EL SALÓN ELÉCTRICO
Cine y Revolución: la mirada enamorada
Los años veinte estallan de creatividad en todos los ámbitos: las vanguardias se extienden por Europa y llegan a Rusia en el momento justo, cuando el viejo régimen zarista agoniza
Pilar Ruiz 22/11/2017
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El hombre de la cámara (D. Vertov, 1924).
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Así comenzó el mundo tal y como lo conocemos. Como una explosión, como un big bang: el siglo XX forjado delante de una cámara de cine. Después de esa revolución en la Rusia de 1917 nada volverá a ser igual, aunque esa nada anterior haya durado cientos de años. Las bombas de la Primera Guerra Mundial –la primera guerra filmada de la Historia– sirven de prólogo a esta superproducción que es la Revolución rusa. Retratada por el cine será, sobre todo, épica: puro espectáculo. La Revolución, siempre tan fotogénica.
Octubre (Serguei Eisenstein, 1927)
“De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante. Debe ser y será el principal instrumento cultural del proletariado” (Lenin)
Aunque Potemkin (1925) se lleve toda la gloria, Octubre (1928) es el documento fundacional de la Revolución. De Octubre, por supuesto.
“En referencia a El Nacimiento de una Nación (1915, Griffith), Octubre podría haberse llamado El nacimiento de una revolución”dice Javier Hernández, decano de Comunicación de la Universidad San Jorge y profesor especialista en narrativa audiovisual. “Dziga Vértov revoluciona el cine con su idea de ensamblar imágenes a través del intervalo y el collage, un lenguaje al servicio de una nueva realidad. Los vanguardistas rusos inventan hasta el grafismo del siglo XXI, el de internet. A su lado las vanguardias europeas eran pajas mentales de la clase privilegiada, con sus manifiestos vacíos. Los rusos pusieron toda su energía en el cambio de la sociedad”.
Los años previos e inmediatamente posteriores a 1917 estallan de creatividad en todos los ámbitos: las vanguardias se extienden a toda velocidad por Europa como vainas marcianas y llegan a Rusia en el momento justo, cuando el viejo régimen zarista agoniza. El tren de Lenin y sus bolcheviques inauguran la modernidad frente al apolillado régimen imperial: quieren cambiarlo todo, empezando por la sociedad de su tiempo. El Arte se convierte en la punta de lanza revolucionaria y no solo por sus inspiraciones políticas –¿qué fue antes? ¿Quién inspiró a quién?– con un testigo nuevo y excepcional: el cine nace como siamés inseparable de las vanguardias artísticas del siglo XX, incomprensible sin los movimientos que sacuden a la fotografía, la poesía, la música, la pintura, la arquitectura, el grafismo o el diseño en todo el mundo occidental. Los artistas contemporáneos son muy conscientes de ello:
“En 1915 el pintor Kazimir Malevich expone en Petrogrado treinta y nueve obras abstractas que suponen no sólo una ruptura con su trabajo anterior sino además una apertura a un universo nuevo” dice el artista plástico Rubén Rodrigo (Salamanca, 1980). Y añade: “Blanco y negro, secuencialidad, parece que estuviéramos hablando de cine... Malevich desarrolla los límites de la pintura, los límites de la luz, el límite de nuestra mirada como espectador. El fundido a negro no es el fin de la pintura. Es vivir en la frontera de la percepción, es ampliar nuestra mirada hacia el tiempo, exactamente de lo que trata el cine”.
Estilos, escuelas corrientes, neo-primitivismo, suprematismo, constructivismo, cubofuturismo... ¿Alta y baja cultura? Picasso reconoció que Apollinaire y él mismo perseguían con pasión las películas de Charlot allá por los albores del siglo pasado. Y Chaplin fue uno de los pocos amigos de Serguei Esenstein durante su breve paso por Hollywood.
En la lejana Rusia, la apabullante tradición artística del país se vuelca en los nuevos movimientos. Pintores como Malevich, Kandinsky, Marc Chagall y muchas, muchas pintoras: Liubov Popova, Varvara Stepanova, Olga Rozanova o Natalia Goncharova; en músicos y coreógrafos como Diaguilev y Nijinsky; en el Teatro del Arte de Moscú con Stanislawsky y Meyerhold; y en los escritores, de Gorki a Bábel o Bulgakov y poetas –no se entiende Rusia sin sus poetas– como Anna Ajmátova y Boris Pasternak. Serguei Eisenstein forma parte de esa vanguardia inmensa, junto a otros “inventores” del cine como Vertov, Pudovkin, Kuleshov o Medvedkin. La lista de nombres contagiados por la Revolución es apabullante. ¿Cómo no caer rendidamente enamorados de este nuevo mundo que nos prometen?
Hoy, las imágenes plateadas de El acorazado Potemkin, vaciadas por el tiempo de su carga ideológica, mutan en icono pop y motivo de camiseta, quizá a causa de la infinidad de homenajes y parodias del cine comercial a la célebre secuencia de la escalera de Odessa.
Pero también, seguro, porque el padre del diseño moderno, el escultor, pintor, diseñador gráfico y fotógrafo Alexánder Rodchenko estaba ahí. Junto al poeta futurista Maiakovsky fundaron en 1923 una agencia con la que revolucionaron –también– el concepto, aun en pañales, de publicidad.
Para Mar Quintana, ilustradora especializada en diseño y animación: “Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX tienen una misión clara: la ruptura con lo anterior. Ruptura con lo figurativo, con el elitismo de la clientela burguesa, con la propia noción de obra de Arte. En Rusia, inspirándose en técnicas artesanas y humildes, como los grabados de madera y linóleo, el uso de la tipografía como forma abstracta, las formas y colores básicos. Un lenguaje nuevo, liberador, moderno, mecánico que conjuga los mundos del Arte plástico, la artesanía, el cine, la política, la poesía, la arquitectura…Sus obras son democratizadoras, el medio ideal para la propagación del mensaje obrero. El cartel propagador, la Propaganda, es el origen del diseño gráfico actual”.
Cartel de El acorazado Potemkin (A. Rodchenko)
Y entonces llega el fin. En 1928, el estreno de Octubre tuvo que retrasarse cinco meses para suprimir todos los planos de León Trotski, caído en desgracia. Como anticipó Dostoievski en Los demonios (1872), los más fanáticos de estos revolucionarios no tardan en desencadenar un terror que hará caer la primera víctima de muchas: la libertad creadora. Pensadores, poetas, escritores, artistas tachados de hacer arte burgués y/o antirrevolucionario. La dictadura bolchevique impone el realismo socialista, el suyo, a pesar de que representa una fantasía más propia de la ciencia ficción.
“Tal vez sólo haya una revolución, desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es... ¿quiénes son los buenos?” (Los Profesionales, Richard Brooks,1966)
Ese corte estético –con ejecuciones, gulag o censura– tiene como protagonista al cineasta Alexánder Medvedkin en la película de Chris Marker El último bolchevique/La tombeau d’Alexandre. Genial tratado sobre el cine como objeto revolucionario, ensayo sobre la memoria del pasado suspendida en el tiempo, Marker – compañero de Resnais, Vardá y Tarkovsky– traslada su propia decepción ideológica como militante de izquierdas a la defección de su amigo Medvedkin, su paso de vanguardista revolucionario a cineasta al servicio del totalitarismo.
Antonio Weinrichter, crítico de cine y autor de “Mystère Marker” sobre la obra del cineasta francés, valora la mirada de Marker, el narrador de las revoluciones, sobre sus antecesores de la vanguardia rusa: “En más de un sentido, el trabajo de Chris Marker enlaza con la era de las vanguardias históricas en su vertiente soviética: un experimentalismo fulgurante, promovido por un estado naciente que patrocinó una forma artística de expresar un optimismo social. Todo muy fugaz, claro: enseguida lo reemplazó una forma de populismo artístico llamada realismo socialista. La obra de Marker representa quizá la mejor confluencia de esas dos vanguardias que postula Peter Wollen desde las cenizas otra revolución, la del mayo del 68: la política y la formal. “El fondo del aire es rojo” titula Marker su balance de esa otra derrota”.
El último bolchevique/La tumbeau d’Alexandre (1993)
Revolución y vanguardia nacen juntas, viven apasionada y brevemente, y mueren de la misma enfermedad. Pero, ¿desaparecen del todo? A pesar de todo, el legado de los cineastas rusos permanece: de forma directa en el cine de la Nouvelle Vague –como el propio Marker– y todos sus epígonos, pero no solo. En realidad, es casi imposible encontrar una sola película actual en la que no estén presentes las técnicas de montaje cinematográfico de Vértov, Kuleshov, Eisenstein o Pudovkin. Las vanguardias rusas perviven implantadas en el seno de la sociedad capitalista, como si se hubieran pasado al enemigo para sobrevivir. Para ello, han tenido que abandonar por completo su objetivo ideológico original: la implantación del comunismo. En las postrimerías del siglo XX, los cineastas europeos comienzan a contar el terror estalinista: “La confesión” (Costa Gavras, 1970); “Quemado por el sol” (N. Mihalkov, 1994); “Papá está en viaje de negocios” (E. Kusturica, 1985) o “Vor, el ladrón” (P. Cukhrai, 1997) señalan de forma brillante la brutalidad de los tiempos del genocida “Koba”, pero la Revolución no aparece en su celuloide sino de manera fantasmal, como el del mito o la leyenda. ¿Dónde está la Revolución?
Pues en Hollywood, claro. Patrón del verdadero imperio de la apropiación anarco, el de las narraciones, no podía dejar de hundir sus garras capitalistas en la Revolución rusa. Guerra fratricida, amor y muerte: los ingredientes perfectos para un melodrama. Y nada de experimentos vanguardistas; si hay que gastar millones de dólares en una revolución de cine, la industria sabe que hay que llamar a un especialista y, de estar disponible, al mejor: David Lean. (De altura no comparable a la de Beatty en Reds/Rojos, 1981). Va a contar con un libreto de altura, “Doctor Zhivago” de Boris Pasternak, una novela casi autobiográfica sobre la vida de un poeta durante la revolución bolchevique, prohibida en la URSS hasta la llegada de la Perestroika. Su editor, el millonario italiano Giangiacomo Feltrinelli, tiene una historia capaz de competir con la del propio Pasternak: expulsado del todavía prosoviético PCI por la publicación de “Dr. Zhivago”, fundador y comandante del grupo paramilitar Gruppi di Azione Partigiana (GAP), morirá en los “años de plomo” durante una acción terrorista, a causa de un fallo en los explosivos con los que pretendía sabotear una línea de alta tensión de Milán.
El rodaje de Doctor Zhivago (1965) en España está plagado de anécdotas de toda una generación de artistas y técnicos del cine que trabajaron con “los americanos” y alguna famosa, como la secuencia de la manifestación en la que 2000 figurantes cantan la Internacional, para estupor de los habitantes del madrileño barrio de Canillas donde se levantaban los estudios. Estamos en pleno franquismo: la policía secreta fichó a los extras que por lo visto, entonaron “A las barricadas” (en español) de forma espontánea, imbuidos de euforia libertaria. Esto, detrás de la pantalla; dentro de ella, el idealista Pasha Antipov se convierte en el cruel Strelnikov: la Revolución –y sus demonios– hecha carne ante Zhivago. Los ojos de Omar Sharif registran la historia como una cámara: el actor egipcio se quejaba de sus pocas líneas de diálogo. Puede que Lean le estuviera haciendo un homenaje a Vertov y a su cine-ojo: la Revolución retratada como un reflejo en los ojos de un artista. (Y si es un poeta represaliado, mejor)
La muerte de Zhivago, fulminado de un ataque al corazón –no podía ser de otra manera– al ver pasar a Lara, la pasión inalcanzable de tres hombres distintos, es un final glorioso para jugar a la metáfora: el amor perdido, la causa perdida. El artista, el poeta, solo será amado por la Revolución durante un breve momento –breve encuentro–, porque de una manera u otra, ella acabará con él. Y solo sobrevivirán los Komarovski –los Fouché de otra revolución–, cínicos que no arriesgan su corazón.
Mucho antes de que la policía franquista detenga a extras en un rodaje, en 1930, Eisenstein viaja a México para rodar la accidentada e inconclusa Que viva México. El eco de la Revolución de Octubre estaba en otro continente; el americano; pero su reflejo en “la Bola”, resulta también un rotundo fracaso. Salvo en su legado cinematográfico. Ni mil ensayos históricos pueden competir en posteridad con un solo primerísimo primer plano del rostro de María Félix Enamorada (1946) de un revolucionario villista, en una película puesta en pie por Gabriel Figueroa y Emilio “el Indio” Fernández, el gran director de la época de oro del cine mexicano. Fernández revisó el material filmado por Eisenstein para Que viva México una y otra vez, hasta obsesionarle, como una alucinación y una epifanía; a su vez, Figueroa aprendería del trabajo de Eduard Kazimirovich Tissé, el gran fotógrafo que llegó con Eisenstein: la sombra del cine ruso es alargada.
Enamorada (Fernández, 1946)
Y de nuevo, en los EEUU: desde los inicios del cinematógrafo, cuando Griffith produce The life of general Villa (Raoul Walsh, 1914) el México revolucionario representa un hito romántico para los gringos –viejos o no–, empeñados en encontrar allá donde esté el material del que están hecho los sueños. Ese espíritu romántico crea un personaje nuevo: el desengañado de la Revolución atrapado en la nostalgia de un fracaso, casi una herejía en el país de las oportunidades. Hollywood no ama el fracaso, así que el looser, para serlo, tiene que tener una buena razón: una derrota en una guerra. En el western clásico será el vencido de la Guerra de Secesión y en el western moderno, el de la Revolución mexicana. Buena muestra de ello está en “Los profesionales” (Brooks, 1966), western contemporáneo del melodrama Zhivago. Los mercenarios –Marvin, Lancaster, Ryan y Strode– dispuestos a luchar por dinero contra su viejo compañero de ideales revolucionarios –Jack Palance–, intentan rescatar a una esposa secuestrada interpretada por Claudia Cardinale, hasta que descubren que todo es un engaño: ella es una revolucionaria enamorada de un revolucionario. Perdedores de todo, ya solo les da sentido una pasión imposible.
Cartel de Los Profesionales (Brooks, 1966) y “Cruz Negra” (Malevich, 1925)
“Tú la ves tal como es. La Revolución no es una diosa sino una mujerzuela; nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa, pero sólo son asuntos mezquinos, lujuria pero no amor, pasión pero sin compasión, y sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable...” (Los Profesionales, Brooks, 1966)
La revolución siempre resulta fotogénica, como el amor romántico. Una y otro son bellos, subversivos y viven en permanente conflicto con la realidad; por eso están condenados a permanecer en el territorio de los sueños. En el cine.
Así comenzó el mundo tal y como lo conocemos. Como una explosión, como un big bang: el siglo XX forjado delante de una cámara de cine. Después de esa revolución en la Rusia de 1917 nada volverá a ser igual, aunque esa nada anterior haya durado cientos de años. Las bombas de la Primera Guerra Mundial...
Autora >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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