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No ha habido polémica teórica más recurrente en la historia de la música que la de su supuesta y pretendida autonomía, o su fusión casi indisoluble con el texto.
La primera distopía de la historia de la música la inventó Pitágoras para explicar las distancias interválicas y organizar la jerarquización de los sonidos de lo que después conoceríamos como escala. Sentó las bases de lo que sería el sistema tonal que cristalizaría en torno al siglo XVII y por el que todavía nos guiamos intuitivamente como oyentes voluntarios o involuntarios de música. La distopía de Pitágoras consiste en afirmar que los planetas en el firmamento, por el mero hecho de estar suspendidos y en movimiento, provocan una vibración sonora. Para Pitágoras había cinco planetas y dos luminarias que emitían cada una de las siete notas. Todas ellas estaban encerradas, además, en la esfera celeste que las acogía, dentro de la cual también estaba la Tierra, que por su distancia con cada esfera determinaba el sonido que emitía. Además, el número representaba la belleza, y solo se podía obtener sabiduría a través del conocimiento del número. La forma de perfeccionar la perfección del número era a través de la música, porque le otorgaba movimiento. Sostenía, además, que el alma era inmortal y que al separarse del cuerpo volvía a la esfera celeste. Al escuchar música, el alma anticipaba lo que allí escucharía eternamente, por lo que la música representa o prefigura la inmortalidad. ¿Quién quiere Guerra de las Galaxias teniendo la teoría del sonido de las esferas?
Otra distopía, de gran calado sociocultural, son las “pasiones” de Juan Sebastián Bach (1685-1750). El argumento del Nuevo Testamento es eminentemente distópico, e introduce tantos elementos mágicos, giros argumentales, y deformaciones de la realidad, que solo nuestra inculturación cristiana hace que dejemos de pensarlo de esa manera. Dentro de la cultura musical de carácter propagandístico que Lutero fue especialmente hábil en crear en torno a los cultos, destaca el formato de la pasión, que no deja de ser un oratorio católico de temática específica y fecha determinada de interpretación. Bach, al fusionarla con su música, llevó al límite de su capacidad distópica. Para empezar, convierte al Evangelista en una persona de carne y hueso que nos canta la historia de Jesús con un grado de implicación emocional que es imposible percibir en la simple lectura del Evangelio, y que otorga una nueva realidad al relato, porque no solo nos cuenta lo que vio, sino que nos lo recrea en tiempo real, haciendo saltar la barrera temporal por los aires. Introduce un recurso narrativo/musical magistral: los coros de turbas. Conseguir dar forma estética a un concepto tan abstracto como la masa, la muchedumbre, es un logro distópico de primer orden. La masa no tiene una voz, la masa es una amalgama informe, pero Bach consigue domarla y presentárnosla como una sola y maravillosa voz. No es solo su mérito, ya que los coros de turba son el contrapunto necesario a los corales luteranos con los que Bach fue salpicando sus pasiones, y que devolvían al feligrés protestante a un lugar de paz, consuelo y estabilidad. Los corales fueron una tarea de recopilación y sistematización personal de Lutero, para introducir a través de música sencilla la enseñanza de su doctrina. Los corales de las pasiones devuelven a la tierra al oyente, pero en contraposición con los coros de turba, cantados por el mismo grupo de intérpretes, otorga una dimensión camaleónica a la comunidad. El único personaje relevante además del Evangelista es Jesús, pero, a pesar de sus poderes sobrenaturales, en las dos pasiones que se han conservado resulta un personaje plano, estático y de mero compromiso, que desentona en todo el despliegue narrativo/musical de la obra. Por último, los solistas, que en vez de dar voz a ningún personaje biblíco, se dedican a cantar arias con textos que glosan y comentan la acción dramática. De nuevo un recurso narrativo excepcional, que vuelven a colocar al oyente en el punto de irrealidad que la historia merece.
La tercera distopía, excepcional y salvaje, es la ópera del tándem Kurt Weill y Bertolt Brecht Ascenso y caída de la ciudad Mahagonny, de 1930. Un par de forajidos crean una ciudad dedicada al juego y la prostitución en mitad del desierto, donde irán recalando todos los insatisfechos del mundo. El propio éxito de la ciudad, dada la cantidad de desechos sociales que genera el mundo que van allí a refugiarse, la lleva a una crisis por deflación. En Mahagonny, donde todo está permitido, se impone una sola prohibición: la de no tener dinero. Cuando es ejecutado uno de los fundadores por este motivo, la ciudad cae en el caos y la miseria moral hasta su total decadencia. No resulta extraño que tanto Weill como Brecht crearan esta historia de fuerte raigambre socialista, en la quieren poner en evidencia la fuerza alienante del dinero y el capitalismo. Prostitutas, comisiones, y casinos parecen temas recurrentes que todavía hoy podemos encontrar en los sumarios de los principales casos de corrupción de nuestro país. La distopía, precisamente, pasa por extraer todos los elementos de un entorno cotidiano en el que podrían diluirse, y dejar que todos los fallos del sistema se junten en una no-ciudad para reaccionar en cadena. Musicalmente la ópera es una especie de pastiche de referencias de todas las épocas y estilos, y que pretende subrayar retóricamente el caos social y moral mediante la falta de unidad estética. Destaca el uso, tan alemán, del sprachgesang, algo así como un recitado semientonado, y que conecta directamente con el universo estético del Evangelista de las pasiones que antes he comentado.
Respecto a la materia sonora, podemos dividir la historia de la música en tres grandes periodos: el del sistema modal y su paulatina transmutación en el sistema tonal, el sistema tonal y su disolución, y la atonalidad. Todo el camino, desde el sistema de escalas griegos hasta la consolidación del sistema tonal en el siglo XVII, está recorrido a base pequeños pasos, de intuiciones, de correcciones bienintencionadas hacia conseguir un sistema sonoro fisiológicamente apto para el oyente. En este periodo difícilmente podríamos hablar de distopías sonoras, porque es un periodo de la historia de la música en la que encontramos una especie de constante evolución, y por lo tanto menos ofensivamente hegemónica. Solo a partir de la consolidación de la tonalidad podemos encontrar distopías sonoras propiamente dichas.
Desde esta perspectiva, el primero que sacude la escena del género de la sinfonía de una manera muy agresiva es Beethoven, que tiene la osadía de plantar nada menos que coro y solistas en el último movimiento de su novena sinfonía. La obra se estrenó en 1824 en uno de los macroconciertos que al compositor le gustaba organizar, en Viena. Hoy en día lo tenemos perfectamente asimilado, y probablemente el tema de la “Oda a la alegría” sea el fragmento de música académica más conocido que exista, pero no deja de ser una excentricidad que, en medio del adiestramiento instrumental que supuso la sinfonía, desplegara todo esos efectivos vocales para concluirla. Lo que hizo en realidad fue fundir tradiciones que hasta ese momento habían sido compartimentos estancos. Lo distópico, en este caso, es tener la osadía, y quizá la malicia, de pensar que la sinfonía podía ser lo que a él le pareciera, y que un experimento de este estilo podría reforzar el carácter celebratorio del poema de Schiller, mediante una hibridación contra naturade géneros, y que, en definitiva, abrió la puerta a otros autores para que se sintieran más libres a la hora de componer.
El quinteto para clarinete opus 115 de Brahms de 1891 es otra obra distópica. Cuando el siglo XIX estaba a punto de finalizar, y cuando las armonías extendidas de Wagner y coetáneos estaban dando paso a los siguientes horizontes tonales, el también malhumorado Brahms nos regala esta maravilla de obra, que compuso para el clarinetista Richard Mülhfeld, y que, al contrario que en el caso de Beethoven, lo que aporta es síntesis. Cuando uno escucha por primera vez el quinteto, además de una inusitada ternura, que no siempre está presente en las obras de Brahms, tiene la sensación de estar escuchando un compendio intemporal de historia de la música occidental. La distopía consiste en que Brahms nos coge por sorpresa y nos arrebata el sentido del tiempo histórico, que tenemos educado a través del estilo musical. Cuando se estaba empezando a tontear con la enarmonía y la atonalidad, Brahms nos sorprende con media hora de música en la nos hace pararnos a recapitular y a reflexionar sobre toda la tradición existente. Este camino fue el que marcó la dirección de compositores como Scriabin y Debussy, que sin abandonar del todo la tonalidad, la disolvieron con tal sutileza que la convirtieron en un territorio atractivo y deseable en medio de tanto dogma.
También existe una distopía –maravillosa– desde el punto de vista del ritmo. Se trata de la Consagración de la primavera, de Stravinsky, que se estrenó en 1913 en el Teatro de los Campos Elíseos de París. Mucho se ha escrito sobre el escándalo de su estreno, que en realidad es un mito, ya que los tumultos en el teatro solo se dieron en el ensayo general, a pesar de los cuales la obra se mantuvo en cartel los días previstos por Diaghilev. El propio Stravinsky contribuyó a mitificar esta obra, dando versiones contradictorias respecto a los materiales que había empleado para su elaboración. Finalmente no es relevante si eran materiales tradicionales rusos o materiales inventados, porque lo realmente distópico es el uso rítmico que hace de ellos. Mediante un manejo maestro de le síncopa, de la polirritmia y del solapamiento de elementos, consigue crear una forma femenina y hasta diría que feminista de hacer música, que no depende para nada de la tonalidad. Es distópico en tanto que nos introduce en un universo en el que no hay que alcanzar nada, no hay que resolver conflictos tonales, no hay que progresar, solo dejarse llevar por una corriente perpetua de ritmos contrapuestos y a veces antagónicos. En este sentido me parece que Stravinsky inauguró con esta pieza la era de la música electrónica, aunque para ello, dado lo temprano del momento histórico, tuviese que emplear a una orquesta en vez de un sintetizador, que todavía no se había inventado.
Pero no tendría sentido hablar de distopías, si no consiguiera encontrar lo más parecido a ellas en la realidad y no solo en la ficción. Nunca me he sentido más dentro de una como dentro de un resort todo incluido: la naturaleza está domada, la humanidad que trabaja está programada, y los huéspedes, gracias al título acreditativo de una pulsera de un material barato, se convierten en autómatas del ocio. Comida, bebida y descanso sin control, sin necesidad de intercambio monetario in situ, y con una legión de mano de obra, seguramente mal pagada, que en ningún momento deja de sonreír. Si uno lo piensa detenidamente, es aterrador.
También para este tipo de distopía real tengo analogías musicales. También son terroríficas. Siempre que el ego ha tratado de controlar en exceso la producción musical, el resultado ha sido un tanto acartonado, un tanto artificial, donde demasiadas cosas tenían que suceder por decreto.
En este sentido, la codificación de la forma sonata supuso una de estas pretendidas victorias de la historia de la música que en realidad solo estaba consolidando la creencia de que puede existir un sistema de composición predecible y fácilmente digerible para un público burgués que estaba sosteniendo, a la vez que escuchaba esa música, la consolidación del capitalismo. El gran logro de la forma sonata es articular de una manera ordenada la hegemonía de la tonalidad principal, mediante un sistema ordenado de contrapesos entre los diferentes grados de la misma. Se trata de una forma de hacer música que mantiene y promociona un orden establecido, y que nunca va a dejarnos en evidencia como oyentes. Hay que decir, sin embargo, que la forma sonata como tal no es más que una ilusión creada por los músicos teóricos posteriores, y que aunque los músicos más mediocres de la época seguramente se atuvieron a ella de una forma casi dogmática, los grandes genios de la música la tenían en cuenta como patrón básico, como resultado del espíritu de una época, pero no fueron esclavos ni rehenes de ella. De hecho, me cabe la duda de si en realidad la forma sonata, más allá de lo que fuese en la realidad y en las incontables horas que los analistas han empleado en diseccionarla, ha sido en realidad una pretensión posterior de organizar sistemáticamente lo que no tenía orden.
Precisamente, si ha habido un movimiento en la historia de la música que ha pretendido de una manera nefasta controlar lo incontrolable, ha sido la dodecafonía, el serialismo y el serialismo integral. Es a raíz de estos movimientos estéticos en los que la música académica deja de tener la relevancia social que hasta ese momento había disfrutado, y pasa a ocupar una especie de limbo de irrelevancia y elitismo, cediendo el testigo a otras músicas urbanas que fueron capaces de movilizar a cientos de miles de personas en otros lugares diferentes a la sala de conciertos. El propio Schoenberg, que inventó la dodecafonía, cuando, siguiendo los patrones de su método, se encontraba con resultados dudosos, se permitía el lujo de corregirlos en pro de la musicalidad. Pero no todos los compositores que siguieron su estela tenían esta sensibilidad y/o sabiduría, y en ocasiones ejecutaron de manera insensible y antimusical los preceptos de serialismo, dándose la paradoja de que, queriendo romper con la tiranía de la tonalidad, generaron un régimen muchísimo más represor. Entre ellos, el ejemplo más absurdo es el del serialismo integral, que no solo serializaba las alturas de las notas, sino sus duraciones, intensidades y algún intento hubo de intentar serializar el timbre, lo que era directamente imposible.
Hay sin embargo una obra maestra del exceso de control, de la monotonía, de la repetición que acaba volando por los aires, y que refleja con perfecta ironía lo que este afán de sometimiento provoca. Se trata del conocidísimo Bolero de Ravel, de 1928, también compuesto para ser bailado y, como la Consagración, también en París. Nunca una repetición casi oligofrénica del mismo motivo musical ha sido capaz de meternos en la barbarie de la repetición de una manera casi hipnótica, pero a pesar de ello eminentemente musical. Para después, y por sorpresa, sacarnos de ella con el propósito de hacernos ver que todo aquello, en realidad, había sido una pesadilla. O una distopía.
Autor >
Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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