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Como le pasa a los malos actores, tengo miedo a encasillarme y ser “la periodista que escribe desde y sobre bares”. Así que me he apuntado al gimnasio. Yo, la que hasta hace 72 horas se jactaba de militar en el sedentarismo. Yo, la que se reía de los que sudan en mallas, me he convertido en uno de ellos.
El lunes 13 de noviembre fui a pedir información y con el firme propósito de firmar un contrato que me atara a ese sitio. El joven que me atendió me prometió que esa firma me daba acceso directo a un paraíso repleto de máquinas, duchas, monitores fabricados en el mismo molde que Andrés Velencoso y batidos de proteínas. A ver, criatura, si yo lo que quiero es que estos muslos no boten cada vez que camino, que parezco la versión femenina de ese tema de El Fary llamado ‘El hombre blandengue’. Eso es lo que pensaba mientras ponía mi rúbrica en una pantalla tras haberle entregado a ese joven uno de los bienes más preciados de cualquier europeo: el IBAN.
Salí de allí, me vine a casa y me vestí de deportista, dispuesta a iniciarme en una nueva vida, la nueva Ángeles que hay en mí. Primer error: yo no tengo ropa de deportista y mis principios frívolos y hedonistas me impiden gastarme dinero en estos menesteres (mi alma y mi Visa por un jersey de vicuña y cosas así). Tiré de fondo de armario en el sentido más literal del término y saqué unas mallas del chino, una camiseta de cuando yo hacía la carrera, unos calcetines de mi madre y unas zapatillas que me costaron la friolera de 20 euros y que me compré para mi último viaje a Nueva York. Vamos, un cuadro.
Entré dispuesta a dejarme media lorza con determinación y sin mirar atrás, aunque las luces de ese templo del sudor delataron nada más entrar la calidad de mi tren inferior: transparencias y roto en las mallas. Mal empezamos. Lo que no sabía es que la cosa iría a peor. Porque tú no puedes ir a hacer ejercicio con lencería de encaje, que es justo lo que yo hice. Porque tienes que llevar unos cascos del tamaño de Arkansas para escuchar música y poner cara de asesino en serie. “Viene muy bien para eliminar mala leche”, me dijeron en casa para animarme. Lo que yo temía ese primer día es acabar descuartizada entre la clase de spinning y la zona de las pesas con aquel público con cara de asesino en serie.
Lo bueno de ir a media mañana un día laborable es que hay especímenes de dos tipos: los ciclados profesionales y el desecho de tienta en el que me encuentro y al que obviamente me arrimé nada más coger mi toalla. Mirando al suelo como con bochorno e intentando pasar desapercibida me subí a una máquina de step, que, para los profanos como yo hasta hace 72 horas, es subir escalones con música de discoteca. Mis vecinas de máquina iban perfectamente preparadas y veían una serie en su móvil mientras eliminaban toxinas. Yo, con mi Ipod, le di al aleatorio y me salió una canción de Sergio Dalma. Ya ven, la nueva Ángeles ha salido tan poco lista como la anterior. Cambio y me sale Miguel Poveda. Tampoco. Y como no soy capaz de subir escalones, agarrarme a aquel artefacto y escoger la canción adecuada, todo a la vez, me pongo a pensar en lo que voy a hacer de cena esa noche.
Tras diez minutos de esfuerzo infame (mi cerebro me da la orden de ir y suplicarle a aquel monitor estafador que me devuelvan el dinero), me voy a hacer bicicleta. Delante de mí hay un veinteañero en cuyos gemelos cabemos tres señoras como yo que lleva una sudadera en la que pone ‘Unstoppable’. Yo me planteo irme llorando a que me abrace mi madre y pedir perdón a España, pero me puede el orgullo. He parido dos veces, qué es eso de flojear, así que enfundo de nuevo mi iPod y esta vez me voy a lo seguro: un variado de señoras ejemplares formado por Jennifer López, Beyoncé y Katy Perry. Si ellas pueden, yo también, me digo a mí misma mientras maldigo que se me haya olvidado una botella de agua y pienso en el porvenir de mis hijos cuando se queden sin madre tras esta sesión de tortura.
Para evitar unas agujetas que me inmovilicen durante días, opto por una modalidad suave de bicicleta, tipo Julia la de ‘Verano azul’ pero sin cestita, en vez de la que tiene mi compañero de al lado, que debe ser la de Alberto Contador. “No has venido a este mundo a sufrir”, balbuceo mientras sudo y miro la pantalla de televisión que tengo enfrente en la que un tal Johannes Luckas, que por lo visto tiene perfil en todo tipo de redes sociales y al que intuyo un currículum plagado de antecedentes penales. Yo y mis prejuicios. El caso es que Johannes es lo más parecido a un armario de dos puertas que te entrena no tanto para estar en forma sino si tu objetivo a corto plazo es matar a alguien con tus propias manos.
Después de 25 minutos en los que me ha parecido subir los Picos de Europa en bici, creo que ya entiendo a ese alemán de la pantalla, porque tengo ganas de estrangular a alguien. Me bajo del sillín y me siento como un león al que han clavado un dardo adormecedor. No siento los muslos y temo ir con unos andares más parecidos a los de Lina Morgan que a los de una mujer que se enfrenta como puede a su sedentarismo. Llego a mi taquilla y tengo un mensaje en el móvil con una foto publicada en prensa que me anima a acudir a una sesión de deporte al aire libre. “Ven y despierta tu lado más fit”, es el eslogan de semejante encuentro. “Ahora que tienes un lado fit, te puedes apuntar”, me dice con guasa quien me lo manda.
Tras minutos en el gimnasio, mi flequillo se parece al de Jesús Hermida y vuelvo cabizbaja a casa para intentar arreglarlo. Abro la nevera y cojo una cerveza sin alcohol. Los 33 centilitros los bebo como si fuera un chupito. Pienso en patatas fritas y una caña de verdad. Opto por escribir este artículo. La nueva Ángeles ahora hace periodismo gonzo. No me reconozco.
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Autor >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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