Dando coba a los saudíes
Para comprender la verdad de un gobernante, hay que mirar más allá de los muros del palacio y de los centros comerciales de Arabia Saudí y fijarse en el mundo de los conquistados por los ejércitos del rey
Rafia Zakaria (The Baffler) 10/01/2018
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Puedo imaginármelo ahora mismo: un Tom Friedman con gafas y chaqueta, saliendo de la limusina que han enviado para recogerlo; llegando a la puerta del palacio del rey Salman en Riad y representando de forma consciente el papel del intelectual torpe y pretenciosamente modesto, cuya única arma son las preguntas. No necesito imaginarme el resto, la columna de Friedman en el New York Times registra las escenas posteriores: la cena con carnosos bocados acompañado del galante y angloparlante príncipe heredero, Mohammed bin Salman, de treinta y dos años, las preguntas banales, el círculo de cortesanos que “aderezan” la conversación, etc. Con el efusivo título de Por fin llegó la Primavera Árabe a Arabia Saudí, una cosa está segura, el homenaje de Friedman a la monarquía demuestra que proporcionarle “la experiencia de hacerse colega del casi rey” es una apuesta segura para cualquier controvertido miembro de la realeza. El regalo de Friedman aparece en la felicitación que concluye su ensayo, donde afirma que las reformas de arriba a abajo que ha iniciado el conquistador de la corrupción Mohammed bin Salman presagian el comienzo de una nueva era para el mundo musulmán.
El objetivo de esta nueva era, nos dice Friedman, es “recobrar de nuevo la senda del islam saudí más abierto y moderno, de la que se desvió en 1979”. Antes de eso (como demuestran los videos de móvil que los cortesanos enseñaron a Friedman), las cosas eran bastante libres en el reino: las mujeres no iban tan cubiertas y había hasta conciertos. De hecho, como Friedman nos cuenta con regocijo, el último elemento del retorno a un islam saudí “abierto y moderno” ya casi se ha cumplido: Toby Keith dio un concierto para hombres en Riad y la música clásica ha regresado al reino. Agrégale a eso el hecho de que las mujeres saudíes ya pueden despedir a sus conductores inmigrantes y ya tienes, según Friedman, los ingredientes de un cambio sísmico y primaveral.
Para entender por qué la regresión mágica a un islam imaginario que sea “abierto y moderno” es una mentira, hay que mirar más allá de los brillantes suelos de mármol y los disidentes cuidadosamente ausentes, y fijarse en uno de los estados vasallos de Arabia Saudí: Pakistán.
Las adulaciones de Friedman serían graciosas si la realidad no fuera tan siniestra. Para entender por qué la regresión mágica a un islam imaginario que sea “abierto y moderno” es una mentira, hay que mirar más allá de los brillantes suelos de mármol y los disidentes cuidadosamente ausentes, y fijarse en uno de los estados vasallos de Arabia Saudí: Pakistán. Desde 1979, ese año dorado al que el rey Salman quiere transportar el mundo musulmán, Pakistán ha sido el lugar por excelencia en el que Arabia Saudí ha centrado sus esfuerzos colonizadores religiosos. Las madrasas (escuelas religiosas), financiadas en su mayoría por donantes saudíes, inculcan en las mentes de millones de niños pakistaníes la ideología wahabita de la familia Saúd. Esto incluye una interpretación literal del Corán, que afirma que todos los chiíes y suníes son herejes, que las minorías religiosas no son dignas de tolerancia, que las guerras contra los no creyentes están justificadas y que las mujeres no son dignas de la igualdad. Se calcula que unas 26.000 madrasas de este tipo están actualmente registradas en Pakistán, mientras que otras 9.000 están sin registrar, aunque siguen en funcionamiento. Admiten de manera abierta que enseñan la yihad contra todos los enemigos del islam, que según su definición incluye a la mayoría de los musulmanes. Los hombres que se han graduado en estas escuelas han engendrado a su vez una plétora de grupos extremistas cuyos miembros amenazan y asesinan con frecuencia a casi cualquiera, desde gobernadores que se oponen a las leyes religiosas hasta blogueros que albergan opiniones seculares.
Durante los días que tardó Friedman en elaborar su artículo, y en acicalar la prosa que elogiaba al islam moderado y abierto del rey Salman, se produjo una sentada en las calles de Islamabad, la capital de Pakistán. Esta sentada, que supuso un gran dolor de cabeza para los habitantes de la ciudad que tenían que pasar por el cruce de Faizabad, comenzó el 6 de noviembre y estaba organizada por los seguidores de un grupo radical extremista llamado Tehreek-e-Labbaik Ya Rasoolallah, que pedía derogar la Ley de Reforma Electoral de 2017, que el parlamento había aprobado apenas unas semanas antes. Esta ley buscaba aunar en un solo texto toda la legislación referente a las elecciones, y tenía, en apariencia, poco que ver con la religión. Sin embargo, con el afán de combinar leyes separadas, la expresión que tendrían que firmar los candidatos se cambió de “juro solemnemente” a “declaro”. Aferrándose a este asunto trivial (que carece de consecuencias legales), los miembros de Tehreek alegaron que la ley era blasfema porque ya no requería que los candidatos a las elecciones fueran musulmanes. Al mismo tiempo, insistieron (sin razón) en que el gobierno había cambiado la definición de “musulmán” y que ahora ya no incluía una ratificación de la finalidad de la condición de profeta.
Amedrentado, el gobierno de Pakistán aclaró que el cambio no buscaba esas consecuencias y que, de hecho, no se había realizado ningún cambio en ese sentido. Los analistas señalaron también que era imposible cambiar el juramento porque la Constitución ya establece cuál es la definición de musulmán y no musulmán y una ley nunca podría llegar a cambiarlo. Poco importó todo esto porque el monstruo ya rugía en las calles y miles de personas más se habían sumado a la sentada. El sábado 25 de noviembre, el gobierno, conforme al decreto que emitió el Tribunal Supremo de Islamabad y que ordenaba retirar a los manifestantes, realizó un operativo. Ni siquiera la ayuda de miles de miembros de los cuerpos de élite evitó el rotundo fracaso. Aumentó el número de manifestantes y el número de policías se duplicó. El líder del grupo, un hombre llamado Khadim Hussain Rizvi, animó a sus seguidores a llevar a cabo protestas en todos los puntos del país. Su petición fue escuchada y consiguieron paralizar las principales ciudades de Pakistán, desde Karachi hasta Lahore, pasando por Peshawar.
El lunes, acosado por el ejército pakistaní, el gobierno cedió y aceptó todas las exigencias de los manifestantes: la dimisión del ministro de Justicia, la liberación de todos los manifestantes arrestados, una petición ministerial para liberar al Dr. Aafia Siddiqui, condenado por terrorismo en los Estados Unidos, y la promesa de perseguir a todos los presuntos blasfemos. El papel que representó el ejército para garantizar y negociar el acuerdo fue tan fundamental que el líder del grupo radical finalizó su declaración agradeciendo el especial esfuerzo realizado por el Jefe de Estado Mayor del Ejército, el general Bajwa, en nombre de los manifestantes extremistas.
Ese mismo agitado domingo, Mohammed bin Salman, de Arabia Saudí, también aplaudió la actuación del ejército pakistaní. El 26 de noviembre, un par de días después de que se publicara la homilía de Friedman, el príncipe heredero inauguró el primer encuentro de la Alianza Militar Islámica contra el Terrorismo. El comandante militar de la Alianza no es otro que el anterior Jefe del Estado Mayor del Ejército de Pakistán, el general Raheel Sharif, que en su declaración se deshizo en agradecimientos hacia el príncipe heredero y afirmó: “La lucha contra el enemigo anónimo de ideología extremista es compleja, supone un gran desafío y nos obliga a colaborar entre nosotros. Pakistán ha dado la vuelta a la situación y ha derrotado a esa amenaza”. Mientras tanto, en las calles de Islamabad, los seguidores del Tehreek celebraban su victoria contra el gobierno y se regocijaban por haber forzado la salida del ministro de Justicia, mientras que el resto del país permanecía aterrorizado y observaba en silencio con horror y miedo.
Los extremistas que salen de las madrasas que los saudíes han financiado durante las últimas cinco décadas, y que actualmente el ejército pakistaní está intentando atraer de manera evidente, alimentarán las filas de esta armada.
Ahora, el ejército pakistaní también pertenece al ejército del rey Salman, es un ejército vasallo cuyos generales, al ser pakistaníes, nunca podrán suponer una amenaza para la Casa de Saúd. Los extremistas que salen de las madrasas que los saudíes han financiado durante las últimas cinco décadas, y que actualmente el ejército pakistaní está intentando atraer de manera evidente, alimentarán las filas de esta armada. Al igual que los soldados pakistaníes que ya han sido desplegados en la frontera entre Arabia Saudí y Yemen, serán la carne de cañón que servirá a los planes saudíes para vencer a todos sus oponentes en su camino hacia la dominación del mundo musulmán.
La loa de Friedman hacia Mohammed bin Salman pasa por alto la crueldad hacia todos aquellos, como los pakistaníes, cuyos países han quedado destruidos como consecuencia de las letales distorsiones religiosas patrocinadas por Arabia Saudí y por las maquinaciones originadas por las madrasas. Creer que se puede resucitar un islam saudí “abierto y moderado” es creer que los miles de personas que los extremistas engendrados por Arabia Saudí han asesinado en las procesiones chiíes, en las mezquitas sufíes, en las iglesias cristianas, en las escuelas y en los conciertos, pueden volver a la vida de repente. Puede que Thomas Friedman se alegre de que los conciertos regresen a Arabia Saudí, pero los grupos radicales wahabitas han hecho que sea casi imposible que se produzcan en Pakistán. En ocasiones, para comprender la verdad de un gobernante, hay que mirar más allá de los muros del palacio, más allá de los centros comerciales de Arabia Saudí, y fijarse en el mundo de aquellos que los ejércitos del rey acobardan y conquistan.
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