Tribuna
Racistas que ya no hablan de raza
Necesitamos miradas migrantes capaces de apreciar el movimiento y conscientes de la porosidad de la cultura
Sarah Babiker 20/09/2017
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De todas las tiranías que enfrentamos, hay una eficaz e invisible que es la tiranía de la velocidad. La selva acelerada donde ganan los fuertes, que suelen ser los más rápidos, quienes tienen el privilegio de planear el siguiente golpe mientras los corredores menos ágiles se tropiezan en el desconcierto. El desconcierto es un mercado fértil para los diagnósticos simples. Mapas esquemáticos de la realidad que fundamentan acciones contundentes, ciegas adhesiones, fieros antagonismos. Un diagnóstico simple, por ejemplo, es el racista. Hay razas superiores y razas inferiores, dice. Las superiores pueden dominar a las inferiores, servirse de su trabajo y sus recursos, y de ahí extraer civilización y progreso. El encuentro de otros pueblos trajo sano desconcierto, y éste fue rápidamente atajado con un enfermo y simple diagnóstico que permitió masacrar y violar, rapiñar y esclavizar, dominar y colonizar.
¿Cuáles son nuestros valores? Son los de Trump, los de los supremacistas blancos, los del Frente Nacional, los de Intereconomía. ¿Son los valores que permiten que se ahoguen miles de personas en el Mediterráneo?
Pero ya no somos racistas. En nombre de la raza se aniquiló a millones de personas en la Segunda Guerra Mundial. Muchas de ellas europeas. El racismo mató a millones de blancos en manos de otros blancos. Fue así como se volvió inadmisible. Ya había otro diagnóstico simple preparado: existían dos formas de organización posible, la occidental, donde estaba el mundo libre y desarrollado, o la comunista, con un bloque de países poblado por personas autómatas, que, o bien odiaban a Occidente, o bien ansiaban ser parte de su progreso.
(No tan) nuevas retóricas de exclusión
Llegamos a los noventa, cae el antagonista rojo. Los fabricantes de diagnósticos tienen ya su nuevo best seller contra el desconcierto bajo el brazo. Samuel Huntington es el más célebre de ellos. Esto de las ideologías, las clases y demás ya no es relevante, dice. A lo que hay que estar atentos es al choque de civilizaciones. El discurso cae en tierra abonada, desde los setenta va tomando forma en algunos países la idea de que la presencia de ciudadanos venidos de las antiguas colonias amenaza a la identidad nacional. La alteridad, que ya no puede ser conceptualizada como raza, necesita de otro envoltorio. Emerge la cultura. Es un concepto más amable: parte de la base de que las características y comportamientos de los pueblos no tienen una base biológica, son un constructo social. El problema, advierten muchos antropólogos, que son quienes, para bien o para mal, vienen estudiando la cultura, es que ahora, cuando todo el mundo habla de cultura, pareciera estar hablando de raza.
La retórica de la exclusión de la derecha nos dice que el desafío reside en conservar nuestra identidad. Que si preservamos a Occidente de la barbarie, abrazaremos de nuevo el progreso.
Ya en los noventa la antropóloga Verena Stolcke hablaría del “fundamentalismo cultural” como la nueva retórica de la exclusión de la derecha. Una retórica que “entiende la cultura como algo compacto, estático, inalterable y homogéneo.” Esta simplificación, este negar la historicidad, los conflictos de género, de edad, de clase, que bullen en toda sociedad, la porosidad hacia visiones, prácticas, y discursos provenientes de otras culturas, esa foto fija a la que se pretende reducir la identidad de millones de personas, es la materia prima para el diagnóstico simple de nuestros tiempos. Aquí hay dos opuestos, los nacionales y los extranjeros. Nosotros y los otros. Aquí, la cultura, sirve para dos cosas: potenciar el conflicto hacia afuera e invisibilizar las disidencias internas. Se entenderá por qué es una herramienta tan valiosa para afianzar hegemonías. Como decía Stolcke, “los pueblos siempre han estado en movimiento y las culturas se han mostrado flexibles y fluidas. Las culturas solo se atrincheran y devienen excluyentes cuando hay dominación y conflicto.”
‘Nuestros valores’
Este concepto esencialista de cultura se reprodujo también, hasta cierto punto, en el discurso pro diversidad cultural de la izquierda. Aludiendo a los derechos culturales, a los particularismos, se avalan relaciones de opresión históricas, se legitima como interlocutores a quienes, sin la excusa cultural, serían antagonistas. Hablamos con un imam antes que con un referente de la sociedad civil. En algunos discursos progresistas, al asumir el pack multicultural construido sobre esa idea de culturas compactas, ahistóricas, plácidas, se contribuyó a invisibilizar las tensiones internas dentro de las comunidades, las distintas interpretaciones de las culturas. Además, como recuerda el antropólogo argentino Alejandro Grimson, “esa uniformidad imaginaria, sustento de la acción política basada en identidades esencializadas, no sólo pasa por alto las diferencias internas de ‘los otros’, sino también las desigualdades y heterogeneidades del ‘nosotros’”.
El problema, advierten muchos antropólogos, que son quienes, para bien o para mal, vienen estudiando la cultura, es que ahora, cuando todo el mundo habla de cultura, pareciera estar hablando de raza.
La retórica de la exclusión de la derecha nos dice que el desafío reside en conservar nuestra identidad. Que si preservamos a Occidente de la barbarie, abrazaremos de nuevo el progreso. Otro antropólogo, Talal Asad, se propuso deconstruir qué significa ser europeos para aquellos que se reivindican como tales frente a las personas de origen inmigrante. A grandes rasgos, concluyó que la identidad europea se define en oposición a otros, principalmente el islam, que es una amenaza externa e interna al mismo tiempo. Europa como civilización y el islam como barbarie, ese es el diagnóstico simple que nos venden las derechas europeas. Pero para que esa visión sea coherente hay que elegir bien adónde se mira: se requiere mirar a la Ilustración, el iluminismo, los derechos humanos, la democracia. Sin embargo, la esclavitud, el colonialismo, la caza de brujas y la inquisición, el holocausto, todo esto, ¿no formaría parte de la identidad europea?
No hace falta irse tan lejos ni tan a la derecha. También en la retórica de la izquierda, en inteligentes y bien documentados artículos y análisis sobre el terrorismo, se apela a la necesidad de aferrarnos a “nuestros valores.” ¿Cuáles son nuestros valores? Son los de Trump, los de los supremacistas blancos, los del Frente Nacional, los de Intereconomía. ¿Son los valores que permiten que se ahoguen miles de personas en el Mediterráneo? ¿Son los mismos valores europeos que justificaron hundir a Grecia para pagar a sus deudores? ¿Son los valores que respiran bajo los comentarios machistas y racistas en los diarios?
Los antropólogos que he citado tienen otra cosa en común, fueron migrantes. “El migrante sospecha de la realidad: al haber experimentado varios modos de vida, entiende su naturaleza ilusoria.” afirma el escritor Salman Rushdie al hablar de la existencia de una sensibilidad migrante. Yo creo que esa sensibilidad migrante no está en las personas, sino en las miradas. Necesitamos miradas migrantes capaces de apreciar el movimiento, conscientes de la porosidad de la cultura, miradas que no se dejen esencializar ni encerrar en un nosotros. Miradas conscientes de que un diagnóstico simple nunca es un buen diagnóstico. Miradas que se resistan a la velocidad y sepan ver en el desconcierto.
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Sarah Babiker
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