En el centenario de Leonard Bernstein
Si hubiera que elegir una virtud que definiera su labor sería la generosidad. Siempre puso su talento al servicio de sus maestros, de sus compañeros, del público y de los más jóvenes
Andreu Jaume 9/02/2018
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Al final de sus espléndidas Charles Eliot Norton Lectures –la serie de conferencias sobre arte y poesía que la universidad de Harvard encarga anualmente a un autor reconocido–, Leonard Bernstein (1918-1990), saliendo al paso de la polémica que le había acompañado durante toda su carrera como músico, hizo una cerrada defensa de la tonalidad: “Creo que una nueva era de eclecticismo está a punto de llegar, de eclecticismo en el sentido más elevado. Y creo que eso será posible por el redescubrimiento de la tonalidad, esa tierra de la que tanta diversidad puede surgir. La música, no importa hasta qué punto intelectualizada, podrá denominarse poesía siempre y cuando esté arraigada en la tierra. Creo que de esa tierra emerge una poesía musical que es, por la naturaleza de sus fuentes, tonal.” Para titular sus lecciones, Bernstein había elegido una obra del músico estadounidense Charles Ives, The Unanswered Question (‘La pregunta sin respuesta’), una pieza de cámara para cuerda, madera y trompeta, compuesta en 1906 y que es en sí misma una dramatización muy precoz de las tensiones entre la tonalidad y la atonalidad que iban a definir la evolución de la música clásica durante todo el siglo XX. En una lección anterior, Bernstein había descrito la partitura de Ives con detalle:
Ives asigna la “pregunta” a un solo de trompeta que la entona seis veces por separado. Y cada vez que la da, llega una respuesta o una tentativa de respuesta, por parte de un grupo de maderas. La primera respuesta es muy indefinida y lenta; la segunda, un poco más rápida, la tercera, aún más rápida, y para el momento en que se da la sexta es tan rápida que parece un salvaje farfullar. Las maderas –que al parecer representan nuestras respuestas humanas– crecen en intensidad, cada vez más impacientes y desesperadas, hasta perder todo su significado. Y durante todo este tiempo, desde el principio, las cuerdas han estado tocando su propia música por separado, infinitamente suave, lenta y sostenida, sin jamás cambiar, sin intensificarse nunca para ser más fuerte o más rápida, sin verse nunca afectada de ningún modo por esa extraña pregunta ni por el diálogo entre la trompeta y las maderas.
Y ahora, para despedir su aportación como catedrático invitado de Harvard, aseguraba finalmente que “ya no estoy seguro de cuál es la pregunta en la pieza de Ives, pero en cambio sé la respuesta y la respuesta es sí”. Con esa vibrante afirmación, Bernstein concluía una serie de seis conferencias –primero dictadas en las aulas de la universidad y luego televisadas– dedicadas a explicar sus teorías sobre la fonología, la sintaxis y la semántica musical, haciendo un recorrido histórico desde el clasicismo y el romanticismo hasta la crisis de las vanguardias que sigue siendo una excelente introducción al lenguaje musical.
En 1973 Bernstein tenía cincuenta y cinco años y era ya una celebridad tanto en su país como en Europa, reconocido como director, compositor y pedagogo. Su carrera había sido una de las más espectaculares y versátiles de su generación. Nacido en una familia de judíos emigrados de la Rusia zarista, la cultura hebrea había sido siempre fundamental en su vida –su padre era un estudioso del Talmud y hubiera sido rabino si la nueva vida en Boston no le hubiera obligado a dedicarse a los negocios. En 1939 se había graduado con honores en Harvard, donde había estudiado sobre todo dirección y orquestación. Uno de sus trabajos de facultad se tituló “La absorción de los elementos raciales en la música americana”, preludio de lo que sería su reivindicación de la música vernácula. Y también en Harvard había empezado a componer, poniendo música a Las aves de Aristófanes. A partir de 1940 empezó a estudiar dirección musical con Serguéi Kusevitzki, el titular de la orquesta sinfónica de Boston.
En 1973 Bernstein tenía cincuenta y cinco años y era ya una celebridad tanto en su país como en Europa, reconocido como director, compositor y pedagogo. Su carrera había sido una de las más espectaculares y versátiles de su generación
Durante toda su vida, Bernstein vivió contrariado por sus múltiples vocaciones. Además de director, era también un pianista muy sólido y hubiera podido hacer carrera como solista. Pero la disciplina que más remordimientos le produjo en toda su vida fue la de compositor. Siempre se reprochó no haber sido capaz de dedicar más tiempo a su propia música. En sus primeros años, parecía que era capaz de combinar los dos trabajos. Antes de 1945, al mismo tiempo que empezaba como director invitado en diversas orquestas, había completado ya una sonata para clarinete y piano, un musical, On the Town –que luego sería la película Un día en Nueva York–, y su primera sinfonía, Jeremías, basada en fragmentos del Libro de las Lamentaciones, con un último movimiento para mezzo soprano. Esas tres partituras contenían ya el embrión de lo que sería toda su obra. Por una parte la aspiración a la música digamos abstracta, de filiación europea; por otra, la fidelidad a sus raíces hebreas –los cantos y las cadencias escuchadas desde niño en la sinagoga, así como su conocimiento del hebreo, fueron siempre una fuente de inspiración–, y finalmente la contribución al desarrollo de un género genuinamente americano como el musical.
Su maestro en composición, extra cátedra, era su amigo Aaron Copland. Junto a George Gershwin, Copland fue uno de los primeros compositores nativos que consiguió procurarse prestigio y autoridad. Hay que recordar que a finales del XIX y principios del XX, el panorama musical de Estados Unidos, tanto en el ámbito de la interpretación como de la composición, estaba aún dominado por la aristocracia artística europea. No había apenas directores americanos conocidos y las orquestas más importantes estaban en manos de emigrantes. Arturo Toscanini se hizo cargo de la NBC, Leopold Stokowski dirigía la de Filadelfia, Bruno Walter era el titular de la filarmónica de Nueva York, y el temible George Szell estuvo al frente del Met y luego de la orquesta de Cleveland. Esta circunstancia hacía que la programación en las salas de conciertos fuera generalmente muy conservadora y europea. Los americanos, además, eran en general despreciados como intérpretes del canon romántico y sus composiciones simplemente se ignoraban. Algo parecido ocurrió con el teatro y la renuencia de los ingleses a que los americanos pudieran de verdad decir el verso de Shakespeare. En 1928, George Gershwin, que hacía poco había estrenado su Rapsodia en azul –luminosa, jazzística y sensual–, viajó a Europa y en Viena fue recibido por Alban Berg, discípulo de Schoenberg y uno de los más conspicuos representantes de la atonalidad, que acababa de presentar su tremenda ópera Wozzeck, basada en la obra de Georg Büchner. Berg, en honor del invitado, hizo que un cuarteto de cuerda tocara su Suite lírica–una pieza dodecafónica, tensa y angustiosa– y luego invitó a Gershwin a tocar algunas de sus canciones al piano. Al ver que Gershwin estaba evidentemente cohibido y que no osaba a tocar su música en aquel ambiente, Berg, seguramente con un tono de condescendencia, le dijo: “Sr. Gershwin, la música es la música”. Para combatir esa arrogancia, Copland y otros compositores americanos de la época –Virgil Thomson, William Shuman– vieron en el joven Bernstein la oportunidad de tener al fin un gran director al servicio de su música.
La historia de cómo Bernstein se estrenó como director forma parte ya de la leyenda. En 1943, con tan sólo veinticinco años, fue nombrado asistente de dirección de Bruno Walter en la Filarmónica de Nueva York. Un día Walter se puso enfermo y encargó a Bernstein que se hiciera cargo del concierto de la tarde, que incluía obras tan difíciles como la obertura de Manfred de Schumann, el Don Quijote de Richard Strauss y el preludio de los Maestros cantores de Wagner. Bernstein no había dirigido nunca esas partituras –salvo la de Wagner– y tuvo muy poco tiempo para prepararse, pero su actuación fue un éxito apoteósico y le consagró como el mejor director de su generación.
A partir de entonces, su popularidad no dejó de crecer y en 1958 fue nombrado titular de la Filarmónica de Nueva York, en sustitución de Dimitri Mitropoulos, el director griego, otro de sus adorados mentores. Al frente de esa orquesta –de la que fue responsable hasta 1969 y a partir de entonces y hasta su muerte “director laureado”–, Bernstein transformó el mundo de la música clásica en Estados Unidos y en buena parte del mundo. Siguiendo el camino abierto por Mitropoulos, enriqueció la programación con música más arriesgada y entonces muy poco conocida, desde Mahler, Ravel y Stravinsky hasta sus contemporáneos David Diamond o Mark Blitzstein. Con Mahler tuvo siempre una relación especular y particularmente intensa. De algún modo, se veía a sí mismo como una reencarnación americana del austríaco, judío como él, director de la Filarmónica de Viena y compositor. Además, cuando Bernstein empezó a dirigir sus obras, Mahler era todavía un autor bastante desconocido e incluso marginado, por su complejidad, por la extravagancia de sus orquestaciones y por el largo destierro al que lo habían sometido los nazis. Cuando Bernstein, sobre todo a finales de la década de 1960, inició su larga y fructífera relación con la Filarmónica de Viena, se empleó a fondo en enseñar a esa orquesta a tocar las sinfonías de quien había sido su titular medio siglo antes.
Aunque también fue un brillante intérprete del repertorio clásico –sobre todo de Mozart, de Beethoven y de Schumann–, la aportación más original de Bernstein como director, además de sus memorables grabaciones de todo Mahler, sigue estando en sus versiones de músicos del siglo XX como Ravel, Stravinsky, Shostakovich y, sobre todo, de americanos como Copland o Charles Ives, a quienes consiguió situar en el lugar que merecían, a la altura de sus coetáneos europeos. De Charles Ives, por ejemplo, estrenó en 1951 su segunda sinfonía, cincuenta años después de haber sido compuesta y todavía en vida de su autor. Esa sinfonía fue para Bernstein algo así como la partitura fundacional y ejemplar de la música americana del siglo XX. Incorpora, por una parte, citas evidentes de Brahms, Wagner y Chaikovski y, por otra, mezcla elementos de música popular vernácula, himnos y canciones, ensamblado todo con una impresionante pericia orquestal, a la vez honda y humorística, un precedente para el propio eclecticismo de Bernstein en muchas de sus composiciones. La “comodidad”, además, de Ives entre la tonalidad y la atonalidad, reacia a cualquier dogmatismo y abierta a toda la riqueza de la experimentación de su tiempo, representa, de algún modo, el ideal estético al que el propio Bernstein siempre aspiró.
Bernstein transformó el mundo de la música clásica en Estados Unidos y en buena parte del mundo. Siguiendo el camino abierto por Mitropoulos, enriqueció la programación con música más arriesgada y entonces muy poco conocida, desde Mahler, Ravel y Stravinsky
Como director, Bernstein rivalizó toda su vida con el otro protagonista del mainstream del siglo XX, Herbert von Karajan, el dictador de la Filarmónica de Berlín. Frente al hieratismo y la austeridad de Karajan –un director muy agresivo que incomprensiblemente dirigía con los ojos cerrados–, Bernstein tenía un estilo célebremente extrovertido y sensual. Se contoneaba, saltaba y sudaba sobre el podio con una energía contagiosa y, al principio al menos, visiblemente embarazosa para los músicos germanos, más acostumbrados al trato militar de directores clásicos como Furtwängler o Erich Kleiber. En contraste con la intimidante intransigencia de Karajan, Bernstein tenía una forma mucho más democrática y solidaria de trabajar en los ensayos. Karajan, además, sometía todas las partituras que interpretaba –desde Vivaldi hasta Richard Strauss– a una misma calidad de sonido, siempre característicamente schöngeistig –un adjetivo intraducible, quizá “estetizante” serviría–, muy deudor de la tradición tardorromántica y alérgico a las distorsiones y las disonancias. Bernstein, en cambio, como observó Seiji Ozawa, el director japonés que fue asistente de uno y otro, sabía meterse en la cabeza del compositor y cambiar de estilo entre una y otra partitura. Quizá la anécdota que mejor ilustra la diferencia entre los dos es la que tuvo lugar la única vez que Karajan permitió que Bernstein dirigiera, en 1979, la Filarmónica de Berlín –y eso que Bernstein, en los años 1950, había invitado a Karajan a dirigir su orquesta para ayudarle a superar el desprestigio provocado por sus vinculaciones con los nazis. Bernstein había sido invitado a dirigir la novena de Mahler, una de sus especialidades. Y, durante los ensayos, al comprobar hasta qué punto los músicos estaban demasiado acostumbrados al sonido aterciopelado y solemne de Karajan, les dijo: “Ustedes han olvidado que la música también puede ser divertida”. Bernstein le dio la vuelta como un guante a la orquesta y, al final, la interpretación, de la que se conserva grabación, resultó formidable.
Si hubiera que elegir, extremando el rigor, a los mejores directores de orquesta del siglo XX, probablemente no estarían ni Karajan ni Bernstein. Después de Willhem Furtwängler, cuyas interpretaciones de los románticos son simplemente de otro mundo –su tempo es una experiencia del tiempo que ya hemos perdido–, quizá los dos más radicales –y antagónicos entre sí– hayan sido Sergiu Celibidache y Carlos Kleiber. Celibidache fue el único verdadero custodio del espíritu de Furtwängler en la posguerra. Abominaba de las grabaciones y en general de los avances tecnológicos, que a su juicio empobrecían la recepción de la música. Fue un devoto intérprete de Bruckner –a su juicio mejor sinfonista que Beethoven– y consideraba en cambio a Mahler el músico más idiota de la historia. Sus tempi eran siempre extraordinariamente lentos, casi como un desafío a la velocidad del consumo ya propia de su época, sin dejar de ser por ello víctima de la misma. En el otro extremo, Carlos Kleiber, excéntrico, neurótico y muy seductor, dirigió muy poco y siempre lo mismo, buscando obsesivamente la perfección y sometiendo la orquesta a un frenesí que a veces, como en el caso de la quinta de Beethoven, producía efectos lisérgicos. Karajan y Bernstein, en cambio, supieron aprovechar todas las ventajas que la cultura popular les ofrecía, utilizando el poder de los mass media para ensanchar la audiencia hasta el último rincón del planeta. Pero cada uno lo hizo de una forma distinta. Karajan se concentró sobre todo en el estudio de grabación –y también en delirantes y megalómanos conciertos filmados donde prácticamente sólo se le veía a él dirigiendo– para producir una especie de constante hilo musical schöngeistig alrededor del orbe. Por su parte, Bernstein, consciente de sus dotes como comunicador, utilizó desde muy temprano la televisión para divulgar sus conocimientos y educar al público. Desde mediados de la década de 1950 hasta principios de la de 1970, participó en varios programas –“Omnibus” y “Conciertos para jóvenes”– en los que, al frente de la Filarmónica de Nueva York, explicó todas las interioridades de la música, desde cuestiones técnicas –qué es un modo, cómo se dirige una orquesta, qué es una sonata– hasta disertaciones sobre compositores concretos –Beethoven, Copland, Stravinsky–, pasando sin complejos de la música culta a la popular, del dodecafonismo al jazz, de los Beatles a Paul Hindemith. De alguna manera, se adelantó a la era de internet y hoy en día, gracias precisamente a la red, esos programas constituyen uno de los legados más valiosos, edificantes y asequibles del siglo XX, un ejemplo de alta divulgación y entretenimiento.
Bernstein, consciente de sus dotes como comunicador, utilizó desde muy temprano la televisión para divulgar sus conocimientos y educar al público
La televisión le hizo por supuesto muy famoso. “Lenny”, como se le conocía popularmente, se convirtió en uno de los personajes más célebres en los hogares estadounidenses, algo que terminó por afectar a su reputación. Como dijo Allen Shawn, era como si T.S. Eliot hubiera salido todas las semanas en la tele explicando los secretos de la poesía. Por otra parte, su versatilidad y su desmesurada ambición de abarcarlo todo también contribuyeron a que se resintiera su imagen. Como él mismo decía, “los directores no me consideran director, los pianistas no me ven como un pianista y los compositores no quieren reconocerme como uno de los suyos”. Arthur Rubinstein, en cambio, después de escucharle tocar en 1966 una sonata de Mozart, declaró que Bernstein era “el mejor pianista entre los directores, el mejor director entre los compositores y el mejor compositor entre los pianistas. Toca a Mozart como me gustaría hacerlo a mí”. Y Stockhausen le escribió en una carta que había “una secreta relación entre tu alma y la de Mozart.”
Su turbulenta vida privada tampoco se pareció nada a la del espartano Karajan. En 1951 se casó con la chilena Felicia Montealegre, con quien tuvo tres hijos. Su mujer sabía que Bernstein era bisexual, pero no le importó y, durante muchos años, fueron un matrimonio muy feliz e icónico, aunque, como dijo un amigo de la pareja, “si hubiera tres sexos, Lenny hubiera sido trisexual”. Solía decir que hacía música porque por encima de todo amaba a la gente, algo que también explica sus problemas para dedicarse a la solitaria composición. En 1976 decidió dejar a Felicia por su amante Tom Cothran, hasta que al año siguiente ella enfermó de cáncer y él volvió para cuidarla hasta su muerte en 1978. Bebedor, fumador empedernido e insomne, vivió el resto de su vida como homosexual, trabajando obsesivamente, hasta que enfermó del cáncer de pulmón que le mataría en octubre de 1990, a los setenta y dos años. Dos meses antes, ya muy enfermo, había dirigido su último concierto, una espectral séptima de Beethoven, en el festival de verano de Tanglewood, el mismo escenario donde había empezado, cincuenta años atrás.
Como compositor, trabajó intensamente sobre todo hasta 1958, cuando asumió la titularidad de la Filarmónica de Nueva York. Hasta ese año compuso dos sinfonías, una ópera –Trouble in Tahití–, varios musicales, una banda sonora –para La ley del silencio de Kazan– y un estupendo concierto para violín, Serenade, inspirado en el Banquete de Platón. Su segunda sinfonía, The Age of Anxiety, basada en el poema de W.H. Auden, es probablemente su obra sinfónica más genuina y encantadora. Ahí Bernstein consigue captar el ánimo urbano del Nueva York de posguerra con enorme delicadeza, creando una atmósfera de alegría amenazada, de soledad festiva, de tensión entre lo leve y lo grave, que no es sólo una traducción muy inteligente de la égloga metropolitana de Auden, sino también y en sí misma una experimentación con lo vernáculo y con distintas texturas. Hay ecos de jazz, de Benjamin Britten y de Shostakovich, pero ya perfectamente metabolizados.
En el ámbito del musical, Bernstein creyó que se podía crear un nuevo género para el siglo XX, pero ahí seguramente se topó con las limitaciones de la cultura popular y del público de Broadway. Por una parte, tuvo un éxito espectacular y perdurable con West Side Story, estrenado en 1957, cuya partitura, en contra de lo que pueda parecer, está llena de invención y riesgo, a un nivel muy superior al que se acostumbra en el género, lo mismo que en la banda sonora de La ley del silencio. Casi al mismo tiempo que componía West Side Story, escribió una opereta basada en el Candide de Voltaire que seguramente es su mejor obra teatral, la más mozartiana de todas, llena de humor, de mordiente –fue su respuesta a la caza de brujas del senador Mccarthy, de la que fue víctima–, de arias memorables y de un coro final (“Make Our Garden Grow”, “Cultivar nuestro jardín”) lleno de felicidad y afirmación. A pesar de ello, la obra no tuvo éxito y duró sólo dos meses en cartel, demasiado sofisticada para el público que deliraba con West Side Story.
Durante su periodo como director de la Filarmónica de Nueva York, Bernstein compuso muy poco, aunque las dos obras que pudo terminar fueron complejas y ambiciosas. En 1963, estrenó en Tel Aviv su tercera y última sinfonía, Kaddish, dedicada a la memoria de John F. Kennedy, asesinado en noviembre de aquel año. Se trata de su composición más difícil desde el punto de vista del oyente común. Además de orquesta, incluye coro, coro de niños, soprano y narrador. El propio Bernstein escribió la letra, mezclada con fragmentos del texto arameo, explotando la doble acepción de “Kaddish” como oración fúnebre y celebración de la vida. El narrador es una especie de Job que interpela a un Dios ausente acerca de las atrocidades a las que somete a la humanidad y también una dramatización de las relaciones entre padre e hijo. A pesar de sus problemas, no deja de ser admirable que el compositor de West Side Story pudiera ofrecer una obra tan seria que conseguía expresar tanto la desolación del pueblo judío tras el holocausto como la depresión de la sociedad norteamericana después del asesinato de Kennedy. La canción de cuna para soprano al final del segundo movimiento es una de las mejores cosas que Bernstein jamás escribió. La sinfonía, por otra parte, seguramente no puede apreciarse en su magnitud si no se ve representada. No aguanta, por ejemplo, una audición digital.
En el ámbito del musical, Bernstein creyó que se podía crear un nuevo género para el siglo XX, pero ahí seguramente se topó con las limitaciones de la cultura popular y del público de Broadway
Después de estrenar en 1965 los bellísimos Salmos de Chichester, para niño soprano o contratenor, coro y orquesta, donde se cantan también originales hebreos, Bernstein estrenó en 1971 su obra más controvertida y desmesurada. Jacqueline Kennedy le había encargado una pieza para inaugurar el centro Kennedy de Washington y Bernstein compuso una misa. La idea se le ocurrió después de haber dirigido la Misa solemnis de Beethoven. Como casi todo lo que escribió, su Misa no es una composición al uso, sino un experimento; en realidad, como reza el subtítulo, un pieza teatral para cantantes, intérpretes y bailarines, en la que de pronto el coro empieza a expresar sus dudas acerca de la liturgia y de Dios. El sacerdote, enfurecido, termina por tirar el cáliz al suelo. Es todo una farsa, a ratos cómica, irónica e incluso sarcástica que expone crudamente la imposibilidad moderna del rito y al mismo tiempo demuestra la pervivencia de lo sagrado en la música. Al final, hay una especie de calma y restauración de una fe que ya no es la del principio. Bernstein exhibió todo su virtuosismo técnico y aprovechó toda la variedad de la música de su tiempo, desde lo sacro y sinfónico, lo disonante y lo melódico, hasta el jazz, el blues, el rock e incluso una canción de Violeta Parra. El día del estreno fue un éxito de público y un fracaso de crítica. En vida de Bernstein no se representó mucho, pero en las últimas décadas ha conocido una especie de revival. Y lo cierto es que es un experimento asombroso, a ratos extravagante y excesivo –hay momentos en que parece una misa cumba–, pero con arias maravillosas como “A Simple Song” y partes instrumentales y para coro también muy conseguidas. Se trata de un ecumenismo musical que sólo alguien como él podía haberlo concebido y llevado a buen término, aunque la Misa, de nuevo, no aguanta una audición digital y debe disfrutarse como espectáculo teatral.
Toda esta experiencia es la que en 1973 acreditó a Bernstein como profesor de poesía en Harvard. Sus lecciones habían sido en realidad un intento de rebatir o al menos matizar las categóricas conclusiones de Theodor W. Adorno en su ensayo Filosofía de la música nueva (1948), donde la atonalidad de Schoenberg y el segundo círculo de Viena se consagraban como defensa contra la música popular, burguesa y de sala de concierto que en el siglo XX representaba Stravinsky, uno de los compositores europeos que más habían influido en la música americana y en el propio Bernstein. El gesto crítico de Adorno había sido en su tiempo comprensible e incluso necesario, pero, a la altura de 1973, los límites entre la escuela de Schoenberg, Webern, Alban Berg, por un lado, y la de Stravinsky, Sibelius, Ravel o Shostakovich, por otro, no estaban ya tan claras ni tenían tanta significación política. El dodecafonismo había transformado para siempre la música tonal, en el sentido de que ya no se podía componer inocentemente como si nada hubiera ocurrido. El propio Bernstein evidenció esa conciencia crítica en algunas de sus composiciones, como en Kaddish, en el ballet Dybbuk (1974) o en el impresionante nocturno para flauta y orquesta titulado Halil (1981), su obra más influida por el dodecafonismo. Por otro lado, como él mismo demostró en sus conferencias, la atonalidad no podía reducirse a un manifiesto ideológico, sino que era fruto de una evolución ya perceptible en Liszt, en Wagner o en Debussy. La afirmación final de Bernstein, contestando a la pregunta de Charles Ives, no era tanto un rechazo de Adorno y de Schoenberg como una invitación a superar el enfrentamiento, a reivindicar el valor de la música del siglo XX en toda su variedad y complejidad. Como director y compositor, Bernstein vivió siempre en ese equilibrio inestable que tan bien se oye en La pregunta sin respuesta, entre el motivo lento e inalterable de las cuerdas y la interrogación alterada de la trompeta, sin renunciar ni a una ni a otra problemática.
Por otra parte, Bernstein es el resultado más visible, en música, de un fenómeno que en realidad empieza en el siglo XIX y que consiste en el trasvase de las principales corrientes estéticas europeas a la sociedad americana, donde inevitablemente se transformaron en otra cosa. El rechazo que podía despertar su concepción de la música entre la crítica afín a Adorno era el mismo con que se juzgaba, por ejemplo, la evolución de la literatura americana en autores como Philip Roth, cuya novela El lamento de Portnoy (1969) fue reseñada por un furioso Gershom Scholem que, desde la experiencia europea, la consideró una humillación para los judíos. Bernstein se empleó a fondo en dar continuidad en la música occidental, con un pie en Nueva York y otro en Viena, a un verdadero ejercicio de restauración que superara la negatividad “inaudible” y propiciara nuevas formas de expresión, de fe y esperanza.
Si hubiera que elegir una virtud que definiera la labor de Bernstein sería la generosidad. Siempre puso su talento al servicio de sus maestros, de sus compañeros, del público y de los más jóvenes. A diferencia de la mayoría de sus colegas, tenía una enorme facilidad para admirar. Muy al final de su vida, en 1987, fundó la escuela orquestal de Schleswig-Holstein, al norte de Alemania, donde en sus últimos veranos dio unas extraordinarias clases de dirección que por fortuna se han conservado filmadas.
Muy al final de su vida, en 1987, fundó la escuela orquestal de Schleswig-Holstein, al norte de Alemania, donde en sus últimos veranos dio unas extraordinarias clases de dirección que por fortuna se han conservado filmadas
La fruición con que comenta, por ejemplo, cada uno de los detalles de La consagración de la primavera –una obra que dirigió como nadie– sigue siendo una lección para siempre, por el entusiasmo juvenil que supo conservar en la vejez. Su memoria y su cultura –no sólo en música, sino también en literatura y en lenguas– era intimidante. Henry Fogel, un colaborador suyo, contó una anécdota elocuente al respecto. Bernstein siempre había dicho que apenas se había dedicado a Brucker –dirigió solo la sexta y la novena, esta última de manera memorable– porque las versiones de Karajan eran insuperables. Cuando Karajan murió, Fogel animó a Bernstein a dirigir la octava, tradicionalmente considerada la mejor sinfonía del austríaco y para Celibidache –de largo el mejor intérprete de Bruckner– incluso la mejor sinfonía de la historia. Bernstein le contestó que en realidad no le gustaba esa obra y se llevó a Fogel al piano, donde le tocó de memoria toda la sinfonía, señalándole lo que a su juicio eran errores o excesos. Conocía todos los detalles de una partitura que nunca había dirigido.
Volver a Bernstein en nuestros días supone, antes que nada, tomar conciencia de la extraordinaria riqueza de la música “culta” del siglo XX, el arte que menos favor ha gozado del público en ese siglo. Mientras que una mayoría de pintores vanguardistas, por difíciles que sean, han logrado poblar el imaginario común, incluso hasta el punto de convertirse en mercancía y objeto de culto masivo –Pollock, Rothko, Bacon–, sólo los expertos y los aficionados más exigentes conocen a compositores como Witold Lutoslawski, Elliot Carter, Morton Feldman, Arvo Pärt o Sofia Gubaidulina, en cuyas obras, junto a la de algunos poetas, se encuentra la última expresión sagrada del arte occidental.
Por otra parte, sólo ahora, calmada la controversia ideológica que distorsionó tantos juicios, podemos empezar a hacernos una idea más cabal de lo que de verdad ha sido la excelencia musical del siglo XX. Un compositor como Shostakovich, por ejemplo, fue duramente menospreciado por Pierre Boulez, entre muchos otros, por su uso de la tonalidad, además de verse obligado a penar en el purgatorio por haber sido considerado, injustamente, un lacayo de Stalin. Hoy en día es ya un músico no sólo indiscutible sino colosal. Por cierto que, en 1959, Bernstein hizo una gira por Rusia con la Filarmónica de Nueva York y tocó en Moscú –además de obras allí prohibidas de Stravinsky– la quinta y la séptima sinfonía de Shostakovich, en presencia de su autor. Antes de empezar el concierto, se dirigió al público para explicar las similitudes entre la música americana y la rusa, citando ejemplos de Copland y de Shostakovich y desafiando la guerra ideológica del momento.
En España, por último, el ejemplo de Bernstein nos invita a reflexionar acerca de la incomprensible negligencia con que se ha tratado la música en los planes de estudio y en la divulgación cultural, precisamente en una época en que, gracias a internet y al desarrollo tecnológico, la música es más asequible que nunca, tanto en las aulas como en los hogares, en compañía o en soledad, con la práctica totalidad de las grabaciones sonoras y fílmicas al alcance de todos. Hace unos años, George Steiner se lamentaba en una conferencia de la progresiva desaparición de la música en la sociedad: “La música me parece más grande que la literatura. Es la gran fuerza, la esperanza, de una posibilidad trascendental. Por eso es tan importante que nuestros niños tengan acceso, lo más pronto posible, a la buena música. Quizá suene como un viejo reaccionario, pero no me importa. Nada me asusta más que la desaparición de la música seria en la vida de millones de niños, la sustitución de tantas formas de música por el horror del ruido organizado. No debemos permitir que nos arrebaten la extraordinaria experiencia, el gran privilegio del ser, que es la gran música”. A eso dedicó toda su vida Leonard Bernstein y por ello le seguimos estando profundamente agradecidos.
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Andreu Jaume es editor y estudioso.
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