Retrato de Montesquieu, en el Palacio de Versalles.
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Hay momentos históricos que nadie desearía vivir. Situaciones en las que los dirigentes políticos se comportan de manera incomprensible. La política suele seguir una lógica simplemente electoralista, y el mejor modo de saber cómo se va a comportar un cargo público es consultar las encuestas de intención de voto y de opinión. Es habitual y en cierta medida razonable, pues de ese modo se atiende, en el fondo, a las orientaciones de la ciudadanía.
Con todo, lo que no es admisible es que los políticos manejen a su antojo el ordenamiento jurídico. Las constituciones y las leyes hay que cumplirlas sin retorcer su interpretación, y en ningún caso hay que contravenirlas, puesto que de lo contrario nuestro principal instrumento de convivencia –nuestras leyes– se rompe, cediendo su lugar a la arbitrariedad, al populismo y finalmente a la tiranía.
En una democracia, la población vota periódicamente a sus representantes y se expresa con libertad, respetándose los derechos de reunión, asociación y todos los que se reconocen en las constituciones. Pero una democracia es mucho más que eso.
En una democracia es inconcebible que el poder ejecutivo controle directamente a la fiscalía. Nadie imagina que un representante del gobierno influya en un juez para que dicte ésta o aquella resolución, o bien que se lance a la ciudadanía contra los jueces. Es inimaginable, respetando la división de poderes, que los nombramientos de los jueces de los altos tribunales esté indirectamente determinada por el gobierno. Tampoco se concibe, por descontado, que el juez haga caso a los poderes ejecutivos y manipule la interpretación jurídica para responder a la orientación ideológica, o simplemente oportunista, de un gobierno. O de una parte de la ciudadanía.
Tampoco nadie imagina en una auténtica democracia que un parlamento –cualquiera– se salte sus propias normas de procedimiento para aprobar actos legislativos. O que se le ocurra adoptar resoluciones o actuaciones que discriminen a la población, o parte de la población, de un territorio, o bien que sin tener el apoyo claramente mayoritario de esa población, esos parlamentos, con acuerdos políticos entre fuerzas diversas, adopten normas de tremendo calado que no vengan respaldadas por esa mayoría ciudadana, aunque intenten aparentar esa mayoría sumando escaños u organizando espectaculares movilizaciones, contrariando incluso en ocasiones reiteradas promesas electorales.
Los lectores de lo anterior intentarán identificar ideológicamente mis palabras, en una necesidad absurda de saber si el que escribe es “de los suyos” y se pueden fiar de él, o simplemente se trata de un enemigo. En todo caso, jamás reconocerán los propios defectos, sino que verán reflejados los del otro bando, y si son más suspicaces –aunque en el fondo más realistas– se sentirán aludidos y les incomodará que se critique lo que hicieron los suyos ilegítimamente para imponer su opinión. Aunque lo que más les molestará es que se ponga en pie de igualdad las acciones de uno y otro bando.
En todo caso, cuando los fanáticos –no son otra cosa– se sienten atacados, creen que cualquier medio es legítimo para defenderse, siguiendo la lógica netamente belicista –falsamente atribuida a Maquiavelo– de que el fin justifica los medios. Y entonces, como leí hace poco de un compañero, opinan que el panorama no está para florituras jurídicas y deciden atacar o defenderse con todos los medios a su alcance, aunque sean propios de una dictadura, o simplemente absurdos, estúpidos o inconducentes.
Es dramático que suceda lo anterior. El país en el que ocurre, con la complacencia o indiferencia de sus ciudadanos, deja de ser una democracia, por mucho que sus dirigentes defiendan lo contrario y se llenen la boca con esa palabra, vociferándola a los cuatro vientos y manteniendo que sólo ellos son los auténticos defensores de la misma. La enfermedad, cuando está extendida, acostumbra a aquejar a todos por igual, aunque los de un lado y del otro sólo se escandalicen con las cacicadas del contrario.
No quiero identificar a nadie. El lector que no quiera engañarse relacionará cada suceso con mis palabras. Sólo diré que a veces la democracia, en cualquier lugar, ofrece una alarmante imagen de fragilidad. Una sensación de realismo mágico normativo incluso. Un estado de cosas en el que nada es seguro y todo es posible. Y el realismo mágico está bien para la literatura, pero es inaceptable en una democracia madura. Los niños mienten y se golpean para conseguir lo que quieren, y lo quieren siempre inmediatamente. Los adultos, si son maduros, aprenden la lógica del respeto, la persuasión, el acuerdo y la paciencia. Esos son los mimbres mínimos sobre los que se construye una democracia avanzada.
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Jordi Nieva Fenoll es Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona. @jordinieva
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Jordi Nieva Fenoll
Es catedrático de Derecho Procesal en la Universitat de Barcelona.
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1 comentario(s)
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Luis
Desde un punto de vista moral ambos bandos son iguales, dado que ninguno de los 2 ha respetado ni la legalidad (tanto letra como espíritu) ni la democracia (voluntad popular, incluida la de las minorías). Pero no son iguales en absoluto desde el punto de vista del poder y de la capacidad para llevar efectivamente a la práctica sus decisiones: unos pueden hacerlo e incluso pueden crear literalmente el Derecho aplicable (ley y jurisprudencia), por lo que tienen una legitimidad jurídica total (la democrática es otra cosa, obviamente) mientras que otros sólo se dedican, en la práctica, al fomento del ejercicio de los derechos de expresión y de reunión, dado que sus decisiones no sólo son nulas de pleno derecho según una legalidad que no controlan sino además imposibles de convertir en realidades. Así que hay que matizar bastante eso de que ambos bandos son iguales: no lo son con el actual equilibrio de poder.
Hace 7 años 1 mes
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