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Escena del vídeoclip de Tangana, Tiempo.
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Cuando pasé más de un año en paro, mi relación con el dinero cambió para siempre. Me empobrecí, como tantos otros de mi generación, y comencé a sentirme atraído por el trap, un estilo musical derivado del rap que canta al dinero, las putas y la droga, como bien lo definió una de las powergirl que lo ha popularizado en España: Zowie Puta.
Cualquiera que haya convivido con la pobreza, en España u otra parte, sabe bien que los chavales sin dinero no sueñan con la revolución, sino con la pasta. Y yo, cuanto más pobre he sido, más he soñado también con venderme. Y qué felicidad cuando me han comprado. Qué felicidad no pensar en cómo estirar mi dinero las 24/7 para pagar el alquiler y la comida. Hay que sentirse pobre --aunque uno no lo sea del todo-- para desear ser rico de un modo ostentoso; de un modo que el dinero viejo y las clases medias –siempre tan atentas a lo prestigioso– consideran indecoroso; del mismo modo que el trap y otras estéticas de la ostentación han sido elevadas a categoría de arte.
Con la mayor hipocresía, las élites de nuestro país han cultivado un piadoso silencio sobre su pasión por los bienes materiales, mientras que las convenciones no materialistas calaban entre nuestras clases cultas
Cuando tenía la edad que tienen ahora las estrellas nacionales del trap, yo y mis amigos nos disfrazábamos de pobres; primero fuimos punks, luego grunges; después perroflautas. Hijos del bienestar de los noventa, nuestra rebeldía consistía en desdeñar los códigos del dinero y el aburguesamiento. Mis padres me echaban la bronca, pero yo creo que intuían que ese desdén mío nacía de un desprecio que ellos mismos me habían inculcado; un desprecio no por el dinero en sí, sino por el culto al dinero, y su exhibicionismo.
Este rechazo no solo es transmitido por los progres a sus vástagos; el catolicismo ya aleccionó a los más pobres para que repudiaran la búsqueda de la riqueza, y a los ricos para que, al menos de palabra, no hicieran ostentación de ella. Con la mayor hipocresía, las élites de nuestro país han cultivado un piadoso silencio sobre su pasión por los bienes materiales, mientras que las convenciones no materialistas calaban entre nuestras clases cultas. Todo ello ha provocado que hablar de dinero de un modo explícito (por ejemplo, de lo que ganas) se haya convertido en un tabú que solo puede romperse a puerta cerrada y entre partes interesadas. E incluso entonces, a la hora de cobrar una deuda o negociar un contrato, a muchos nos embarga un pudor incomprensible. Y no hace falta aclarar a quien acaba beneficiando esto. ¿O sí hace falta?
En una entrevista de 2016, el escritor Manuel Vilas repitió una idea que lleva años apuntalando con su literatura: “Socialmente incomoda hablar de dinero. Molesta que un texto literario hable de dinero, y a mí me pasa lo contrario […] Hay muchos poetas que escriben desde sitios muy elevados de la experiencia, sitios graves, nobiliarios, solemnes, altísimos… Después estás con ellos y están todo el día hablando de dinero”. Yo ahora pienso que esa actitud no es exclusiva de la poesía, sino del panorama cultural en general, que siempre ha funcionado como catalizador de la idiosincrasia de las clases refinadas. Casi toda la cultura se sumó a la censura de ese deseo, esa obsesión, que tanto más fuerte es cuanto más precaria la situación en la que vives.
La primera onda del rap en España se mantuvo fiel a esos modales pese a que la estética del lujo kitsch se imponía en el rap de EEUU, donde estrellas como Jay-Z o Dr Dre amasaban enormes fortunas y hacían de su celebridad uno de los temas más recurrentes de sus canciones. Mientras tanto, aquí, salvo Mucho Muchacho o algunos mcs sevillanos, los raperos se limitaban a repetir versiones más o menos guays del discurso romántico-anti-materialista propio de la tradición lírica del rock. Las megaestrellas de las primeras décadas de este género giraron por todo el mundo ganando cantidades desorbitantes y niveles de influencia social nunca vistas, pero su lírica no solía reflejar nunca esos objetivos materialistas. De hecho, uno de los mitos más asentados del rock es aquel que dicta que la fama y el dinero apagan al artista, como lo formulaba Iggy Pop en una entrevista de Bruno Galindo a finales de los noventa: “Cuando alcanzas el éxito en el rock te metes más y más en el negocio, y el negocio aniquila la vida, y si no hay vida no hay una motivación por la que cantar. Entonces empiezas a cantar sobre lo que has leído en el periódico, o sobre aquello que cantaste en el disco anterior que te resultó tan rentable”. Tendrían que llegar los raperos del gueto norteamericano, es decir, los pobres entre los pobres, para enseñarles a los blancos a celebrar con su arte la fama y el lujo más obscenos. Y sin embargo, esa temática no caló en España hasta la irrupción de los traperos actuales. ¿Por qué ha tardado tanto? La única explicación que se me ocurre es que hasta ahora no éramos lo suficientemente pobres.
Mi yo de los noventa hubiera odiado un género tan sexista y ultra neoliberal como el trap. Pero a mi yo del 2017 le fascina. “No tengo tiempo para gramear / Marcas multinacionales en mi celular / Políticos pensando cómo contestar / Estrategias militares, marketing viral / No tengo tiempo para gramear / Enseñando a todo el juego cómo negociar / Sólo puedo elegir en qué malgastar / Sólo quiero escupir pa’ hacerlo brillar”, rezan los versos del último éxito de Tangana, uno de los raperos nacionales más populares. “Mira, estoy haciendo pasta hasta cuando duermo / Y mientras duermo sueño con dinero / Soñar es gratis, coño, o eso me dijeron / Pero mis sueños no son gratis, coño, me mintieron / […] / Hasta follando estoy sumando si te soy sincero / Mi polla es un uno y tu culo es un cero / Podría estar to’ el día rimando dinero / Porque na’ rima mejor que el puto dinero”, rima Kinder Malo, un trapero que engancha tanto a adolescentes como a modernos.
El trap germinó entre la gente más empobrecida de nuestro país -–o sea, los adolescentes– pero pronto se ha popularizado entre públicos más adultos. La operación es típica. Como explica Iñaqui Domínguez en Sociología del moderneo, los hipsters primigenios que surgieron en los años treinta eran así llamados por ser blancos que rondaban por las barriadas negras para contagiarse de la personalidad y cultura de sus habitantes. Y mientras, en Europa, la bohemia tomaba su nombre de imitar a los gitanos, asociados a esa región. Así pues, que los modernos cosmopolitas se vean atraídos por el trap no es más que la última vuelta de tuerca de la mistificación de lo cani que lleva operando en la cultura popular de siempre, una mistificación que, como decía el escritor y poeta Carlos Pardo en una entrevista de Kiko Amat, es bastante terrorífica, pues los canis –como los traperos– son fascistas en muchos sentidos (y en otros no).
Sin embargo, yo no me veo como un fan del trap por puro moderneo; más bien me siento del lado de los desclasados que consumen a través de esta música una fantasía de poder, de popularidad, de dinero y egolatría sin límites. Nos enchufamos a través de nuestras pantallas a esas ficciones protagonizadas por adolescentes que fingen haber logrado el menú completo del éxito neocapitalista más procaz y aculturalizado. Y mientras dura la canción, nos sentimos liberados; del tabú de no poder desear dinero, de la desgracia de no de tenerlo. Cuando el dinero es lo único que en esta sociedad nos puede hacer libres, nada rima mejor que el puto dinero. Y luego si eso, cuando se acabe el vídeoclip, ya nos plantearemos otras cosas.
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Miguel Espigado nació en Salamanca en 1981. Ha publicado las novelas El cielo de Pekín (2011) y La ciudad de los cerdos (2013), y el ensayo Reír por no llorar. Identidad y sátira en el fin del milenio (2017).
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Miguel Espigado
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