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Obituario

Un cineasta llamado Jerry Lewis

En una sociedad tan conservadora como la estadounidense, hacía de las suyas bajo la máscara del humor con el juego de la imaginación, último reducto de la libertad social

David Felipe Arranz 23/08/2017

<p>Una imagen de <em>El profesor chiflado.</em></p>

Una imagen de El profesor chiflado.

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Haber escrito y dirigido con tanta maestría y genialidad hacen de Jerry Lewis, que acaba de dejarnos el pasado domingo, una de las figuras creativas más excepcionales de la historia del cine. Fue capaz de reírse de sí mismo y de una industria del exceso hasta tocar fondo, y de mantener la cabeza fría en los momentos en que la lasciva fama lo abrazaba sin soltarlo, a comienzos de la década de los años 60. Aunque el actor judío sólo le hizo una concesión: se dejó amar durante un mes por Marilyn Monroe según propia confesión a GQ en 2011, lo suficiente para tocar el cielo.

Cualquiera que vea El profesor chiflado (1963) –su obra maestra–, una alocada adaptación de la novela de Stevenson que ha sido imitada hasta la saciedad por directores menos talentosos, se da cuenta de que el encontronazo del apocado profesor de química Julius Kelp con su otro “yo” instintivo y salvaje Buddy Love no es sino un poema de amor a Stella Stevens, que iba para Marilyn. Fue muy hábil, porque bajo la apariencia de una película divertida, inofensiva y mainstream, Lewis realizó una demoledora crítica de la sociedad estadounidense, salpimentada con una solo escena de auténtico terror: la transformación del docente en el superhombre en el laboratorio. El cuarto largometraje dirigido por Lewis arremete contra las castas universitarias y la asfixia del profesor humilde frente a las superestructuras de poder representadas por el decano Warfield. La jerarquía académica lleva al superviviente Kelp a la extenuación, una situación que sólo puede cambiar él mismo con sus conocimientos químicos y transformarse en otro hombre, su némesis, que dé la vuelta a la situación. También los alumnos aparecen distraídos, torpes de raciocinio y sólo interesados por el deporte –el fútbol americano–, otro puyazo al impulso del ejercicio físico frente al intelectual tan común a tantos gobernantes que se olvidan de que lo que ha de habitar in corpore sano es una mens sana. Stella lo invita a la Caverna púrpura, el antro nocturno donde todo el mundo se encuentra y Kelp acude para seducir a la muchacha… como Buddy Love –probable caricatura de Dean Martin–, saltándose sin pestañear el protocolo profesor-alumna. Ambos se transforman, porque Stella pasa de ser la inocente estudiante universitaria a una habitual seductora que es seducida. Lewis da rienda suelta al deseo del público masculino, de la misma forma que lo hicieron el propio Stevenson u Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray: ser otro siendo nosotros al mismo tiempo y perdernos en la noche cometiendo todo tipo de tropelías y excesos sin ningún cargo de conciencia. Sexo, alcohol y peleas al alcance de la mano con la garantía de salir indemnes de todos los lances en la piel de nuestra versión de supermacho. En una sociedad tan conservadora  como la estadounidense, el demócrata Lewis hacía de las suyas bajo la máscara del humor con el juego de la imaginación, último reducto de la libertad social. Ahora los alumnos suspiran por llegar a ser algún día como Buddy y ellas sueñan con desfallecer alguna vez entre sus brazos.

Bajo la apariencia de una película divertida, inofensiva y mainstream, Lewis realizó una demoledora crítica de la sociedad estadounidense

Colega de los negros a los que contrataba en sus shows cuando los supremacistas ya tiraban a matar, miembro declarado de la comunidad cómica hebrea cuando esta era objeto de escarnio, pionero de los maratones televisivos para causas benéficas, amigo personal de JFK en su momento más impopular, Lewis arremetió contra toda una herencia de hipocresía y xenofobia y acumuló, siempre a contracorriente, todas las papeletas para que se le retirara todo reconocimiento de la conservadora Academia que fue contestada con la abrumadora respuesta de la taquilla. En Francia los sesudos críticos de Positif y de Cahiers du cinéma–Douchet, Labarthe y Benayoun– le hicieron reverencias cuando viajaba a París porque sabían que compartía con Jacques Tati esa magia e intimidad de las cosas cotidianas que se rebelan, que hacen que uno entre en catarsis. Era uno de los suyos porque militaba en las filas de los francotiradores artísticos de toda aquella moralidad maligna.

Su insondable Stanley de El botones destruye a su paso el bienestar de las sabandijas del establishment y enloquece a los adinerados inquilinos del lujoso hotel de Miami Beach. El botín de Jerry Lewis es el sistema, porque es un anarquista que se pone en solfa: en otro momento de la película desmonta su propia leyenda en la soberbia secuencia de la llegada de Jerry Lewis, en un desdoblamiento argumental entre el botones y la superestrella de Hollywood. Lewis se observa desde fuera acompañado de su séquito y fans, se empuja frente a la recepción, se distorsiona, se ridiculiza, soporta las carcajadas falsas de su público que ríe cuando no debe… Una delicia de escena.

Lewis sabía que la moral burguesa había que asesinarla y que nada le podía gustar más a la clase media ver cómo un inocente y límpido chico de los recados era capaz de reventar una reunión de ejecutivos de la Paramount  o un candidato perfecto a estrella podía torcer los planes de unos productores en Jerry Calamidad (1964), una de las primeras películas sobre los estragos que un equipo de representantes puede provocar en un ingenuo principiante. Sus conocidos primeros planos de rostros enfrentados dentro de un ascensor, nariz con nariz, recomponiendo el sombrero de su antagonista o arreglando un cigarro al otro, siempre el “ofendido”, pertenecen a la antología del humor de celuloide porque por proximidad prácticamente se convertían en un beso de efecto devastador. Normalmente es un jefe, un superior, un pope el que sufre el estropicio del objeto deshojado y desintegrado en cuestión de segundos por la acción de Jerry Lewis, al que si no lo acababan apaleando, sus acciones lo hacían nietzscheanamente más mortífero.

La sacrosanta sociedad estadounidense, que es a la par la más hipersexualizada en los años 60, es puesta patas arriba porque Lewis, al igual que los Marx o que Harold Lloyd, ha venido a demoler los escleróticos andamiajes conservadores y a crear un orden más justo. Recordemos el sarcástico parlamento del coronel Hawthorne (Terry-Thomas) en El mundo está loco, loco, loco (1963) –en la que Lewis tiene un divertido cameo al volante– sobre la industria de los sujetadores y la economía de los Estados Unidos: “le apuesto lo que quiera a que si las mujeres americanas dejaran de llevar sostenes, la economía nacional se vendría debajo de la noche a la mañana”. De ahí que sus ataques, bajo el signo indisimulado de la torpeza, vayan dirigidos a altos ejecutivos, gánsteres corruptos, banqueros, jefecillos de planta de grandes almacenes, mujeres enjoyadas, estirados caballeros del Sur, médicos ignorantes, policías con escasas luces… y todo lo que huela a autoridad. Sin duda asistimos también en Caso clínico en la clínica (1964) –dirigida por su maestro Tashlin– a la demolición de la casta  facultativa, igual que hicieron los Marx en Un día en las carreras. Y en El terror de las chicas (1961) se percibe el homenaje al Buster Keaton de Siete ocasiones (1925), mítica fábula moral que ridiculiza el sueño de todo macho alfa: verse perseguido por una legión de féminas sedientas de afecto.

Lewis estuvo pecando concienzudamente contra la tranquilidad de conciencia del cubículo humano incluso con sus proyectos más arriesgados

Se multiplicó hasta siete veces en Las joyas de la familia (1965) para, riéndose de los ricos y sus copiosos legados, emular el alarde de sir Alec Guinnes en Ocho sentencias de muerte (1949) y demostrarle al entonces amo de la comedia, Peter Sellers, que aquello de la caracterización múltiple era pan comido. Y que él podía ser tan irónico y tan disidente como el que más, sin Dean Martin al lado levantándole la ceja o la chica. Porque hay una condescendencia de artesano en su cine que es a la vez beligerante y que ayuda a comprender, por ejemplo, hasta dónde puede llegar el espesor gelatinoso de una madrastra moderna –El ceniciento (1960)–, la facilidad criminal con la que la gente mata por un fajo de billetes –¡Qué me importa el dinero! (1962)— o en manos de qué compañías y tripulaciones nos ponemos cuando subimos a un avión –Boeing Boeing (1965)– . Pero es en su faceta como creador donde se pronuncia su sangre de amotinado social, a tal punto que después de reírse de Hitler y de los aliados a partes iguales en la admirable ¿Dónde está el frente? (1970), hubo de ver cómo la industria le cerró las puertas con la arriesgada The Day The Clown Cried (1972), durísima película que transcurre en un campo de concentración, secuestrada por el propio Lewis hasta 2024, influida por El gran dictador y un claro precedente de La vida es bella. Jamás quiso hablar del proyecto que acabó con sus propios recursos tras la fuga del productor, el húngaro Nathan Wachsberger, al comenzar el rodaje en Estocolmo. Lewis estuvo pecando concienzudamente contra la tranquilidad de conciencia del cubículo humano incluso con sus proyectos más arriesgados. La secuencia de las rebajas de enero en Lío en los grandes almacenes (1963), a las órdenes de Tashlin, en la que un violento regimiento de mujeres entraba tomaba al asalto la planta de ofertas y terminaba quitándole la ropa retrata la marea inquieta, domesticada y socializada por el marketing , la otra cara del desarrollo, clavada por Lewis en un anuncio sobre la pared de cualquier edificio, atribuciones sólo concedidas al bufón en la corte del dólar.  

Cuando el clown se hizo mito, un joven cineasta que lo había idolatrado en su niñez y que acababa de dar la campanada con Toro salvaje llamado Martin Scorsese lo convenció para que protagonizase una película sobre una celebridad de la comedia acorralada por la fama: El rey de la comedia (1982), sin duda su mejor papel porque era la historia de su vida, en la última etapa, y se mostró con sus enormes gafas: el rictus plomizo, los ojos aguamarinos, la piel cobriza y los brazos largos, florecidos de sempiternos anillos y deslizándose a lo largo de su generosa estatura. Los andares expertos. Por fin otra mirada fue capaz de sacar a la luz las bambalinas del payaso. Más real y esplendente que nunca. Como reza aquel título que protagonizó en 1954 a las órdenes de Norman Taurog, mientras rodó y ejecutó los proyectos que quiso, sin duda el revolucionario Jerry Lewis fue feliz viviendo su vida. Libremente.

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David Felipe Arranz es filólogo, periodista y profesor de Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha publicado varios libros y colabora habitualmente en prensa, radio (Capital Radio) y televisión (Non Stop People de Movistar Plus y “Secuencias 24” del Canal 24 Horas de TVE). Su último libro es Escrito al raso. Artículos político-festivos (2007-2017). (Pigmalión, 2017).

Twitter: @dfarranz

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