LA VIDA NO ES ESTO
El olvido
Creemos olvidar las cosas: quizá sólo disimulemos para no sufrir más de la cuenta
Miguel Ángel Ortega Lucas 27/01/2018
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Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Esas lunas de Borges, las que serán y las que han sido, las que fueron y las que seguirán siendo secretamente, en otro lugar del Tiempo, cuando creamos que ya se han extinguido, palpitan también cada día, cada noche, en la vida secreta de todos nosotros; la más verdadera. Creemos olvidar las cosas: quizá sólo disimulemos. Quizá sólo nos distraigamos puntualmente para no sufrir más de la cuenta (“Yo no tengo memoria; tengo una corona de espinas”, decía un verso del poeta-cantor Carlos Chaouen). Quizás cuando el dolor es excesivo, cuando tanto dolor acumulado en las simas de la conciencia amenaza con rompernos, la memoria se rinda, abdique, se inmole: para que la mente (es decir, el cuerpo) sobreviva. Quizás el olvido sea una rendición necesaria a veces. Y una manera velada de dimitir sin abandonar; de decir adiós sin hacer ruido.
Leonard Cohen confesaba en su madurez haber sido “bendecido con cierta amnesia” que le hacía no dar demasiadas vueltas a las páginas ya pasadas. “Non, rien de rien, / non, je ne regrette rien”, le cantó a un periodista en la televisión, ya viejo glorioso, honrando a Edith Piaf, cuando aquél le preguntó si se arrepentía de no haber tenido “un amor para toda la vida”. Y no: rien de rien. Y sin embargo (sin embargo), pocos años antes había escrito aquel poema: una oración humilde, arrodillada, recordando a “Marianne y el niño”, los días de bondad en Grecia, cuando tenían veinte, treinta años; la luz de las lámparas y de las velas y de la luna en la terraza; confesando que “lo que amé en mi antigua vida / no lo he olvidado /...se eleva por mi espina dorsal / y se manifiesta en lágrimas”. Rezando por que ese amoroso recuerdo inmortal
exista también para ellos,
los preciosos seres que derroqué
por una educación en el mundo.
Para las hemorragias del olvido –escribió Félix Grande, después de la batalla última de otra guerra por el galardón del amor– tengo estas vendas de dolor amargo:
con mi dolor a mi memoria alargo
y así preservo cuanto ya he perdido.
Honrar el dolor por el amor perdido –decía él, en su catecismo llamado Del amor y la separación– “no es tan sólo un camino laborioso para llegar, alguna vez, hasta el futuro con buena salud amorosa”; es también “la única prueba de que dispone el solitario súbito para saber que estuvo junto, que aquello fue verdad, que el tajo ha cercenado la dicha, pero ha vuelto olorosa a la memoria. Pues la memoria del amante merece ser de sándalo: y puede ser de sándalo”.
A pesar de los destrozos, del dolor, de tantas lunas como se han perdido (creemos haber perdido).
Ayer, sin saber aún qué escribir en esta página, me topé con una noticia en La Vanguardia: un hombre de 68 años enfermo de Alzheimer, llamado Michael Joyce –quizás Ulises con amnesia–, 38 años casado con Linda, de 64, preguntó a ésta de repente, un día, “con los ojos llenos de lágrimas”, si quería casarse con ella. “Michael había olvidado que ya estábamos casados, pero le dije que estaría encantada de ser su esposa”. Se casaron de nuevo, efectivamente, bajo los árboles de un parque. Con música de gaitas, con todos sus amigos. Ella llevaba flores en la mano, y sonreía.
Hace años, el propio Félix Grande me contó una anécdota sobre otro poeta ya muerto, cuyo nombre también olvidaremos: tenía la memoria casi devastada por la enfermedad, apenas reconocía a nadie; una tarde –le acompañaban varios escritores más jóvenes, Félix entre ellos– el viejo escritor agarró de repente la mano de su mujer, cuando ésta pasaba a su lado. Le dijo, mirándola a los ojos: “No sé quién eres, pero sé que te he querido mucho”.
Hace más de diez años, cuando yo estaba en la facultad (cuando nosotros los de ahora aún no existíamos), mi bisabuela Presenta, que casi llega a los cien, aún vivía; pero ya le fallaba la memoria, confundía a veces las caras, las generaciones. No recordaba qué día era, pero sí el día en que estalló la guerra. Un sábado, de vuelta yo en mi pueblo, sentada en su lugar junto al balcón, me preguntó por “la muchacha”. Y la muchacha, dónde está la muchacha. Le respondí, tratando de sonreír, ya no hay muchacha, abuela, se fue. Luego me preguntó por otras cosas, o me confundió con mi padre, o recordó por centésima vez a aquel pretendiente suyo que rechazó a los veinte años, “el pobre Penalva, se casó, nunca tuvo hijos”.
Al rato volvió a preguntarme por la muchacha, y la muchacha, dónde está la muchacha. Y yo le respondí bien, muy bien. Nos queremos mucho, abuela. Mucho.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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