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El 28 de enero cumplí 41 años. El primer cumpleaños huérfana de padre me trajo varios regalos, entre ellos Patria, de Fernando Aramburu, y Antónimos, el espectáculo de Los Morancos. Varias de las mujeres de mi familia hicimos lo que se hace en estas ocasiones cuando se es de fuera de Madrid: sacar las galas y el tronío para venir a la capital. Vestidas casi de madrina de boda con pretensiones pasamos dos horas a carcajada limpia y esa especie de chillido que se nos pone a todas las señoras llegadas a una edad. Hubo un momento en el que nos vimos candidatas a un infarto por culpa de aquel humor básico e incorrecto (que nos perdonen los afectados de enfermedades cardiovasculares, que ya sabemos la de piel fina que abunda en estos tiempos). Un colega de profesión me confesó su bochorno por ir a semejante espectáculo. Pero disfruté mucho más con los hermanos Cadaval que con Aramburu y su Euskadi sin oxígeno.
Una amiga me contó esta semana que alguien en su trabajo imprimió dos entradas para ir a ver a Los Morancos y cuando un compañero descubrió semejante tesoro en la impresora, tras las risas, nadie reivindicó ser el dueño. Yo hice lo que hago en estos casos, que no es otra cosa que subir mi apuesta, así que le conté a mi amiga (ya curada de espanto con mis cosas), que mi próxima incursión en la cultura patria con mis mujeres de periferia iba a ser Alta seducción, con Arturo Fernández. “Te falta la Pantoja”, me dijo muerta de risa. Para eso también tenía respuesta: “Ya fui, con mi madre y mi abuela, hace muchos años, en un polideportivo municipal”. Añadí un “la leña arde”, que para los profanos es el momento cumbre de ese trozo de la historia de España que es Se me enamora el alma.
Puestos a hacer confesiones, esta semana he visto el programa de Bertín Osborne con Boris Izaguirre. Un venezolano cultísimo y amaneradísimo que reivindicó la frivolidad y la crema hidratante como forma de vida. Un tipo que comparte en su biblioteca libros sobre Pertegaz e Yves Saint Laurent y la Revolución bolchevique. Un tipo que invita a cenar a la Preysler y a Chenoa y que se emociona al recordar a su madre, fallecida hace unos años, y que reconoce lo mucho que ha hecho la revista ¡Hola! en su educación. Necesitamos más gente así, gente que hace todo lo posible porque la vida le pese menos y no vive pendiente en cada momento de hacerse la interesante y la densa. Gracias, Boris, qué tarde te descubro (en casa estaba mal visto ver a señores desnudos y a determinadas horas).
Esta mañana, mientras compraba salmonetes de roca en el mercado para hacer frente al desafío nacionalista y lo que surja, pensaba en Chiquito de la Calzada y el oportunismo. En la cantidad de personas que se han lanzado a lamentar la muerte de Gregorio Fernández que, apenas un rato antes, mostrarían un bochorno similar al de mi colega si acaso alguien afirmaba contar con entradas para ir a verle decir una vez más lo de “no puedor”.
He venido una semana más a reivindicar lo liviano. He venido a recordar que os faltó tiempo para lamentar la muerte del Alfredo Landa que actuó en Los santos inocentes. Ese Landa sí, pero no el del landismo, como si en el fondo no os haya hecho tanta gracia como a los que seguimos llorando de risa con No desearás al vecino del quinto. O el López Vázquez de La Cabina, como si no lo hubierais imitado alguna vez diciendo aquello de “Un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo” de Atraco a las tres.
He venido aquí a deciros que no tengáis miedo. Que le puede a uno funcionar el lagrimal por Arévalo y por Joan Didion, que se puede hablar en comidas familiares de Dunkerke y Alba Carrillo y seguir adelante. Bendita sea la frivolidad. ‘Fistrofrivolidad’. Hasta luego (Lucas).
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Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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