HEROÍNA EN ZAPATILLAS (y 2)
Mujeres de ficción: el monstruo contra el monstruo
Pilar Ruiz 30/08/2017
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Sigourney Weaber en Alien 3 (1992), de David Fincher.
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“¿Por qué, pues, he de respetar yo a quien me desprecia? Haz que el hombre, en vez de odiarme, me acepte e intercambie conmigo sus bondades, y verás que en lugar del mal puedo atraer sobre él toda clase de beneficios y bendiciones. Pero sé muy bien que esto no puede realizarse, porque los sentimientos que animan al hombre son un muro invencible para nuestra unión. Yo no estoy dispuesto a someterme a la esclavitud más abyecta. Vengaré todas las injurias que se me hagan, y si no puedo inspirar amor, inspiraré terror.”
Frankestein, Mary Shelley, 1818
El monstruo moderno nació una noche tormentosa de 1816 a orillas de un lago suizo, bajo un cielo de ceniza fruto de la explosión del volcán Tamora que sumió a medio planeta en un inesperado invierno. Su madre era una mujer de 18 años que había huido de su país en compañía de un hombre casado, el poeta Shelley, y junto a otro poeta aún más polémico, Byron. Un grupo escandaloso para los círculos privilegiados e intelectuales de la época.
“Yo me urgí a mí misma a pensar una historia, una historia que pudiese rivalizar con las que nos habían arrastrado a aquella empresa. Una historia que hablase de los misteriosos temores de la naturaleza y que despertase el más intenso de los terrores, una historia que creara en el lector miedo a mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerase los latidos del corazón.”
El mito más terrible y moderno de todos --no lo son los milenarios vampiros-- es el monstruo engendrado por Victor Frankenstein, es decir; por Mary Shelley. La aterradora Criatura es, en la historia, un engendro artificial --“El Mal cosido al Mal”-- producto de la mente de un científico. La ciencia, en Frankestein,es la madre de lo antinatural, la rebeldía ante los designios divinos, ante la muerte; ideas de una contemporaneidad escalofriante en una conexión visionaria, sin precedentes, con nuestro tiempo. La figura del hombre fabricado con cadáveres y animado con electricidad, surge, como todos los iconos contemporáneos, de la Revolución Francesa y su resaca, el Romanticismo: un tiempo nuevo en forma de vendaval del cual emergen nuevas voces, también la del feminismo. La madre de la madre fue una de las primeras filósofas del ideario feminista de la que el mundo tiene noticia: Mary Wollstonecraft, autora de “Vindicación de los derechos de la mujer” (1792)
“Las desigualdades entre los hombres y las mujeres son tan arbitrarias como las referidas al rango, la clase o los privilegios; todas aquellas que el racionalismo ilustrado había criticado e identificado” “No deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas"
Mary Wollstonecraft también arrastró una reputación escandalosa: conoció la Revolución en París, presa del amour fou persiguió a un amante americano, tuvo con él una hija ilegítima y murió en el parto de la otra hija que llevó su nombre. “La memoria de mi madre ha sido siempre el orgullo y deleite de mi vida” (Mary Shelley)
Rebelión y revolución, feminismo y creación en dos personajes históricos que solo los tiempos recientes han recuperado para la memoria colectiva, aunque sea parcialmente. En las listas de escritores fundamentales para entender nuestro tiempo, rara vez aparece el nombre de Mary Shelley. ¿Literatura femenina? “No son competencia”.
El espectro del sexismo revolotea sobre todos los referentes posibles, incluso los más obvios. Y si los referentes culturales, los modelos y sus imágenes son necesarios para cualquier individuo, los del mundo de ficción y sus personajes dejan su impronta en él desde la niñez y la adolescencia. Para siempre. Cuando esas figuras de ficción han sido creadas desde el conflicto con lo establecido, la maquinaria se pone en marcha: hay que anularlas convirtiéndolas en anomalías, desórdenes, monstruosidades. Es el caso de las figuras de mujer rebeladas ante la norma.
A través de los siglos, la maquinaria del poder trabajará para convertir en monstruos tanto a las filósofas o políticas (revolucionarias) como a las adúlteras (castigo para ellas hasta en la ficción) o a las científicas y artistas (silencio) condenándolas a su condición de seres anti natura. Pero la influencia de las mujeres-monstruo se filtra, sí o sí, gotea a través del tiempo, se transforma para seguir viva. “It´s alive!”
Enfrentados con la realidad cuando lo real es la sociedad patriarcal, violenta y tiránica, los modelos femeninos sobreviven en el género fantástico, de terror, infantil o en el sentimental-amoroso, volviendo a la tradición oral y a los cuentos de hadas --plagados de monstruos y niñas rebeldes-- desde siempre territorios de madres y abuelas. Perseguida con horcas y teas encendidas, para no ser arrancada de raíz, esa “otra” ficción debe ocultarse, quedarse en los márgenes de lo oficial: ya se sabe que lo serio, como la Historia, es cosa de hombres. (Real Academia de Historia: miembros “de número”, 36; de ellos, solo 6 mujeres).
Allí, en el recodo de la norma, en la oscuridad, el monstruo crece; espera su momento. Tiene que llegar la novela popular femenina al mercado editorial estrictamente monetarista para que el lobo saque la patita: Escarlata O´Hara (Lo que el viento se llevó, Margaret Mitchell, 1936) es una arpía de superventas, un verdadero monstruo de amoralidad, de ahí su éxito. En el reverso tenebroso de la sumisa Melania Hamilton encontramos no solo al icono extra-oficial de la propaganda sudista y esclavista -ahora puesta de moda por Trump- sino también a la mujer violenta, ambiciosa, apasionada, adúltera… A pesar de ello, siempre le quedará la puerta abierta de la tierra roja –sangre, vida, fertilidad- de Tara, para alegría de sus millones de lectores/espectadores.
Barbara Stanwyck (Double Idemnity, 1944)
La mujer inteligente se vuelve lúcida cuando averigua que en un mundo capitalista y patriarcal solo el dinero puede liberarla. Así, acuciadas por el hambre y envalentonadas por la crisis del 29, monstruosas se revelaron las vampiresas delincuentes y asesinas del cine negro de los años 30 y 40: reclaman su sitio en el altar de la subversión femenina haciendo tintinear una pulsera en el tobillo, como la de la Barbara Stanwyck brillando en el blanco y negro para perdición de Fred McMurray (Double indemnity, Billy Wilder, 1944) y reencarnada gracias a la era Reagan por Kathleen Turner (Fuego en el cuerpo, Kasdan, 1981).
Y llegamos, de nuevo, a los 80. Mientras suena el London Calling de fondo, el universo punk --era Thatcher-- se filtra al mainstream, contaminando toda la cultura que toca y haciendo mutar a la mujer “mala” en mujer “fuerte”. Puede que la teniente Ripley sea intercambiable con un personaje masculino (el papel fue ofrecido antes a Paul Newman) pero, milagros del cine, la heroína del futuro incontrolable en el que grandes corporaciones atacan la esencia misma de la existencia humana y que, con gran esfuerzo, vence al invencible alienígena (Alien, Ridley Scott, 1979) se erige como modelo de una nueva mujer.
Ciencia y tecnología en las manos equivocadas, amenazas a la humanidad, vida y muerte: los temas del mito Frankestein renovados y repetidos en nuestros tiempos como si de una secuela se tratara. Como en el caso de la mujer monstruo referente de todas las madres postmodernas: Shara Connor. (Terminator 2, Cameron, 1991)
Terminator 2, (James Cameron, 1991)
La súper madre mutada en máquina de guerra --ni siquiera el propio Terminator es tan letal-- armada hasta los dientes, piti en ristre, con el rostro anguloso y el cuerpo ambiguo de Linda Hamilton, hace carne otro símbolo de feminidad en el lado oscuro de la Virgen María: no hay Dios que dicte la muerte de su hijo. (¿Es Dios un ciborg? ¿Una inteligencia artificial? ¿Skynet?) Sin ella no existiría otra Mater amatísima como Beatrix Kiddo alias “Mamba Negra” alias “La novia”, justiciera asesina del padre-amante, o sea, Bill. (Kill Bill, Quentin Tarantino, 2003-2004) Asesinas implacables, violentas, monstruos profundamente humanos, criaturas creadas a imagen y semejanza de sí mismas y no de ningún Dios (padre). Si no pueden inspirar amor, inspirarán terror.
Los referentes del siglo XXI se configuran no ya a través del cine o la literatura clásica, sino de la televisión en su versión digitalizada. Es una suerte que la Cultura con mayúscula considere las series de TV como un fenómeno sin interés: nos ahorramos un montón de opiniones airadas, porque la avalancha feminista llega a todos y cada uno de nuestros terminales. Son incontables las producciones cuyo tema central es la mujer y su liberación, en las que el feminismo literario corre a raudales en personajes o argumentos. Solo es el sistema de mercado, dirán: están pensadas para consumidoras y ellas, simplemente, consumen más. Así que no pasa nada, todo seguirá igual, al fin y al cabo, la temática femenina siempre se ha considerado menor --no si es escrita por un hombre--. Pero, ¿qué ocurre con un caso de fenómeno de masas como Juego de Tronos (Game of thrones)? ¿Es acaso ficción para marujas?
Las novelas de la saga original (Canción de hielo y fuego, George R. Martin) se han traducido a 30 idiomas y han vendido 24 millones de ejemplares en todo el mundo --cifras de 2016--. La serie se estrena en multiplataforma simultáneamente en 173 países; de un solo capítulo se realizaron 13 millones de descargas en un solo día y, a pesar de la piratería –también tiene el récord de ser la serie más pirateada--, el DVD de la primera temporada vendió 400.000 copias en una sola semana. Según Parrot Analytics, compañía de datos que mide la demanda mundial de audiencia por contenido de TV, GoT es el programa de televisión más popular del mundo. Parece claro que su éxito radica en haber llegado a un público objetivo global, adulto y de ambos sexos, a pesar de que en este universo fantástico --de nuevo la fantasía como refugio-- todas las tramas conducen a una idea central: solo las mujeres podrán vencer a la muerte.
Conflictivas, inmorales, ambiciosas, asesinas, conspiradoras y enfrentadas entre sí, con una “madre de dragones” capaz de hacer arder ejércitos enteros, estas mujeres de todas las edades --y de todas las tendencias sexuales, dato importante-- han sido violadas, engañadas, esclavizadas, torturadas, mutiladas, han visto morir a sus hijos, asesinar a los miembros de su familia y están rodeadas de hombres que ya solo lo son a medias; para sobrevivir han tenido que convertirse en monstruos aún más aterradores que los dragones. Y tienen millones de fans.
Los showrunners de GoT son dos hombres, Benioff y Weiss, pero parecen convencidos de que en una guerra total entre la vida y la muerte, solo las hembras pueden ganar. Quizá estén inspirados por los infinitos monstruos de mujer, las imágenes, iconos y referentes que les precedieron. Y la verdadera razón de su éxito, del que casi nadie habla, es que han sabido entender su propio tiempo: el protagonista de la ficción es hoy, más que nunca, la protagonista.
Todas estas mujeres paridas por la imaginación y muchas otras, representan un alimento cultural necesario, modelos fundamentales para las generaciones venideras que conformarán otra forma de ver el mundo, derrotados ya los verdaderos monstruos. En palabras de Mary Shelley: “Haz que el hombre, en vez de odiarme, me acepte e intercambie conmigo sus bondades, y verás que en lugar del mal puedo atraer sobre él toda clase de beneficios y bendiciones.”
A través de esa otra mirada, vista siempre con inquina o desprecio, oculta y acallada durante siglos, se puede alcanzar esa justicia y esa libertad imprescindibles para que el mundo sea mejor. Y si ese momento no llegara en todas nuestras vidas ni en las de las hijas de las hijas que vengan después, la madre del monstruo seguirá ahí, esperando en la oscuridad, esperando su momento.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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