Wiggins, el enfermo
Las filtraciones del grupo de hackers Fancy Bears y la investigación del Daily Mail minaron la credibilidad del ciclista –ganador del Tour en 2012– y llevaron su caso a una Comisión en el Parlamento británico
Sergio Palomonte 1/03/2017
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Saber retirarse a tiempo es una lección que algunos no han aprendido del caso Armstrong. El corredor -símbolo de la lucha antidopaje –de sus fallos, porque solo cuando estuvo retirado actuó la justicia deportiva– se retiró en 2005 desde lo más alto, tras haber ganado su séptimo Tour de Francia consecutivo, para volver tres años después y cavar así su propia tumba, al dejar arrumbado a su antiguo compañero Floyd Landis.
De ser cucarachas a las que hay que buscar en las rendijas bajo los muebles de la clasificación a ser apolíneos conquistadores de las pruebas fás difíciles del calendario
De haber permanecido en su retiro, Armstrong seguiría con toda probabilidad en el olimpo del deporte, pero su vanidad, su TUE (autorización legal para doparse) sin fecha de caducidad y ver que corredores muy inferiores estaban ganando el Tour pudo al sentido común. En la historia de Bradley Wiggins no hay delaciones, pero sí TUE y también una retirada largamente postergada, una retirada que se tenía que haber producido, a la vista de los resultados, hace ya varias temporadas.
La parábola del corredor británico, a la sazón el mejor deportista olímpico de su país, es bien conocida: un muy buen corredor de pista que al mismo tiempo compaginaba con la ruta desde 2002, en equipos franceses. Un corredor incapaz de superar una tachuela con los favoritos, como suele pasar con los ciclistas que vienen del anillo de 250 metros. Un corredor que, de la noche a la mañana, en el Tour 2009, acaba cuarto --tercero tras la descalificación de Armstrong--, permitiéndose ataques en montaña.
Otra historia del ciclismo, un deporte con abundancia de corredores que sufren una metamorfosis inversa a la planteada por Kafka: de ser insectos a los que hay que buscar en las rendijas bajo los muebles de la clasificación a ser apolíneos conquistadores de las pruebas más difíciles del calendario, que en el caso de Wiggins llegó a ser nada menos que el Tour de Francia.
El encantamiento ha durado demasiado. Podía haber durado infinitamente, pero ha quedado roto incluso para los más escépticos en los últimos seis meses. Tras esa victoria en la carrera de carreras en 2012, Wiggins solo tomó la salida en otra grande --el Giro del año siguiente--, abandonando. El resto, vueltas de una semana, carreras de un día, y un Mundial CRI conquistado en Ponferrada en el 2014. Anunció tantas veces su retirada que parecía una caricatura --y algo de guasa había--, e incluso tras ganar otro oro olímpico en Rio de Janeiro, dejó entrever que estaría para Tokio 2020, con 40 años.
Eran los últimos coletazos del Wiggins feliz, el que se permitía hacer cucamonas irrespetuosas mientras sonaba su himno nacional durante la entrega de medallas, o el que parodiaba la carrera a pie de su archienemigo Chris Froome. Después llegó Fancy Bears a principios de septiembre de 2016, el grupo de hackers que ha publicado los TUE de muchos deportistas olímpicos.
El problema es que a veces la inocencia se pierde muy rápido, y jamás se recupera
El de Wiggins no tenía desperdicio alguno: indicaba que para ganar su Tour de Francia se inyectó un potente corticoide, y con dosis de caballo, cuando anteriormente no se le conocía ninguna enfermedad grave. Vino la excusa del asma, y todo el ritual propio de los pillados en su propia tela de araña de mentiras, especialmente esa tejida por el Sky a base de ganancias marginales o ciencia aplicada al deporte, y que al final resulta que era equivalente al ciclismo de siempre: un buen chute para la mejora del rendimiento deportivo justo antes de una gran competición. Con justificante médico ad hoc, eso por delante.
En el Reino Unido están saliendo de la edad de la inocencia respecto a un deporte del que había muy poca cultura popular --apenas un gran campeón en su historia, y murió por dopaje en las faldas del Mont Ventoux--, y siempre eran los demás los que se dopaban. La historia de Wiggins era tan fantástica --hacerse escalador solo por perder kilos, sin merma alguna de potencia en la crono-- que muchos preferían vivir en el sueño antes que afrontar la realidad, porque la reacción ante los TUE fue acusar al mensajero --hackers rusos, ya se sabe-- y esperar a que escampase la tormenta.
El problema es que a veces la inocencia se pierde muy rápido, y jamás se recupera. El mayor problema para Wiggins fue que se abrió, a raíz de una investigación periodística del Daily Mail, otra vía que minaba su credibilidad como ciclista y como deportista honesto. Según demostraron, durante la disputa del Dauphiné Liberé --la prueba preparatoria más importante antes del Tour-- en el año 2011, cuando ya tenía 31 años, un miembro de la Federación Británica de ciclismo recorrió medio continente para entregarle en persona un paquete.
Sería algo importante, sin duda. Unos calcetines de la suerte, porque es bien sabido la fijación de muchos deportistas con las prendas o amuletos fetiche. O quizás un camafeo con la foto de su padre, mediocre ciclista de pista en los 70 que escondía droga en los pañales de baby Wiggins, en testimonio facilitado por él mismo para dar un poquito de pena, casi tanto como lo de ser un chico normal de Kilburn, uno más de los pueblos integrados en el Gran Londres, no precisamente de los más depauperados. Bastaba decir algo de ese estilo, y que fuera concordante con el relato del ciclista mod que a base de perder peso puede llegar a ganar el Tour de Francia, para escabullir el nuevo torpedo contra el relato artificial construido en torno a su figura. Pero ya había cambiado todo.
Hasta tal punto que, cuando se intentó argumentar que el paquete no era para Wiggins, sino para una ciclista británica, ésta lo negó; que cuando se preguntó al mensajero si sabía lo que iba en el paquete, negó saber su contenido, a pesar de cruzar dos fronteras con el deseado bien. Bastaba con decir qué era lo que había, y por lo que se tenía esa necesidad imperiosa, pero nadie era capaz, porque sabían perfectamente que nadie iba a cubrir a nadie en caso de testimonios contrarios.
Nueve días después, Wiggins anunciaba a través de Facebook que definitivamente dejaba el ciclismo, quizás en un último intento de apaciguar las aguas.
Así pasaron dos meses, hasta que a finales de diciembre de 2016 una Comisión Parlamentaria británica --y en la que se declara bajo juramento, ahí está la razón-- hizo que un responsable de la Federación británica reconociese que el paquete era para Wiggins y ningún otro, y que era de "naturaleza médica", no como aquellas bielas que Eufemiano Fuentes, en su calidad de mecánico ginecológico, envió a Ángel Casero antes de la crono decisiva de la Vuelta 2001.
¿Por qué no salió Wiggins a decir cualquier excusa típica del mundo del deporte sobre el contenido del misterioso paquete? ¿Por qué no lo hizo Brailsford, el demiurgo del equipo Sky? Porque nadie estaba seguro de lo que iba a decir el otro. Al final, el hombre calvo detrás de los éxitos de la pista británica, además de Wiggins y Froome, reconoció en el Parlamento que el contenido del paquete era… Fluimucil.
Nadie extrañará a Wiggins, un ciclista que ejercía como jubilado del ciclismo desde hacía años y al que su arrogancia ha dejado tirado
El Fluimucil es un medicina que se usa en niños y cuyo compuesto básico es la acetilcisteína, y que en absoluto justificaría un viaje intempestuoso desde Reino Unido hasta los Alpes --recibió el paquete justo antes de las etapas de montaña de Dauphiné, esa montaña que subía con los sprinters pocos años antes--, porque es un burdo descongestionador que se vende incluso sin receta médica en Francia.
Nadie se lo creyó, salvo la Comisión Parlamentaria, cuya finalidad es conocer, y no tanto investigar para sancionar. Bastaba decir cualquier cosa, y Brailsford dijo eso, a pesar de haber tenido dos meses para inventar algo mejor. Sin embargo, el Fluimucil surtió efecto incluso seis años después de su ingesta: nueve días después, Wiggins anunciaba a través de Facebook que definitivamente dejaba el ciclismo, quizás en un último intento de apaciguar las aguas.
Nadie extrañará a Wiggins, un ciclista que ejercía como jubilado del ciclismo desde hacía años --hasta se montó un equipo propio, por supuesto con su nombre--, y al que su arrogancia ha dejado tirado: como en todos los campeones surgidos de la nada, abundan sus declaraciones malsonantes sobre el dopaje, e incluso llegó a calificar a los periodistas y aficionados que durante el Tour 2012 dudaban de su rendimiento de "wankers", probablemente el peor insulto existente en lengua inglesa.
Es difícil que ulteriores desarrollos de la investigación den al traste con el palmarés de Wiggins a imagen y semejanza de lo ocurrido con Armstrong, y bien cabe la posibilidad de que algún día haya un equivalente a Landis entre las filas del Sky, pero de momento ha salvado su patrimonio en forma de trofeos y prebendas --incluyendo su título de Caballero del Imperio Británico--, no así el otro patrimonio inmaterial en forma de credibilidad y honestidad.
Asmático y alérgico, además de requerir urgentemente un producto de pediatría hasta el punto de tener que ser entregado en mano por un persona de total confianza, huelga decir que Wiggins ganó aquella edición de Dauphiné, pero no fue suficiente: al año siguiente repetía triunfo en la misma carrera chutándose 40 mg de Kenacort --una marca con la que se comercializa la cortisona-- porque estaba tan malo y enfermo que el doctor recetó esa dosis de tamaño familiar. Tamaño suficiente para ganar el Tour un mes después, con un compañero de equipo en segundo lugar.
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Sergio Palomonte
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