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Entrada del Liceo Henri IV de París, prestigiosa escuela secundaria con grandes resultados en los procesos de selección para escuelas de alto nivel (Grandes Ecolés).
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En 2015 aparecía La destruction de l’Université française, un premonitorio libro de Christophe Granger, profesor de Historia en la Universidad París I, que anunciaba la catástrofe a la que se precipitaban las universidades públicas francesas a causa de las reformas iniciadas bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy, cuyo objetivo final sería poner la Universidad al servicio de la mercantilización del saber en un contexto neoliberal. Estas reformas se concretaron en una supuesta autonomía cuya traducción inmediata ha sido la paulatina retirada financiera del Estado y la penuria organizada de las universidades públicas.
En 2018, la reforma impuesta a marchas forzadas por el gobierno de Emmanuel Macron, que afecta al acceso a la Universidad (en particular al Baccalauréat, la prueba que abre las puertas de la enseñanza superior en Francia), parece confirmar algunas de las premoniciones más siniestras anunciadas por Granger. Esta reforma, en efecto, pone en cuestión algunos de los pilares fundamentales de la Universidad pública francesa: el acceso garantizado a la enseñanza superior para quien haya superado las pruebas del Baccalauréat (el Bac, en el lenguaje corriente) y la igualdad de oportunidades para todos los bacheliers, sea cual sea su estatus socio-económico, su sexo o su origen.
Con la reforma, que las Universidades tendrán que poner en práctica antes de que la ley sea votada en el Parlamento, las formaciones universitarias deben clasificar las demandas de inscripción de los estudiantes en función de criterios subjetivos. Como el texto del proyecto de ley prohíbe explícitamente catalogar a los estudiantes por sus resultados –hace años que el Bac no influye en las candidaturas de los estudiantes, ya que se dan a conocer después de que éstos hayan hecho sus preinscripciones universitarias–, la arbitrariedad y la confusión reinan con respecto a los criterios por los cuales un estudiante se verá admitido o puesto en lista de espera en el grado de su elección. Por no hablar de las cuestiones prácticas: ¿qué garantías de equidad tendrá el examen de 700.000 candidaturas (hay alrededor de 70.000 bacheliers en Francia, y cada uno puede presentar 10 candidaturas) por parte de unos profesores universitarios ya desbordados por otras tareas en la misma época del año, y en base a criterios tan subjetivos como “el gusto por la lectura” o “la capacidad de trabajar en autonomía?”
La reforma del acceso a la Universidad es un problema recurrente para un sistema educativo francés caracterizado por la reproducción de las desigualdades y por la existencia de una enseñanza superior a dos velocidades. Por un lado, el sistema elitista de las Grandes Écoles, creadas por Napoleón para producir y reproducir las élites políticas y tecnocráticas de la Nación. Grandes Écoles prestigiosas, cuyos diplomas garantizan casi inmediatamente un puesto de trabajo en la empresa o en la administración, a las que se entra por un examen de acceso y cuyos derechos de inscripción cuestan una fortuna (hasta 40.000 euros al año en algunos casos). Pero, sobre todo, Grandes Écoles financiadas en parte por el Estado que también sufraga (con cantidades por estudiante mucho más importantes que en el caso de la Universidad) las “clases preparatorias”; en determinados institutos públicos preparan a los mejores alumnos paro los duros exámenes de acceso. Y frente a este sistema, que en gran medida se encarga de la reproducción de las élites, una Universidad pública pauperizada y masificada, sometida desde 2007 a una batería de reformas tras otra, que sin embargo produce la parte más significativa de la investigación del país y a la que además se pide que integre en el mercado laboral a las masas de jóvenes que no han tenido acceso a las formaciones más elitistas.
Otra aberración del sistema de enseñanza superior francés es el hecho de que las formaciones cortas orientadas al mundo profesional (el Bachillerato Técnico Superior o BTS o los Institutos Universitarios de Tecnología), en origen destinadas a los alumnos con el proyecto de entrar rápidamente en el mercado laboral, son en la práctica copadas por los alumnos del bac général, con mejores resultados escolares y proyectos profesionales a menudo más definidos, gracias a un medio familiar y socioeconómico con mejor acceso a la información. Así, muchos bac pro, como se les llama algo despectivamente, se ven obligados a llamar a las puertas de una Universidad en la que, a menudo, se sienten totalmente perdidos y que no responde ni a sus necesidades ni a su nivel de formación.
Muchos de ellos se inscriben por defecto en formaciones que piensan que les prepararán, al menos en parte, para su futuro laboral: los encontramos a menudo en las facultades de Lenguas, en las que se matriculan con la esperanza de poder reinvertir el conocimiento de una lengua extranjera en un más que probable proyecto de reorientación de estudios. Muchos de estos estudiantes son los que engrosan las cifras de fracaso y abandono de estudios que el Ministerio exhibe como una de las principales razones de la reforma. Otra razón sería el supuesto mal funcionamiento de la anterior plataforma informática de acceso, llamada APB, cuya imposibilidad de satisfacer las demandas en determinadas formaciones (como Medicina o Ciencias del Deporte, muy solicitadas) habría obligado al Ministerio a recurrir al escandaloso procedimiento del sorteo para seleccionar a los candidatos.
La reforma propuesta por el Gobierno no sólo no evita sino que profundiza los problemas recurrentes del acceso a la Universidad pública, que en realidad tienen que ver con la carencia crónica de plazas en determinadas formaciones universitarias y con la ausencia de posibilidades reales de integrar los estudios de su elección que sufren los estudiantes menos favorecidos. Si preguntamos a mis estudiantes del Grado de Hispánicas en una Universidad situada en una de las zonas más desfavorecidas de Francia si están allí por vocación o porque no han podido integrar otro tipo de formación, más acorde con sus aspiraciones de formación y de inserción profesional, la segunda respuesta sería abrumadoramente mayoritaria.
En definitiva, si bien la palabra “selección” no aparece en ningún momento en el lenguaje gubernamental, para todos los actores (docentes, estudiantes y familias) está claro que esa es la cuestión que está en el corazón mismo de la reforma. También lo está en el caso de los proyectos de reforma del bachillerato que permiten a los centros modular su oferta educativa. El instituto “a la carta” consagraría definitivamente las disparidades entre los territorios: no tiene nada que ver haber crecido en el centro de París, a la sombra de liceos prestigiosos como el Henri IV, que en Seine Saint-Denis, en la banlieue parisina.
A su vez, esas disparidades entre institutos podrían llevar a ciertas universidades a la tentación de apartar de entrada a los estudiantes procedentes de los lycées con peor reputación, lo que a su vez alejaría definitivamente de estos establecimientos a las familias de clase media y acentuaría su condición de ghettos. Es decir, que en un sistema opaco en el que los criterios de admisión en la enseñanza superior no están claramente definidos, será principalmente el origen geográfico y social el determinante a la hora de encontrar una plaza en la formación universitaria deseada. De este modo, la reforma del acceso a la Universidad puede convertirse rápidamente en un sistema extremadamente cerrado de reproducción de las élites, cosa que ya ocurre de forma abrumadora en el caso de las Grandes Écoles.
No deja de ser paradójico que esta reforma se imponga a marchas forzadas, empujando a las universidades a la aplicación de una ley que aún no ha sido votada en el Parlamento, cuando se cumplen 50 años de una revolución que partió de las aulas de las grandes Universidades parisinas para denunciar su clasismo, su rigidez y su elitismo. Pero quizá no sea una casualidad.
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Mercedes Yusta es catedrática de Historia contemporánea de España en la Universidad París 8.
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Mercedes Yusta
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