Diario Vivo
Baile gitano
Este texto está inspirado en el relato que hizo el autor el 13 de diciembre, en la primera edición de Diario Vivo, en el Palacio de la Prensa de Madrid
Miguel Mora Madrid , 20/12/2017
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Antonio Montoya Flores, Farruco, con su familia en 1987.
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Hoy es 13 de diciembre, y hace siete años que murió Enrique Morente. Va por usted, maestro.
Yo he venido a contarles una historia flamenca. O mejor dicho, una saga. Me gusta el flamenco desde pequeño (mi padre ponía los vinilos a todo volumen, y a veces venían en persona a cantar a casa), y seguramente en mis 28 años de oficio he escrito más de flamenco que de cualquier otra cosa.
La primera entrevista que hice, cuando andaba en el Master de El País, fue con Beni de Cádiz, un genial cantaor. Era 1990. Le pregunté cómo había sido la posguerra en Cádiz, y El Beni contestó:
“Sobrino, fíjate si éramos pobres que en los bautizos sacaban pasteles y no nos los podíamos comer porque eran alquilaos”.
¡Pasteles alquilaos!”.
En ese momento, decidí que ser periodista podía ser divertido, y que mi especialidad serían las entrevistas a flamencos. Esa manera de definir las grandes tragedias con una broma era imbatible. En los siguientes 20 años, hice docenas de entrevistas a flamencas y flamencos. Casi todas con Enrique Morente, pero también con muchos otros monstruos.
La mejor definición de una entrevista que he oído me la dijo un día doña Pilar López, legendaria bailaora, hermana de La Argentinita, que fuera novia de Sánchez Mejías y comadre de Lorca.
“Así que esto consiste en que yo hablo y usted cobra, ¿no Morita?”.
Por desgracia, no pude llegar a entrevistar a Camarón, ni a Farruco.
Antonio Montoya Flores, Farruco, fue uno de los bailaores más grandes del siglo XX.
Ahí lo tienen (ver foto), con la familia, en 1987. La imagen, excepcional, es de Paco Manzano. ¿Habían visto alguna vez tanta gente en una foto vertical?
Gitano canastero, sevillano nacido en Pozuelo de Alarcón en 1935, Farruco pasó parte de su vida durmiendo bajo los puentes y viajando en carromatos. Dicen que aprendió a bailar mirando cómo movían las patas los caballos, y que tenía un carácter imposible.
Farruco fue célebre además por su bohemia, por su rebeldía, por su independencia, y por su rabiosa reivindicación del baile gitano. "Soy un gitano verdadero, de los más puros", decía.
Se casó a los 14 años, a los 15 fue padre, a los 16 enviudó, contaba en su obituario Ángel Álvarez Caballero. Su único hijo varón, a quien llamaban Farruquito, murió en accidente de coche cuando tenía 18 años y era ya la perfecta reencarnación del baile de padre.
Para Farruco fue un golpe del que le costó años salir: abandonó el baile, ya nada le interesaba de la vida.
Solo su primer nieto, Juan Manuel Fernández Montoya, nacido en 1982, consiguió sacarle de la melancolía.
El niño fue creciendo bajo la estricta tutela del abuelo. Lo llamaron Farruquito, y debutó en Broadway, en un espectáculo llamado Flamenco Puro, en 1986. Tenía 4 años.
Allí bailaron también Rosario Montoya, La Farruca, madre de Farruquito, y su hermana Pilar, La Gorda o La Faraona.
Viendo las caras de la troupe, no es raro que aquel Flamenco Puro enamorara a estrellas como Frank Sinatra, Dean Martin y Liza Minelli.
Unos años después, en la película de Saura Flamenco, 1995, Farruco traspasó los poderes del baile farruquero a su pupilo.
Vamos a ver el momento.
Dos años después de esa imagen, en 1997, Farruco moría a la edad a la que suelen morir los gitanos europeos, todavía hoy, en pleno siglo XXI: 62 años.
Farruquito asumió el mando de la compañía familiar. Tenía 15 años pero ya había dado tres o cuatro vueltas al mundo.
En 1999, el jefecito de 17 años presentó en Madrid el espectáculo Raíces flamencas en el Centro Cultural de la Villa, ese que Morente llamaba el teatro del agua.
Venía de triunfar durante 6 semanas en Barcelona. Verlo bailar fue una fulguración. Aparecía con su madre, su tía, sus primas, su hermano Antonio, de 12 años, Farruco, y su primo Juan Antonio, de 9, apodado El Barullo. Era emocionante verlos juntos, tan guapos, tan elegantes, tan salvajes.
Le hice una breve entrevista y me dio la impresión de ser 30 años mayor de lo que era. La sensación es que la cultura del baile farruquero se iba transmitiendo en aquella familia con la naturalidad del que dice “pásame la sal”.
Un par de años más tarde, a los 19, Farruquito era ya una estrella en medio mundo, una especie de nuevo Carmen Amaya. En 2001, The NYT le nombró el mejor bailarín que había pasado por la ciudad ese año.
El 24 de febrero de 2003, le volví a ver bailar y a entrevistar en Madrid. La Revista People le acababa de incluir en la lista de las 50 personas más guapas del mundo.
"La belleza de Farruquito es tan fuerte que la gente generalmente se queda sin saber qué decir", declaró a People su tía Pilar.
El estreno en el teatro Albéniz fue una apoteosis. Farruquito volvía a bailar en Madrid después de un año sin hacerlo. Su padre, el cantaor Juan Fernández Flores, había muerto en sus brazos durante una gira, en Buenos Aires.
Al día siguiente, escribí una crónica que empezaba así: (perdón por la autocita).
“Desde Camarón no se veía nada igual. Allí estaban Tomatito, El Cigala, Manolete, Jerry González... Muchos artistas y la gitanería en pleno, familias enteras con niños en brazos y las mejores galas. Apenas salió al escenario, marcando la siguiriya con su hermano Antonio, la gente ya estaba enloquecida, gritando ole. Una anciana decía ‘Dios te bendiga, hijo mío, dios te bendiga’, el crítico más templado aplaudía a rabiar, el público salía en éxtasis...
En la entrevista, Farruquito contó que había vuelto a bailar “para seguir luchando” por su gente y por honrar “a sus dos dioses: mi papa Farruco y mi padre”.
Le recordé que Morente solía decir que para bailar y cantar flamenco no viene mal haber estado herido.
¡Es que es la verdad!, respondió. Una persona que en la vida no ha sufrido nada no sabe apreciar el valor de las cosas. El flamenco es una cultura que expresa sufrimiento. Y el artista que no haya sufrido, eso no puede apreciarlo. Es una ley sencilla. Luego, cada uno la expresa como puede.
Aquella misma semana, viajé a Sevilla para hacer una entrevista más larga a Farruquito. El reportaje se publicó en El PAÍS SEMANAL y no he podido encontrarlo en internet.
Recuerdo algunas cosas de aquel encuentro. El joven bailaor seguía pareciendo mucho mayor de lo que era. Estaba preparando su boda con su novia, Rosario Alcántara, y la fama no parecía haberle afectado en absoluto. Se comportaba como un tipo cabal, humilde, serio.
Después de tomar algo en una terraza, Farruquito nos invitó a a su casa, un piso de protección oficial en el barrio obrero Cerro del Águila.
Aquella casa diminuta estaba llena de vivos y de muertos. Su madre, La Farruca, cocinó un puchero gitano exquisito. Conocí a La Faraona, La Gorda. Y a sus hermanos, Antonio, El Farruco; Manuel, El Carpeta, y Alegría, la pequeña. Luego fuimos a la escuela de baile donde Farruquito da clases, y le vi impartir su magisterio con calma a una legión de aspirantes a bailaoras. Había una israelí, con cara de soldado y mucho arte.
Recuerdo también que dimos un paseo en coche por Triana. Farruquito conducía su monovolumen a paso de tortuga, o de coche de caballos. Y en uno de esos golpes proféticos que a veces soltamos los periodistas, recuerdo que lo describí así: “Conduce como un príncipe”.
Por suerte, el reportaje ya no está en Internet.
Unos meses después de aquel verano, cuando estaba en la cumbre de su carrera y era ya un mito para miles de gitanos, Juan Manuel Fernández Montoya vivió una nueva tragedia personal.
A diferencia de las anteriores, esta vez la provocó él mismo. El 30 de septiembre de 2003, se compró un BMW de segunda mano y salió a probarlo con un amigo. Al enfilar la Avenida de la Soleá (la soleá es su baile preferido), apretó el acelerador a fondo, se saltó un semáforo en rojo y atropelló a un peatón.
El hombre se llamaba Benjamín Olalla, y salía de hacer deporte en un gimnasio. Farruquito no se detuvo a asistirle y se dio a la fuga. Olalla murió en el hospital, poco después, a los 35 años.
Tras el accidente, el joven bailaor, de 21 años, tomó todas las decisiones equivocadas. No se paró a atender al herido, no contó nada a su madre, no consultó con un abogado, no le dijo nada a su juiciosa representante, Eva Rico.
Seguramente, tiró del manual no escrito del pueblo gitano, tan acostumbrado a la persecución, a la huida. Años después, al recordar aquella noche, dijo: “No me dio tiempo a pensar en nada. Simplemente, mi cuerpo me sacó de allí”.
Luego, siguió tomando decisiones suicidas, y aconsejado por unos policías corruptos, urdió un plan para inculpar a su hermano menor del atropello (otra maldita seña de identidad milenaria: si hay problemas con la justicia, el marrón se lo come el más joven para que el cabeza de familia pueda seguir al frente de la saga).
Los investigadores descubrieron el pastel siete meses después. Farruquito fue llevado ante el juez y confesó que el conductor era él. Pidió perdón a la viuda de la víctima y se mostró dispuesto a indemnizarla y a ir a la cárcel.
Era tarde. Los errores cometidos no tenían reparación posible. Para entonces, la maquinaria mediática se había puesto en marcha al grito de “a por ellos, oe”. El bailaor fue condenado antes de ser juzgado. Las televisiones dedicaban espacios especiales al suceso, con cortinilla y ruido de frenazos incluidos. Los comentarios de índole racista no tenían freno. La Bienal de Sevilla canceló su actuación sin dar explicaciones. Todos los programadores suspendieron los contratos firmados.
Tras pasar otro año sin bailar y quedar en libertad bajo fianza, el 4 de septiembre de 2004, el artista volvió a los escenarios. Fue en Las Ventas, durante un concierto de Alejandro Sanz. La gente lo recibió con una pitada enorme. Luego empezaría un mes de actuaciones en el Teatro Calderón de Madrid. La fachada apareció cubierta con pintadas que decían asesino, criminal. Tras bailar, Farruquito abandonaba el teatro escondido en el maletero.
Como dijo Simeone al perder la final de Lisboa en el minuto 94, tenés todo, tenés nada.
Unos días antes del estreno, el bailor me concedió nuestra tercera entrevista, que era la primera que daba tras el atropello. Era una gran exclusiva, se supone. Yo era redactor de Cultura, no de Sucesos o Tribunales. La entrevista se publicó en la sección de Espectáculos.
El bailaor había dejado de ser una estrella admirada y se había convertido en el enemigo público número uno, en una especie de Lute postmoderno. Ahora trataba de volver a hacer lo que sabía, bailar para mantener a su familia.
La entrevista no fue en absoluto un tercer grado, más bien una invitación a reflexionar sobre el arte y la muerte, y a considerar que, en tragedias como aquella, no suele haber solo una víctima, sino dos: el que muere y el que mata.
La última pregunta fue:
--¿Le da miedo la cárcel?
--No. Si está escrito en mi historia... La libertad está siempre dentro de uno mismo, contestó.
Como era de esperar, la entrevista suscitó la ira de lectores de media España. Llegaron cartas incluso de Palencia. Y la cosa acabó en el Defensor del Lector.
El autor fue condenado sin apelación.
La Defensora era Malén Aznárez, una fabulosa periodista, que nos dejó este año. Magnánima pero implacable, afirmó que olvidé citar “algunos datos esenciales al describir el accidente protagonizado por el artista”. Uno, no dije que el atropello causó la muerte de un peatón. Dos, no dije que el peatón dejaba viuda. Tres, no conté que el artista trató durante siete meses de inculpar a su hermano.
“Cierto que estos datos no eran nuevos y se habían publicado ya en EL PAÍS”, escribió Malén, “pero hay muchos lectores que no leen el periódico todos los días y, aunque lo lean, es demasiado pedir que recuerden todas las informaciones publicadas, por mucho que se refieran a personajes famosos. Y por otra parte, como también mantiene el Libro de estilo, hay que ofrecer al lector en cada información todos los datos necesarios para que comprenda el entorno de los hechos que se narran”.
En efecto, la reprimenda era muy merecida. ¿Pero saben una cosa? Si tuviera que volver a escribir esa entrevista, la escribiría igual. Yo no me hice periodista para alimentar estigmas ni alentar el racismo o el odio. Mucho menos para participar en cacerías o asesinatos de carácter. Había pasado un año desde el accidente, Farruquito era un joven extraordinario y había sido sometido a una campaña despiadada y racista.
Se había equivocado gravemente, pero yo era plumilla, no juez, y no podía dejar de preguntarme qué habría pasado si en vez de ser un gitano exitoso hubiera sido un famoso payo. ¿Nos habríamos enterado alguna vez del atropello? De ser así, ¿los medios le habrían tratado con la misma saña?
Bueno, el resto de la historia es conocido.
Farruquito fue condenado a tres años de cárcel, que cumplió de forma íntegra tras obtener el tercer grado a los 18 meses. Finalmente, se casó con su novia, Rosario Alcántara. Por el camino se quedaron su representante, Eva Rico, fallecida a los 33 años a causa de un cáncer. Y su tía La Faraona, que se fue en 2015 con 54 años.
Mi vida también siguió, en fin. En 2008 publiqué un libro con mis entrevistas flamencas y en 2014 acabé marchándome de El País, por causas ajenas a Farruquito. Luego fundé un pequeño periódico digital y vine aquí esta noche, a contarles esta historia que habla de arte y periodismo, de cómo puede condicionar la mirada de los periodistas la afinidad, la admiración, el odio racial y los prejuicios; de cómo las culturas y las tradiciones pueden ser maravillosas y letales a la vez, de cuán brutales son las cacerías mediáticas y el “a por ellos”, y de la intensidad de las vidas marcadas por la presencia continua de la muerte.
Quizá lo único importante de esta historia es que Farruquito pagó su error, pudo seguir bailando, rehízo su vida, tuvo tres hijos. Ya no podrá actuar en Japón, que le ha vetado la entrada de por vida por su condena, pero ahí sigue, transmitiendo los secretos del baile gitano a su saga.
Ahí lo tienen, con su hijo Juan.
¡Muchas gracias!
Ah, si me permiten, falta una cuña publicitaria: suscríbanse a su periódico favorito. Es la mejor forma, la única sana, de que sobreviva el periodismo y aumente la pluralidad.
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Autor >
Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
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