80.
Pónganse en situación: patio de colegio, voces infantiles, la goma, la cuerda, uniforme y monjas -pero jesuitas-. Miras a tu alrededor y todos los amiguitos son amiguitas; los profesores son profesoras; el director, directora y el recreo, “recrea”, sin futbol invasor.
Estamos en los tiempos de la educación concertada no-mixta, cuando las niñas se criaban en un mundo híper femenino sin aparente presión masculina y fuera de clichés: en las funciones escolares unas niñas hacían personajes de chicas y otras personajes de chicos; nadie miraba mal a una cría vestida de vaquero que pegaba tiros con pistolas de pistones y no existía la plaga del rosa: solo las más afortunadas podían lucir cosas, lo que fuera, de Hello Kitty. Si además no tenías hermanos varones y vivías en una –reciente- comunidad autónoma del norte de España donde el matriarcado celta ejerce todavía su callada influencia, la liberación por omisión se extendía al terreno familiar. Podría parecer que vivíamos en una especie de amazónica Themiscyra.
Sobre esas niñas reales sobrevolaban otras niñas; las de ficción. Como Antoñita la Fantástica de Borita Casas, Celia de Elena Fortún o la heroína de tebeo de Purita Campos Esther (y su mundo), en la revista Lily. También las más sofisticadas de Enyd Blyton y sus Santa Clara, Torres de Mallory y Los Cinco con aquella Georgina-Jorge: la primera transgénero percibida, que no contada, inscrita a fuego en nuestras meninges lectoras.
De pronto, todas esas amigas divertidas y cercanas, con su rebeldía afable, desaparecieron de un plumazo. Y no por su culpa. La culpable eras tú, que estabas mutando igual que un personaje de X-Men: te venía la regla y salían pelos, te quitaban los vestidos de nidos y ya no valía nada de lo anterior. Hasta los referentes se habían quedado viejos y pequeños, como el uniforme del cole.
Lo cierto es que desde la más temprana niñez nos acostumbraron a no ser exigentes ni hacer muchas distinciones a la hora de encontrar patrones o referencias. Mirar hacia atrás supone encontrarnos a una niña de 11 años leyendo “Héroes en zapatillas” (Pisani, Gavaldi), best-seller desde su publicación en el año 1981, un compendio de biografías contadas con viñetas y rimas divertidas dirigido al público infantil. Por ahí pasaban los grandes nombres de la Humanidad: Pitágoras, Nerón, Luis XIV, Marco Polo, Colón, Atila, Cervantes, Napoleón, Leonardo da Vinci, incluso personajes de ficción como Ulises… Grandes nombres. Grandes hombres.
A falta de figuras femeninas históricas a quienes admirar o emular, siempre nos quedaría el territorio de la ficción donde explorar –inconscientemente, claro- la existencia de algún referente femenino. Por eso fuimos a la vez Luke y Leia: las niñas de entonces podíamos desarrollar identidades bisexuales. Aunque no haya comparación entre un personaje (o dos) de George Lucas y Leonardo Da Vinci: una niña siempre tiene que conformarse, esto es lo que hay. Lo que sigue habiendo.
El asunto, al crecer, se ponía aún más crudo. En el panorama literario, televisivo y cinematográfico de los años 80, resultaba fácil encontrar referentes para niñas, es decir, asexuados, pero no para chicas adolescentes. Las jovencitas que salían en las películas toleradas nunca protagonizaban la función y solían ser unas ñoñas sin sangre (Georgina-Jorge, ¿dónde estás?) a la espera de que los chicos las sacaran de los embrollos. Quizá el mejor ejemplo sea el de la novieta de Marty McFly en la trilogía de Regreso al futuro, un personaje-nada al que los productores podían cambiar la cara (la actriz) o hacerla dormir durante toda la segunda entrega. ¿Cómo sentirse reconocida en un personaje así? Ante nosotras se abría un abismo de soledad, nos habíamos quedado sin compañeras. Y entonces llegaron ellas para salvar nuestra ochentera pubertad: las supervillanas.
Posiblemente, el culpable indirecto de su aparición fue el Superman de Richard Donner (1978) y sus dos secuelas, cuando la influencia del cine visto en salas en un mundo sin VHS ni Beta era enorme: algo que les resultará difícil de creer a los nativos de la era Netflix. A rebufo del kryptoniano interpretado por Cristopher Reeves llegó la moda y la invasión de los superhéroes y un repunte en las ventas de tebeos juveniles en esa edad de oro que supusieron los años 80 para el cómic adulto en nuestro país. Corrieron por nuestras manos historietas y cómics atesorados por nuestros tíos pequeños: la colección MARVEL y la Dark Horse hasta llegar a los CIMOC y Metal Hurlant. (Pero eso es otra historia) Pero las superheroínas casi brillaban por su ausencia en el quiosco –tímido intento de Supergirl-, en el mundo de la historieta gráfica seguían decidiendo hombres tanto en el lado creativo como en el mercantil, y la chica solo podía ser la novia del héroe (más chicas Mc-Flys), o la villana.
Puede que la liberación femenina empiece cuando una niña juegue a ser una supervillana mientras los niños simulan convertirse en superhéroes, pero entonces no lo sabíamos, cuando corríamos por aquellos pueblos, jardines y parques sin vigilancia adulta, en esos veranos libérrimos en los que volvías a casa en la BH cuando se encendían las farolas, solos, disciplinados en el cuidado infantil entendido a la manera ochentera esa que haría palidecer a los progenitores de hoy día y que consiste en echar un vistazo, decir “¿qué tal va todo?” y desaparecer minutos después, benditos sean.
En una ocasión, uno de los padres se acercó a nuestro terreno de juegos para preguntar: “¿A qué jugáis?” La respuesta fue: “A los superhéroes. Yo soy Escarcha Asesina”. El papá lanzó una carcajada al escuchar el nombre. Batman o Supermán no daban risa, no resultaban ridículos aunque vistieran mallas, slip por fuera y capa al viento, pero sí la dama de hielo. La burla aún puede oírla esa niña resonando en sus oídos, aunque ya sea adulta.
Escarcha Asesina (Killer Frost) es un personaje de DC Cómics, creado en 1978 por Gerry Conway. La razón de su villanía no puede ser más clásica: una mujer despechada por un amor no correspondido, se convierte en un monstruo que congela a sus enemigos: el paradigma de la idea masculina de la arpía. En la mitología griega, las Harpías o Arpías (en griego antiguo ‘la que vuela y saquea’) eran hermosas mujeres aladas que cumplían el castigo impuesto por Zeus a Fineo: volando, robaban su comida antes de que pudiera probarla. Pero por alguna extraña y extra-mitológica razón, el paso del tiempo las hizo genios maléficos y monstruosos, enviadas por dioses cabreados para lanzar sobre la humanidad hambrunas, pestes y toda suerte de infortunios. En la eterna tradición de Lilith, “arpía” ha sido siempre un insulto exclusivo para definir la maldad femenina, sin equivalente en versión masculina.
Modelos esencialmente violentos, las supervillanas son malvadas asesinas de héroes. Grandes guerreras sin reparo en repartir mandobles igual que un hombre y además, sin culpa. Y bellas, muy bellas, para que su condición de ángeles caídos desde las alturas de la feminidad pasiva quede clara. Nuestras chicas malas nos encantaban con sus curvas, sus atuendos imposibles y sus súper poderes, que las hacían si no invulnerables, desde luego sí independientes. Y, sobre todo, las amamos porque no tenían miedo. (“Ten cuidado”, “No salgas de noche”, “No vayas sola”, “No te juntes con gente rara”, “¿Vas a salir así vestida?”, “No hay que fiarse de nadie”.)
Sin burdas lecturas psicoanalíticas, ni tan siquiera de género, ¿cómo no íbamos a querer ser como ellas? ¿Quién quiere ser una pobre chica asustada cuando puedes vencer a Superman? ¿Quién puede preferir estar dormida mientras Marty viaja en el tiempo? Bien; cosas de niñas, dirán muchos. ¿Seguro?
No hay como leer el excelente ensayo Wonder Woman: El feminismo como superpoder (Editorial Errata naturae) de Elisa Mc Causland, para comprender que el poder de la ficción puede cambiar nuestra percepción del mundo. Y no solo eso. Elisa, gran conocedora del universo cómic, afirma que Wonder Woman siempre ha sido una figura antisistema, un mito que cuestiona todas las estructuras, incluso el significado de ser mujer.
Desde las alturas académicas -con gloriosas excepciones-, siempre se ha despreciado el poder de la cultura popular para transmitir mensajes que calen en la sociedad, considerada como vehículo de mero entretenimiento: literatura infantil y juvenil, cine, cómic, televisión… Y sin embargo, esas ficciones son fundamentales porque han conformado nuestros valores, nuestra conexión con los otros, la idea de nosotros mismos y de nuestro paso por el mundo. Incluso nuestra capacidad de liberación y de transformación. En este sentido, podría decirse que las superheroínas no son tan distintas de las supervillanas: están hermanadas en su condición de monstruos femeninos al haberse rebelado al dictado de su condición, de la norma general, sean cuales sean sus objetivos. Las niñas de hoy pueden tener por modelo a una Wonder Woman; si no existiera habría que inventarla. Pero algunas seguiremos fieles a nuestras queridas arpías, malas educadoras de niñas rebeldes. Vosotras y otras como vosotras sois las culpables de que hoy el mundo tenga que aguantar ese incordio feminista.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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