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Old Library, "Trinity College" (Dublín)
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La historia de mi última traducción publicada empieza con un paseo por la legendaria librería Strand de Manhattan, husmeando viejas ediciones. Entre rimeros de títulos insulsos descuella uno: los cuentos de S.J. Perelman, guionista de los hermanos Marx. Say no more! Me lo llevo y, por las noches, lo devoro en el estudio de Chelsea que hemos alquilado. Ya en Barcelona, redacto una propuesta y se la presento a algunos de mis editores habituales. Uno de ellos se entusiasma con la idea. ¡Aleluya! Tras mucho investigar para entrar en sintonía con el autor, el estilo, el tono, me siento por fin en el despacho a traducir...
No, vale, de acuerdo, me lo estoy inventando. Cuando era estudiante, yo también creía que algún día, cual Indiana Jones de la literatura, me dedicaría a espigar las joyas antiguas y modernas de las letras extranjeras para trasladarlas al castellano. Pero nein. Lo cierto es que el 99 % de los traductores trabajamos por encargo, y el caso de un servidor —que por casta pertenece al 99 %— no es distinto. Los libros traducidos se idean, se cuecen, maduran y se ponen a la venta de muchas maneras distintas, pero, puesto que hemos empezado hablando de Perelman, veamos cómo se gestó la flamante antología de cuentos que, para cuando el discreto lector lea estas líneas, ya estará expuesta en su librería de cabecera (y si no lo está, escribanme por privado: tengo mis medios para persuadir a libreros desaprensivos...). La verdadera historia, pues, empieza así:
11 de enero
D. me ha llamado por teléfono. D. es uno de mis editores. Dice que está preparando una antología de cuentos de un tal Pearleman o Peraman, no he entendido muy bien. Dice que fue guionista de los hermanos Marx y que es uno de los autores favoritos de Woody Allen. No sé de quién diablos me habla, pero aguanto valientemente el tipo.
Lo cierto es que el 99 % de los traductores trabajamos por encargo, y el caso de un servidor no es distinto
—Ah, sí, Pepeman —respondo con aplomo—. No, no lo he leído, pero lo tengo ubicado.
Acordamos plazos, tarifas, condiciones. La parte prosaica del oficio es desagradable, pero el primer mandamiento del autónomo dice: “El amor al arte no estará reñido con el amor al plan de pensiones”. (El segundo dice: “No trabajarás más sábados de la cuenta”, pero eso, si acaso, lo dejamos para otro día.)
16 de enero
D. ha decidido que traduciremos los relatos a partir de las versiones originales publicadas en el New Yorker, no las de las antologías. Me manda los archivos. Los imprimo ampliados al 130 % para no dejarme la vista. Estoy revisando otro libro que debo entregar la semana que viene: un thriller contemporáneo ambientado en Roma. Cuando acabe, empezaré a traducir otro libro para D., una novela de Tim O’Brien que narra la surrealista historia de un soldado que huye de Vietnam a pie con destino a París. Entretanto, leo los cuentos de Perelman. Anoto cosas. Me río. Luego recuerdo que tendré que traducirlo. Voy intuyendo en qué lío colosal me he metido.
31 de febrero
Perelman está loco, es un demente, quiere acabar conmigo. Sus relatos tienen unos títulos demenciales y emplea un vocabulario que me obligará a saquear todos los diccionarios que tengo en casa –y son muchos, créanme. Sigo traduciendo la novela de O’Brien, a quien de vez en cuando aparco un día o dos para empezar a tomarle el pulso a Perelman. La extensión de algunos cuentos me permite traducir uno de los cortos en un día y revisarlo al siguiente. Ensayo con un par. En efecto: colosal lío.
Perelman está loco, es un demente, quiere acabar conmigo. Sus relatos tienen unos títulos demenciales y emplea un vocabulario que me obligará a saquear todos los diccionarios
9 de mayo
Me he despedido hace unos días de O’Brien y estoy sufriendo las penas del infierno con Perelman. Me he hecho con la antología más completa de sus relatos de las que se han publicado en inglés. El tamaño de la letra hace que haya dejado de temer por mi vista. Le voy agarrando el ritmo: traduzco un cuento, lo dejo reposar, traduzco otro, reviso el primero, traduzco un tercer cuento, reviso el segundo, luego reviso el primero y el segundo otra vez. Cuando tengo dos o tres terminados, se los mando a D. para que los revise él también.
Voy leyendo a autores similares. Perelman era amigo de Dorothy Parker, y yo la tengo aquí, muy bien traducida por mi colega Celia Filipetto. Releo también cosas de John O’Hara, al que ya he traducido. Los tres formaban parte de la cuchipanda del New Yorker. Perelman, además, admiraba a Ring Lardner. Lo saco del estante por si acaso, también en traducción de Celia. Qué tía. Voy robando palabras, expresiones, tomo nota de cómo salvar ciertas trampas. También consulto cosas en About Town, el libro de Ben Yagoda sobre la historia del New Yorker. Un par de cuentos de Perelman hablan de su relación con Groucho Marx, así que, por si acaso, también tengo encima de la mesa sus memorias, las de Harpo y la biografía de Stefan Kanfer. En el escritorio va faltando espacio.
20 de junio
D. me ha devuelto varios cuentos ya revisados. Horror: resulta que las versiones del New Yorker y las de la antología son distintas. Cambian nombres y pequeños detalles, nada sustancial, pero hay que rehacer cosas. Paren máquinas. Tiro la antología por la ventana (bueno, esto último es mentira). Suspiro. Saco los folios del New Yorker y pido cita al oculista.
10 de julio
Perelman me odia. Quisiera odiarlo yo también, pero es demasiado bueno, el muy pascudnick. (¡Cielos, ya estoy hablando como él!) Lo trufa todo de alusiones, dobles sentidos y chascarrillos. Paso más tiempo consultando diccionarios y peinando internet que tecleando. Bueno, es que traducir es eso. Casi quince años de oficio y a veces aún lo olvido. Avanzar a razón de cinco u ocho páginas (en bruto) por día cuando tu libro tiene 370 es como una carrera de fondo. El truco está en respirar, erguir la espalda y no pensar mucho en la meta. Es tarea para estoicos.
20 de julio
Releo los cuentos de Woody Allen. Perelman es Allen a la enésima potencia. Sigo robando palabras y frases aquí y allá. Traducir es contraescribir, escribir contra uno mismo: evito decir las cosas como yo las digo para pensar en cómo las diría Perelman, si escribiera en castellano. Es como pensar cómo sonaría una pieza para clave tocada con un violín. Además, hay referencias culturales que no funcionan. Algunas las altero, otras las dejo, otras piden una nota al pie. Me duele el alma cada vez que pongo una, pero ¿quién va a saber que ese título remite a una canción de Billy McCabe y Clarence Jennings; que esa réplica es una broma sobre un oscuro discurso de Winston Churchill; que en yiddish pascudnick significa ‘bribón’, ‘granuja’? Pese a las penalidades, yo mismo me sorprendo de vez en cuando riéndome, solo en el despacho, con tal o cual pasaje. Mi mujer dice que debería salir más.
Releo los cuentos de Woody Allen. Perelman es Allen a la enésima potencia. Sigo robando palabras y frases aquí y allá. Traducir es contraescribir, escribir contra uno mismo
9 de agosto
Los cuentos van y vienen. Cotejo, reviso, envío, D. me devuelve las revisiones, reviso las revisiones, añado, quito, releo, devuelvo las revisiones revisadas. D. y yo intercambiamos unas cuantas llamadas y correos. Ultimamos decisiones. Algunos de los cuentos volverán a mi correo una vez más. Volveré a releer, volveré a revisar. La vista bien, gracias.
24 de noviembre
Ha llegado el cartero con un paquete. Son mis ejemplares de Perelman. He perdido la cuenta de los libros que llevo traducidos, pero cuando llega el paquete siempre sobreviene ese cosquilleo en el fondo del estómago. Dura unos segundos, hasta que sacas el libro. Entre sus páginas entrevés las semanas, los meses, que con disciplina monacal te has dedicado a descifrar un párrafo tras otro, a reformularlos hasta que en tu cabeza se forman, en castellano, las frases que sabes que estaban ahí escondidas. Guardo un ejemplar para casa, otro para mis padres, los demás para regalar a amigos. Evito releer ni media página.
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Autor >
David Paradela López
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