Arte
Alonso Berruguete: el Prometeo español
La exposición vallisoletana ilumina la figura del escultor por excelencia del siglo XVI, el mensajero del fuego del nuevo estilo renacentista, que trajo la chispa de la Antigüedad grecolatina
David Felipe Arranz 30/10/2017
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Parecía que el mundo medieval se iba a fragmentar en mil pedazos: aquellas oscuras mazmorras de luz secreta y bóvedas góticas dieron paso a las risas paganas, a la suntuosa paleta de colores y al martillo y al cincel sutil del Quattrocento, a la correspondencia de la competitividad y las escuelas de los grandes maestros. El arte y la cultura en general se distanciaron del modelo teocrático, donde eran un pálido reflejo de la belleza absoluta de Dios, e iniciaron su carrera secular en Florencia. Como escribió Arnold Hauser, el Renacimiento “trataba de unir la herencia de la Antigüedad clásica y la Edad Media, y aspiraba a conciliar tanto sus oposiciones internas como las que le separaban de las exigencias del presente”. Del orgullo medieval de los santos, los humanistas pasaron a la veneración de sus hombres ilustres, su nueva cultura. Y sin embargo, el Medievo fue el mejor mensajero del pasado, un emisario de incógnito y despreciado cuyas voces resonaron en los salones de Giuliano y Lorenzo Medici. En Italia continuaban muy vivas las ruinas del mundo romano: los protagonistas del primer Renacimiento reencontraron el orbe pagano en los vestigios y los relatos de los clásicos guardados en los monasterios. Porque en la Edad Media los monjes copistas se habían ocupado de preservar ese saber, a pesar de los hombres, de las guerras y del olvido. Cuando los hombres renacentistas se encontraron con muchos de estos textos, copias de los originales, creyeron que eran romanos. Después, la perfección del modelo antropológico hizo quiebra y del triunfo del racionalismo se pasó al sentimiento catastrófico de la muerte que culmina con la muerte de Miguel Ángel sin culminar su Pietá Rondanini.
Alonso Berruguete (c. 1489-1561), el escultor por excelencia del siglo XVI, el mensajero del fuego del nuevo estilo renacentista, fue nuestro Prometeo palentino, quien nos trajo la chispa de la Antigüedad grecolatina, redescubierta en la Roma del primer tercio del siglo XVI. Un contemporáneo suyo, el citado Miguel Ángel, hizo otro tanto: rompió la norma para después construir un orden nuevo. El neoplatónico Buonarroti, de quien su padre pensaba que lograría una mejor posición económica si ejercía el comercio y dejaba de poner en entredicho su linaje con el continuo ejercicio de la pintura y la escultura, fue el heredero de la tradición “científica” de la pintura florentina aprendida en el estudio de Ghirlandaio. También con Rafael Sanzio el concepto de genio alcanzó toda su dimensión; y con Berruguete, artista transgresor del desgarro, de la tragedia, de los rostros contraídos, las bocas abiertas y la mueca movediza de la madera, con la gubia retemblándole entre las manos, tan audaz y a la vez medido como un Pontormo o un Fiorentino. Sobre el tapiz de esta apasionante historia se adivina la reinterpretación de los bustos romanos, los mismos repertorios gestuales ya inventados por Miguel Ángel. El joven Berruguete, que llegó a Italia hacia 1506, cincelaba a su manera el dolce stil nuovode la talla del maestro con su cortesanía modesta de castellano viejo. Es el hijo del Laocoonte, el mismo que “cantó” Lessing en 1766 en su célebre texto sobre los límites en la pintura y en la poesía.
Vivió con plenitud el tiempo de los “artistas burgueses”, como los llama Frederick Antal; de los técnicos y los eruditos que vivían cada vez más de la pujante burguesía comercial y cada vez menos de los encargos eclesiásticos. El arte se hizo progresivamente laico y se convirtió en un elemento diplomático entre los príncipes, en una forma ostentosa de prestigio. Todo surgió en 1510 con el concurso de copia del recién descubierto Laocoonte, citado ya por Plinio en su Historia natural, concurrencia contada por Giorgio Vasari: la representación canónica del mundo antiguo emerge como refluido por el encuentro casual, bajo la tierra, ante las miradas nuevas y curiosas de artistas venidos de toda Europa. El humanista se inspira y copia la contorsión apócrifa, el espanto infantil, reinterpretando lo ya existente sin romper del todo con ello; aunque, desde ese preciso momento y gracias a ese punto de apoyo esculpido en su día para el Palacio de Tito, quiebra los sistemas compositivos del Trecento y los somete a las tensiones propias de una época de revoluciones religiosas y espirituales, de un tormento que oscila entre la trascendencia y el sensualismo, y firma el acta de defunción del neoplatonismo con el primer Barroco. El arte ha dejado de ser ingenuo con Alonso Berruguete, al que alumbraban ya, de lejos, los primeros albores del Barroco. Así, el palentino realizó un prodigioso contrafacto a lo divino: El sacrificio de Isaac,una reinterpretación libre del Laocoonte, como se demuestra aquí, al igual que el patriarca del Retablo Mayor de San Benito el Real. Porque conociendo el mundo clásico, Berruguete se hizo anticlásico; conociendo la norma, la transgredió y se inspiró en grifos, sibilas, bustos, mascarones... Citado por Rafael Sanzio o Bramante, el verismo de sus tallas policromadas tiene resabios paganos: sin obra profana documentada, el repertorio religioso de Berruguete respira gentilidad.
Como afirma el comisario de esta maravillosa exposición y subdirector del Museo Nacional de Escultura, Manuel Arias, Alonso Berruguete no fue el vástago del pintor Pedro: fue el Prometeo español, el hijo del Laocoonte.
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@dfarranz
La exposición “Hijo del Laocoonte. Alonso Berruguete y la Antigüedad Pagana”, Museo Nacional de Escultura, Valladolid, hasta el 5 de noviembre de 2017.
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