Gestas y leyendas
Alfonsina Strada, o cuando una mujer corrió el Giro de Italia
Acudió, con 33 años, a la prueba de 1924, convirtiéndose en la única corredora que ha participado en una Gran Vuelta ciclista
Marcos Pereda 3/05/2017
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Años después Dino Buzzati, escritor inmortal con alma de niño travieso, contaba que la había visto. Una tarde, en un parque milanés. En bicicleta, claro, ella y él. Y que se puso a seguirla, que aquel a quien aun no le bullían tártaros en las pupilas cogió la rueda de esa mujer que tan deprisa rodaba. Fueron dos vueltas al recinto, nada más que dos vueltas. Después ella sonrió, aceleró, y lo dejó solo, con sus ilusiones de muchacho, con el brillo de haber estado junto a un ídolo de infancia. Iba tan extasiado que ni se fijó en el guardia urbano que lo detenía, que lo multaba con veinte liras. Por exceso de velocidad, contaba mucho más tarde Buzzati. Y mientras, ella…ella volaba.
Ella se llamaba Alfonsina Morini, Alfonsina Strada tras casarse. Y era ciclista. “El diablo con vestido” la llamaban, con mezcla de admiración y condescendencia, los periódicos de la época. Porque era particular, algo nunca visto. Ni más ni menos que la única mujer que llegó a competir en el Giro de Italia.
Es difícil desbrozar mito y realidad de los años inocentes de Alfonsina, a fines del siglo XIX. Cuentan que robaba la bicicleta de su padre para salir a pasear, que le encantaba la velocidad, que dejaba rápidamente atrás a los muchachos de su Castelfranco Emilia natal, muy cerquita de Módena. Cómo podía ser aquello, qué sortilegio escondía. Cuentan que es por culpa de un mal de ojo, la chica está endemoniada. A ella no le importan las habladurías: siempre será mujer independiente.
Con 13 años empieza a competir. La mayoría de las veces en velódromo, las más de las ocasiones frente a colegas masculinos o en solitario
Con 13 años empieza a competir. La mayoría de las veces en velódromo, las más de las ocasiones frente a colegas masculinos o en solitario. El resto de las chicas, sencillamente, no eran rivales para ella. Y obtiene triunfo. El primero de todos, en Mezzolara, le reporta nada menos que un cerdo como trofeo. Vivo, claro. Otra época, sin duda. También tiene tiempo para batir el récord de la hora femenino, para viajar por toda Europa mostrando su fuerza sobre la bicicleta, para hacer exhibiciones en Montecarlo o San Petersburgo, para ganarse la admiración de la Zarina Alexandra Feodorovna, última de su estirpe. Su popularidad es, en ese continente prebélico, inmensa. Y su epopeya aun no ha hecho sino empezar.
La Primera Guerra Mundial en Italia es particular. Huyan de las imágenes de barro y trincheras, de los campos cubiertos de cráteres humeantes. No, en Italia la guerra es diferente, se libra en las llanuras, sí, pero también en las grandes cimas, en los Dolomitas y los Alpes, con fortificaciones construidas a más de dos mil metros de altitud, con caminos arrancados a la roca allí donde las montañas cosquillean a las nubes. La Guerra Blanca, lo llaman algunos. Una tragedia que tuvo en la batalla de Caporetto, seguramente, su expresión más cruel.
Cinco días antes de ese Caporetto de caos y sangre, el 4 de noviembre de 1917, se va a disputar el Giro de Lombardía. Los organizadores quieren proporcionar una válvula de escape a la balbuciente Italia en aquellos momentos difíciles. La carrera, dice la Gazzetta dello Sport, “se disputará mañana (…) para demostrar la calma y la serenidad del país”.
Será un escenario propio de Dante. De 54 participantes que salen aquel día a cubrir los más de 200 kilómetros de recorrido, solo llegan a la capital lombarda 29. Los tres últimos, que entran juntos a más de hora y media del ganador Thys, se llaman Pietro Sigvaldi, Gino Auge y el dorsal 74, Alfonsina Strada…
Cuando Alfonsina se presentó ante Armando Cougnet, encargado de que todo saliese bien en esa Lombardía, y le expresó su deseo de correr la prueba junto con sus colegas varones, el periodista primero enarcó una ceja, después consultó el reglamento y más tarde, agotado, debió admitir que tal contingencia no estaba prevista en el mismo. Y, que, por lo tanto, no podía prohibírselo. Así que ese domingo aquella a quien en la prensa llamaba “Signora Strada” se presenta en la línea de salida de la gran clásica, despertando miradas huidizas y comentarios en el resto de los ciclistas. Va en pantalones cortos, las piernas depiladas, los músculos tensos, la mirada fiera. Mírala, no puedes dejar de mirarla. Y la experiencia pareció gustarle tanto que al año siguiente repitió, haciéndolo aun mejor, pues quedó a solo 23 minutos del primero, Gaetano Belloni. Eran siete los componentes del postrero grupo que llegó a la meta. Strada se dio el gusto de adelantar, casi sobre la línea, a Carlo Colombo. No quería volver a quedar la última.
Pero la historia más conocida de Alfonsina Strada no llegará hasta 1924. Aquel año se convierte nada menos que en la única mujer que ha corrido una Gran Vuelta. Será el Giro de Italia, y le proporcionará gloria eterna. Leyenda.
Son las 4:41 de la madrugada del sábado 10 de mayo de 1924, y los 90 participantes en aquel Giro van a tomar la salida en la milanesa Porta Ticinese, dirección a Génova. Entre ellos está el ciclista con el dorsal 72. Es bajito, corpulento, pelo corto, cara redondeada y sonriente. Se llama Alfonsina Strada, aunque en su boletín de inscripción para la carrera, pícara, olvidó la “a” final del nombre, quedando como “Alfonsin Strada”. Por si cuela. No coló. Colombo, el organizador, pronto se dio cuenta de la jugada. Pero hizo algo que nadie esperaba. Permitió a aquella corredora de 33 años tomar parte en el Giro de Italia. Se iniciaba así una de las historias más conocidas que la bicicleta ha regalado nunca.
Digámoslo ya, la intención de Colombo no tenía nada de igualitaria (era la Italia de 1924…) sino que resultaba únicamente publicitaria. A causa de unos desacuerdos sobre el montante económico a percibir, las grandes figuras transalpinas de la época (los Girardengo, Bottecchia, Belloni o Brunero) se niegan a tomar parte en el Giro. Y Colombo tiene miedo, tiene miedo de que el público olvide su prueba. Así que busca desesperadamente un golpe de efecto que pueda volver a despertar el entusiasmo de las multitudes. Y en esas tribulaciones llega “Alfonsin” Strada. Todo perfecto.
O casi. Porque una mujer en un mundo de hombres también plantea algunos problemas de, digamos, “intendencia”. Como, por ejemplo, quién será el masajista que se ocupe de Alfonsina al final de cada etapa. Nadie quiere hacerlo. Por pudor, por el qué dirán. Así que Strada será, siempre, la última de los ciclistas en recibir los cuidados necesarios para el deportista. El asistente menos hábil, el que más haya tardado con sus compañeros, tendrá el castigo, el oprobio, de tratar sus piernas…
Pero a ella no le importa, ella ha ido allí a competir, no a ser una atracción para los periódicos. Y lo hace bien, demuestra que es mejor que muchos de sus compañeros. En la primera etapa entra en el 74º puesto. Por la mañana, habían tomado la salida 90 participantes. Durante el día algunos hombres se habían burlado de ella, la habían señalado con el dedo. En las cunetas, en el propio pelotón. Cada vez que otro ciclista la adelantaba, cuentan, le guiñaba un ojo socarrón y le decía adiós para siempre, Alfonsina. Qué más da, estaba acostumbrada a la incomprensión, y sabía superarla de la mejor manera posible: agachando la cabeza, pedaleando más fuerte, cazando a los que no comprenden para luego dejarlos atrás. El segundo día lo hará aun mejor, y entrará en el puesto 56. Se mantiene así, siempre en cola del pelotón, pero siempre venciendo a varios colegas, hasta la fatídica etapa séptima. La que comunica Foggia y L´Aquila a través de 304 dolorosos, agónicos, kilómetros. La que sube Vinchiaturo, Rionero Sannitico. La gran etapa de los Abruzzos.
Allí, en mitad de una tempestad de granizo, con el agua atravesando sendas, vientos huracanados moviendo a los corredores como si fueran hojas secas, y surcos entre los caminos de herradura que se internaban en algunas de las zonas más deprimidas de la Bota, a Alfonsina vino a verle la desgracia. Se cae varias veces, pincha, se le rompe el manillar, le duele una rodilla que tiene en carne viva. Llega a meta con el rostro cubierto de babas, sangre y barro. Viva, al menos. Pero la siguiente jornada, entre L'Aquila y Perugia, es demasiado para ella. Vuelve a caer, su manillar se quiebra en dos, lo arregla con el palo de una escoba que algún espectador le presta. No hay nada que hacer. Cuando entre en meta habrá pasado casi media hora desde que se cerró el control. Ningún aficionado se marcha a su casa en Perugia, todos se quedan esperando para ver aquella mujer de la que todos cuentan maravillas. La que llega llorando. Ella no quería símbolos, no quería ser el espejo de nada ni de nadie. Solo anhelaba correr.
Strada logrará concluir las otras cuatro etapas dentro del tiempo máximo permitido. Jamás aparecerá en la tabla clasificatoria, pero no importa, la suya será la figura más aplaudida
Pero es tan grande su popularidad que los organizadores del Giro de Italia deciden proponerle un trato. Puede seguir “compitiendo” en la carrera, aunque su nombre no constará en las clasificaciones oficiales. Será, por así decirlo, una participante pirata en la corsa. La componenda la agrada (no era, en modo alguno, inhabitual para la época este tipo de exhibiciones fuera de lo oficial) y Strada logrará concluir las otras cuatro etapas dentro del tiempo máximo permitido. Jamás aparecerá en la tabla clasificatoria, pero no importa, la suya será la figura más aplaudida en el Fiume, en Verona, en Milán. Es un ídolo, un rostro reconocible en un país que está empezando a entrar, poco a poco, en los años más tenebrosos de su Historia.
Los que va a protagonizar, a su vez, un admirador de Strada. Uno que en esas fechas ya está mostrando bien a las claras su faz. El 30 de mayo de 1924, mientras se corre la etapa del Giro de Italia entre Fiume y Verona, Giacomo Matteotti toma la palabra en la Cámara de los Diputados y denuncia las irregularidades que se han sufrido en las recientes elecciones del seis de abril. Apunta a los fascistas, les acusa de anhelar la dictadura, de promover acciones violentas. Cuando termina, sus compañeros le felicitan por su valentía. “Yo ya he hecho mi discurso”, dirá, “ahora vosotros tenéis que preparar el de mi entierro”. Diez días después es secuestrado, y una semana más tarde, en un bosque cercano a Roma, se encontrará su cuerpo. El líder de los fascistas, un histrión llamado Benito Mussolini, solicita más o menos en esos días conocer a Alfonsina Strada. No sabemos qué la dirá, no sabemos qué pudo mover a Mussolini, que odiaba el ciclismo (un deporte de afeminados, decía paradójicamente) para caer hechizado por Strada. Pero la anécdota nos da buena cuenta de la popularidad de Alfonsina.
La que no le sirvió de nada al año siguiente, cuando intentó volver a correr el Giro de Italia. En aquella ocasión los organizadores fueron inflexibles. “No, cómo va a competir usted aquí, pero si es una mujer”. Y ella, decepcionada, se dio la vuelta. Para seguir pedaleando por toda Europa, firmando autógrafos, venciendo a hombres, mujeres y prejuicios. Jamás volvería a la carrera que la convirtió en leyenda. No importaba.
Tenía todo lo que necesitaba para ser feliz. Una carretera inmensa ante sus ojos. Y una bicicleta reluciente para recorrerla. Lo más rápido posible.
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Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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