Tribuna
Víctimas, símbolos y memoria
Es el recuerdo de las víctimas lo que da solidez simbólica a la democracia como un sistema político que respeta la exigencia de justicia
José Antonio Pérez Tapias 25/08/2017
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A los que fallecen les debemos el duelo con el que a la vez los que permanecemos vivos reordenamos nuestro mundo, descompuesto por su ausencia. Cuando los que murieron fueron asesinados, padeciendo la muerte violenta que injustamente les arrebató la vida, su condición de víctimas obliga aún más al ritual funerario con la dignidad que en el acto criminal no les fue reconocida, mientras que con ello nos rehabilitamos los deudos acometiendo la tarea imposible de rehacer un orden que quedó irreparablemente roto. Si las víctimas lo fueron de un ataque terrorista que en su barbarie arremetió indiscriminadamente contra ciudadanas y ciudadanos tan inocentes como indefensos, la dimensión del duelo se ve acrecentada en el espacio público, ya no sólo para ofrecer colectivamente el solidario consuelo que una sociedad pueda dar a familiares y amigos de quienes han sido masacrados, sino también para intentar reconstruir el orden simbólico dañado por la violencia extrema aplicada con la intención declarada de sembrar el terror. Ante un atentado terrorista, la respuesta colectiva, máxime aún con los cuerpos de las víctimas golpeando no sólo nuestras retinas, sino también nuestras conciencias, busca los cauces apropiados en la vida pública asumiendo con ello una dimensión política que por fuerza acompaña a su componente moral.
Los atentados que han tenido lugar en Cataluña a manos de seguidores del llamado Estado Islámico –autopercibiéndose como “soldados” que, entre el fanatismo de su organización y la frivolidad mostrada desde su juventud, son capaces de morir matando en aras de la fantasía reactiva de un anacrónico califato--, han originado decenas de heridos y 15 personas muertas –contando a quien fue asesinado para robarle en precipitada huída el coche que conducía–. Ellas son víctimas que han activado una conciencia ciudadana que desde el fatídico día de tan brutales hechos no ha dejado de manifestar su dolor, su solidaridad y su indignación. Tal caudal de emociones, sentimientos, gestos, palabras, reflexiones… es el que desemboca en la manifestación convocada en Barcelona como punto culminante del duelo colectivo y momento álgido de la respuesta social a un inhumano atentado que, no siendo único –desgraciadamente ha tenido luctuosos precedentes–, es de temer que tampoco sea el último. Ello es razón añadida para acometer adecuadamente la reconstrucción simbólica de la solidaridad social en un trance como éste, lo cual entraña una pertinente autoconvocatoria de los afectados –y lo somos todos en tanto ciudadanía-- a una respuesta política adecuada a quienes siembran el terror y golpean mortalmente para recoger los frutos de su maldad.
La compleja realidad del terrorismo yihadista en la época de la globalización hace difícil la lucha para su erradicación. Los diversos análisis, la voz de los expertos y las reflexiones vertidas en los medios de comunicación van mostrando la necesidad de neutralizar las causas que se hallan no sólo tras las acciones terroristas puntuales, sino también, por supuesto, de la realidad organizativa, de los modos de reclutamiento y de las fuentes de financiación del Estado Islámico, teniendo muy en cuenta los factores geopolíticos que han propiciado su surgimiento y expansión –hoy contenida por las derrotas que sufre en Siria e Irak--. Igualmente se evidencia la necesidad de eficacia antiterrorista no sólo en lo que toca a los factores objetivos intervinientes en las criminales actuaciones de los yihadistas, sino también en lo atinente al “factor subjetivo” que entra en juego en la manera en que se configuran identidades y se conforman voluntades en los procesos de subjetivación, que en modos muy patológicos conducen a las adhesiones ciegas con que los reclutados al servicio de la muerte quedan dispuestos para una “guerra”. Adhesiones que recubren con la versión más fundamentalista del Islam, en la cual –conviene subrayarlo frente a tanta islamofobia fascistoide– la gran mayoría de los musulmanes no se reconoce –es más, la padecen en grado sumo–.
la opinión pública –contando con las nuevas vías para su conformación, las redes sociales– se muestra exigente con los poderes públicos bajo cuya responsabilidad recae, de una manera u otra, la lucha antiterrorista
La respuesta ciudadana al terrorismo yihadista tiene presente la índole de sus asesinatos, por lo que suponen para las víctimas y lo que significan para la sociedad, lo cual implica una consciencia que no acepta que se vean relativizados aludiendo a meros datos en cuanto a la probabilidad estadística de ser objeto de ellos. Por ello, la opinión pública –contando con las nuevas vías para su conformación, las redes sociales-- se muestra exigente con los poderes públicos bajo cuya responsabilidad recae, de una manera u otra, la lucha antiterrorista, la que se lleva a cabo por mor de la vida de todos y cada uno, a la vez que por la dignidad de la democracia como el sistema de derechos y libertades que colectivamente hemos de defender. Es por esa misma exigencia por lo que la ciudadanía muestra su rechazo a los intentos ya de capitalizar unilateralmente los éxitos contra el terrorismo –todo el mundo comprende lo que es reconocimiento debido a las actuaciones policiales bien ejecutadas--, ya de mirar sesgada e interesadamente sólo a los errores cometidos. Es por ello un clamor ciudadano el que se levanta demandando que haya leal coordinación entre los cuerpos policiales que despliegan su actividad en los diferentes niveles de un Estado complejo como el nuestro. Como cualquiera puede entrever, ello depende fundamentalmente de la lealtad política entre los gobiernos central y autonómico en cada caso –Generalitat de Catalunya en el que ahora nos ocupa-, sumando también, por razones obvias de seguridad, prevención y eficacia, a los gobiernos municipales.
Se equivocará, y se verá políticamente penalizado por ello, quien desde un gobierno u otro, un partido u otro, no atienda el reclamo ciudadano de leal cooperación antiterrorista, lo cual es extensible a lo que sea espectáculo (de todo punto fuera de lugar) por acaparar espacios o difundir abusivamente la propia imagen en un momento en el que sobran afanes desmedidos de protagonismo de instituciones y cargos públicos que han de estar a la altura de las circunstancias en vez de rebajarse a lo que es farsa inadmisible en medio de la tragedia. Pero puede decirse más: se confundirá quien no sea capaz de comprender incluso que hay una conexión estrecha entre la indispensable coordinación antiterrorista y la reconstrucción de ese orden simbólico sobre el que gravita la convivencia social y que el terrorismo precisamente pretende dinamitar. Estamos, de hecho, ante una durísima violencia para aterrorizar al máximo que desborda lo que sería una violencia instrumental en función de objetivos concretos. El terror yihadista pone perversamente a funcionar todo su arsenal no sólo físicamente mortífero, sino pretendidamente destructor de un mundo que, desde el resentimiento acumulado, le resulta inaceptable. Y apunta para ello a su corazón simbólico. La respuesta democrática al terrorismo no debe pasar por alto ese “detalle” crucial.
Recomponer, de la mano del duelo, el orden simbólico de una sociedad democrática no es tarea fácil tampoco. El seísmo que en él provoca un atentado mortífero pone a prueba su consistencia. A la hora de reconstruirlo afloran, por ello mismo, sus contradicciones. ¿Ese orden simbólico da cobertura a una democracia en verdad inclusiva, en la que el diálogo intercultural, por ejemplo, sea efectivo? ¿O es un orden simbólico enredado en mil filigranas ideológicas para encubrir desigualdades que obstruyen el exigible reconocimiento de legítimas diferencias?
Preguntas como las expuestas no aparecen formuladas en el aire, sino emergiendo de la misma realidad sociopolítica en la que vivimos, la cual viene configurada desde una historia y articulada identitariamente desde una memoria. De ahí que cuando al hilo del duelo por las víctimas de los atentados se hace memoria de ellas y a la vez se reconstruye un orden simbólico tocado por la “violencia ultrasubjetiva” de los terroristas –en medio de las violencias estructurales de nuestro mundo--, es obligado poner ambas cosas en relación. Es la memoria de las víctimas, víctimas que a pesar de su anonimato hoy recordamos y para las que en el largo mañana se proponen memoriales en los que sus nombres queden recogidos, la que da solidez simbólica, una vez más, a la democracia como sistema político gravitante sobre exigencias de justicia, las que ellas plantean desde una involuntariedad que aún las hace más perentorias. A los vivos esa memoria nos obliga a mantener el compromiso con la democracia que el terrorismo agrede en la carne de sus ciudadanos y ciudadanas. Ojalá las manifestaciones en homenaje a las víctimas, contando además con las múltiples procedencias de éstas en una Barcelona cosmopolita, concluyan en promesa compartida a favor de una democracia en la que los derechos de cada cual sean reconocidos como sagrados. Porque si hay algo que laicamente debe ser reconocido como “santo” por creyentes y no creyentes ha de ser, como decía el filósofo Emmanuel Lévinas, la dignidad de cada uno protegida en todo caso por un imperativo de inviolabilidad, es decir, de no profanación. Tal es el contenido del universalismo moral para el que la memoria de las víctimas pide traducción política.
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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1 comentario(s)
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Pedro A. García Bilbao
El orden simbólico democrático de nuestra democracia, sr. Pérez Tapias, y que su partido ha votado mil veces exige que sigan siendo criminales García Lorca, Miguel Hernández y los cientos de miles de españoles que resistieron al fascismo. Me río de su orden simbólico democrático porque en realidad no es más que pura hipocresía.
Hace 7 años 2 meses
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