1989: la Vuelta de los líos
Extracto del libro ‘Periquismo: crónica de una pasión’
Marcos Pereda 20/09/2017
Perico Delgado (derecha), durante la Vuelta a España de 1989.
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Cuatro años antes Pedro volteó la carrera en un desconcertante (y polémico) golpe de mano camino de las Destilerías DYC, en ese Palazuelos de Eresma que era tan segoviano como él mismo. Las carreteras por las que entrenaba, las que conocía como la palma de su mano. Si había algún problema, que no lo podía haber, contaría con su experiencia sobre el terreno, con la carta marcada que eran las bajadas. Esa penúltima etapa estaba pensada para ser una exaltación de Perico, un paseo triunfal en loor de multitudes. Y casi, casi, acabó en tragedia.
Porque la jornada era dura, quizá la más dura que se podía hacer por la Sierra, puerto arriba y debajo de norte a sur y otra vez al norte. Morcuera, Cotos, Abantos, La Mina, Navacerrada. Sube y baja constante, el terreno perfecto para un líder que, de seguir con el golpe de pedal de la crono, podía exhibirse ante sus paisanos. Y al final no. O sí, pero no. Todo muy periquista, vaya.
Porque Kelme se le juega, y Parra empieza a demoler a su rival con sucesivas aceleraciones desde la misma base de Navacerrada. Una, dos, tres, cuatro. Y Pedro que responde…hasta que deja de hacerlo. Y para allá que se va el colombiano vestido de verde y blanco, el del rostro concentrado, el del gesto serio. Como en los Lagos de Covadonga. Por delante estaban Omar Hernández, compañero de equipo, y Alberto Camargo, compatriota, que tiraban con fuerza de Parra. Pedro, solo, veía cómo la carrera se le iba marchando. Y entonces, como siempre en esta historia, aparece un elemento inesperado, una acción que nadie espera.
Ivan Ivanov.
El mismo catorce de mayo en el que Pedro sufría como un perro sobre las rampas de Navacerrada la Unión Soviética decide parte de su futuro.
Después de cuatro meses de campaña electoral, que los medios definían como la más agitada en la historia de la URSS, se eligen los últimos 198 representantes que acudirían al Congreso de los Diputados Populares de la Unión Soviética. Corren vientos de cambio, y parece que ninguno, o pocos, de los candidatos iban a llegar al cincuenta por ciento necesario para evitar una segunda vuelta. En otras palabras, la composición de los 2250 diputados totales aun debería esperar unos meses, en mitad de un marasmo de reformas que amenazaba con cambiar el régimen soviético para siempre…y que al final acabó enterrándolo.
Ya no eran únicamente funcionarios del Partido Comunista quienes se presentaban a los comicios, y aunque los medios internacionales aprovechaban la leve apertura en materia de libertad de prensa para denunciar que en muchas ciudades los comités locales actúan como filtro para mantener alejados de las urnas a elementos contrarios al régimen, en otros lugares la candidatura era prácticamente libre y representaba una opción real de reforma para unas estrategias establecidas hacía ya décadas. Estamos en mayo de 1989 y nadie puede prever lo que ocurrirá tan solo unos meses después.
Seguramente el gran protagonista de este momento histórico sea un oscuro burócrata regional llamado Mijaíl Gorbachov. Abogado de formación, miembro del PCUS desde muy joven, su ascenso fue relativamente rápido, y alcanzó el liderazgo del partido en su Stávropol natal apenas pasados los cuarenta años. Stávropol es una zona relativamente aislada al sur de Rusia, cuya economía se basaba, principalmente, en la producción agrícola, factor en el que más incidió el inexperto Gorbachov en sus primeros momentos. Sin demasiado éxito, por cierto, llegando existir un comentario dicho entre dientes en la Unión Soviética de la época que decía que “al camarada Mijaíl lo han llevado a Moscú para que no siga arruinando el campo”.
En marzo de 1985 Gorbachov alcanza la secretaría del Partido Comunista de la Unión Soviética, y se lanza a una serie de reformas “aperturistas” que fueron conocidas genéricamente con el sobrenombre de “Perestroika”. En una sorprendente sucesión de acontecimientos que poco tiempo antes parecían imposibles (la realidad siempre se muestra obstinada en llevar la contraria a los analistas) se estaba gestando el fin del Imperio soviético.
Ese catorce de mayo también seguía agitada la situación en China. Los miles de jóvenes que desde hacía un par de meses protestaban contra el gobierno esperaban ansiosos la anunciada visita de Gorbachov, que era visto casi como un santo laico, como un garante de que las cosas estaban por cambiar. Las manifestaciones, cuyo centro neurálgico se encuentra en la paradigmática Plaza de Tiananmén, se recrudecen día a día, derivando a veces en durísimos enfrentamientos que eran conocidos con cuentagotas por la opinión pública internacional. Mientras, eso sí, a Raisa Gorbachov le regalaban un abrigo de pieles de ganso, como muestra de amistad imperecedera entre los dos países. Lampedusinamente parecía que todo estaba cambiando para no cambiar nada. O casi nada.
Uno de las consecuencias de esta Perestroika fue la posibilidad que tuvieron algunos deportistas soviéticos de pasar al profesionalismo enrolados en equipos de fuera de su país. Marciulionis, por ejemplo, debuta con Golden State Warriors y se convierte en el primer soviético en la NBA.
Es en este contexto en el que nace el proyecto de Alfa Lum, un equipo ciclista con base en San Marino (temas fiscales mandan), con espíritu y estructura italiana, pero compuesto casi en su totalidad de corredores soviéticos, conjuntando viejas figuras totalmente quemadas para la competición (como el mítico Sergei Soukhoroutchenkov) y jóvenes promesas del estilo de Asiate Saitov, Piotr Ugrumov, Djamolidine Abdoujaparov o Vladimir Poulnikov. Y, entre ellos, Ivan Ivanov, claro.
Ivanov conquistó la etapa en Pajares y se convirtió en el primer soviético que vencía un parcial en una gran vuelta enrolado en un equipo profesional
Unos días antes Ivanov conquistó la etapa en Pajares y se convirtió en el primer soviético que vencía un parcial en una gran vuelta enrolado en un equipo profesional. Estaba, además, bien asentado entre los diez primeros de la general y había dado muestras de una gran fortaleza en las montañas. Pero nadie esperaba que se convirtiera en el gran protagonista de la jornada decisiva…
Perico pierde cada vez más y más tiempo subiendo Navacerrada. Avanza con dificultad entre el pasillo de gente que abarrota la carretera aquella tarde inolvidable y que ve cómo su gran ídolo está sucumbiendo irremediablemente. Se alza sobre los pedales, se sienta, no encuentra las fuerzas. Y entonces aparece él. Maillot multicolor de la clasificación de los neoprofesionales. Pelo ralo, rubito, calveando en la frente. Ojos azules de hielo, rostro adusto, gesto de permanente esfuerzo. Él se llama Ivan Ivanov y, sin que nadie se lo pida, se pone a tirar del grupo de Pedro Delgado. Mirando frecuentemente atrás para ver si descolgaba al líder, a quien le cuesta seguir su ritmo. Cadenciando sus pedaladas. Decidiendo la Vuelta.
En un momento dado los tres colombianos llegan a pasar del minuto de ventaja sobre el maillot amarillo, lo que da la general a Parra. Pero es un espejismo. El trabajo constante, esforzado, del silencioso Ivanov va mordisqueándoles poco a poco su distancia. Al final, en el llano que sigue hasta la fábrica de whisky más famosa del ciclismo español, entran otros al relevo. Gastón, Santos Hernández. También Perico, claro. Pero la imagen que queda en la retina es la de Ivanov llevando en carroza al líder. Arrastrándole como si fueran compañeros de equipo. Perjudicando a Parra. Vendiéndose.
¿Vendiéndose? Al día siguiente las cámaras captan a un indiscreto Delgado en la salida dando un sobre al soviético. ¿Qué había allí? “Nada, qué va a haber”, decía Perico, años después. “Dentro del sobre estaban mis señas personales, mi teléfono, mi dirección en Segovia, para que se quedara en mi casa si alguna vez pasaba a entrenar por España”. Y sonreía, pícaro. Pero nadie le cree, claro. “Ayudé a Pedro Delgado porque es el mejor corredor del mundo y para mí es todo un honor correr a su lado”, decía, flemático, el ruso. Y sonaba a excusa. Polémica montada, parece que Pedro no puede conseguir una victoria tranquila jamás.
Lo de los mercenarios en el ciclismo no es cosa moderna, ni mucho menos. Siempre han existido y siempre existirán, aunque sea complicado reconocerlo en abierto. No tuvo problemas el gran Anquetil, un deslenguado de primera, quien dijo haber perdido el Giro de Italia de 1967 por esa razón. “No tuvimos suficiente dinero para comprar a un tercer equipo (el español KAS), que tenía una oferta mejor de una coalición de italianos. Así que se me escapó Gimondi el penúltimo día y no pude hacer nada”. Y como estas muchísimas historias, más o menos apócrifas, en la misma dirección.
La particularidad aquí era el momento, el lugar, los protagonistas. El ciclista más mediático. En la etapa decisiva de la Vuelta. Y al día siguiente lo del sobre. Ante millones de espectadores que ven la carrera por televisión. O que la escuchan en la radio. Sobre todo, que la escuchan en la radio. Y allí el que manda es García.
Aquel 1989 la enemistad entre el periodista y el dúo Echavarri/Delgado estaba en lo más alto, el enfrentamiento era ya público y notorio. Una lid, además, que tenía un bueno y un malo, porque la popularidad de Delgado, su carisma, era tan avasallador que todos tomaron a García como el villano de la película. Ese mismo año en el Tour de Francia el mexicano Raúl Alcalá preguntaba, curioso, a los periodistas españoles quién era García. Es que en cada puerto, dijo Alcalá, hay un montón de pintadas de “García cabrón” y claro, al final uno se queda intrigado… Eso sí, seguían escuchando su retransmisión. Porque él también era, en lo suyo, el referente.
Pero decíamos que los indisimulados ataques del equipo de Antena Tres a Delgado crispaban los ánimos de una afición desmesurada, enorme en número y que, en ocasiones, había elegido el ciclismo como moda, como factor de asunción social. En otras palabras, en aquel tiempo había muchos espectadores ocasionales que transformaban las cunetas en inmensos estadios de fútbol donde formar un clima en ocasiones alejado del deporte. Y la tensión entre el periodista estrella y el ídolo del pueblo no ayudaba a ello.
Todo ello tuvo un cénit de violencia en la llegada a los Lagos de Covadonga, donde un “aficionado” agrede a García. Un puñetazo, de diferente violencia según las versiones, que el periodista no aireó demasiado (sabiamente) y que reflejaba un paroxismo nunca antes conocido en el ciclismo español. Y, con estos antecedentes, se llega a la etapa decisiva. La de Ivanov. La del sobre. Y allí García decide cobrárselas todas (después, en el Tour, lo hará con creces). Acusa a la estructura del Reynolds (jamás con este nombre, siempre les llamará “el equipo navarro” para no hacer publicidad de ellos) de haber comprado la carrera. Ladrones, filibusteros. Toda la retahíla de adjetivos, pongan los que deseen. Polémica en las ondas. Un momento inolvidable.
Perico opta por el silencio. De forma extraña, como siempre ocurre con él, pero ya tiene la Vuelta. Se convierte en el mejor corredor de grandes rondas por etapas de la historia de España, si atendemos a los fríos números. Julio le espera. Su consagración definitiva.
Su derrota más amarga.
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Extracto del libro Periquismo: crónica de una pasión. Punto de Vista, 2017
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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