Análisis
Universidad, mercancía y reproducción de clases
El plan Bolonia supuso la reconversión de las universidades públicas en centros de formación profesional terciaria para los menos pobres, y el impulso de mercados privados internacionales de títulos prestigiosos para los ciudadanos europeos más ricos
Damian H. Cuesta 7/02/2018
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La economía capitalista requiere de una sociedad cuya estructura social se encuentre fuertemente jerarquizada. Una polarización básica subyacente divide a la sociedad en dos clases sociales diferenciadas por su relación con la propiedad de los medios de producción. Esta polarización básica, capitalistas/trabajadores, lleva más de un siglo sometida a un rápido proceso de división de la clase trabajadora que hace difícil unificar bajo el mismo marco de relaciones de clase a todas y todos los trabajadores, si bien, como denominador común, siguen compartiendo el hecho de que las condiciones de su existencia dependen de un salario. Tal proceso de fraccionamiento de la clase trabajadora es el reflejo de la fragmentación de la organización social del trabajo. La división del trabajo en el sistema económico capitalista deviene del control sobre la ejecución del trabajo, así como también de los efectos de una tecnología orientada hacia la productividad y la maximización del beneficio.
Durante los años 60 del siglo pasado, la teoría económica clásica planteó que la educación explicaba mejor que otros factores el incremento de la productividad industrial y el beneficio económico. Este hecho desató una fiebre expansionista de la educación en los gobiernos occidentales. La tecnología, por entonces, daba sus primeros pasos para dejar de ser sólo una herramienta en el proceso de transformación de la materia prima, y convertirse en la materia prima misma.
Bajo los presupuestos del modelo de acumulación capitalista contemporáneo, la economía iba a necesitar incrementar el conocimiento técnico de la masa laboral en todos los niveles de producción. Políticos y grandes capitalistas dieron carta blanca al empleo de recursos para su materialización. Organizaciones internacionales como el BM o el FMI, comenzaron a trabajar en esta línea.
A partir de entonces, las instituciones educativas, especialmente las de nivel superior, sufrieron una presión sin parangón en la historia. La riqueza de la nación pasaría a depender del conocimiento alcanzado por el conjunto de la sociedad. El mérito educativo tendría un lugar privilegiado como ascensor social al lado de la riqueza y de la propiedad. El talento se erigió como baluarte de las políticas educativas en el nuevo discurso económico y social de corte neoconservador que resurge con fuerza en los 80 y se desarrolla contumaz hasta nuestros días.
Sin embargo, la fiebre expansionista de la educación superior realmente llegó a pocos hijos e hijas de la clase obrera. Su participación en la Universidad en 1991 apenas era del 9,7%. En la actualidad, hijos e hijas de familias obreras urbanas y rurales, representan el 31%. A pesar de ello, la incipiente apertura de la universidad a la sociedad durante los años 70 en Europa no dejó de suscitar suspicacias entre algunos teóricos del determinismo tecnológico. Estos apuntaban posibles desestabilizaciones “gramscianas” de la mano de la democratización del conocimiento. Ya entonces, el sociólogo Pierre Bourdieu advirtió que tal cosa no se produciría debido a que la Universidad era un espacio dominado por las élites profesionales, y además, la expansión se estaba produciendo del lado de las ramas técnicas, carentes de pensamiento crítico, elemento de emancipación necesario.
Ya en el 2000 se habían gestado las reformas de Bolonia y, con su implementación posterior, las funciones culturales de la universidad terminarían reducidas a su mínima expresión, aumentando la tendencia profesionalizante de sus programas, y eliminando la filosofía de la ecuación educativa, cuando ya el pensamiento crítico era bastante limitado por muchas razones, entre ellas, el sentido práctico adherido a la ambición de los nuevos estudiantes por dotarse de herramientas técnicas con las que competir en las cada vez más exigentes pruebas de reclutamiento de sus futuras y escasas empresas. Aquello que empresarios, políticos y, ahora también, rectores, denominan “empleabilidad”.
El término “empleabilidad” se institucionalizó como respuesta política a las presiones empresariales y a las exigencias del concierto del capitalismo financiero global. Con tal término se implementaron cambios culturales en el ámbito de las identidades profesionales y se completó así el círculo iniciado con la puesta a punto de los principios de flexibilidad y de liderazgo. Características ambas de un nuevo modelo de relaciones laborales más funcional en el contexto global del capitalismo avanzado.
Las empresas quieren trabajadores/consumidores cada vez con un mayor nivel de “conocimiento”, más formados e instruidos, especialmente en áreas de conocimiento técnico. A la vez, necesitan que sean más competitivos, más autónomos, y, por ello, también más leales a los objetivos de la producción y a los objetivos empresariales en general. Obviamente, hablamos de unos cambios culturales cuyas lógicas articulan las políticas europeas y nacionales en materia económica y de empleo, si bien, con una cada vez menor resistencia, todo hay que decirlo, de las organizaciones de trabajadores, cuya resiliencia viene perdiendo base económica, política y social, cada día.
A este nuevo estadio de alienación “managerial”, evolución del taylorismo clásico actualizado en los nuevos modelos de control normativo del trabajo (del trabajador), la socióloga francesa, Daniéle Linhart1, lo ha llamado “sobrehumanización”, debido al aspecto condescendiente hacia los principios individualistas que adoptan las nuevas formas de organización y apropiación del trabajo en la economía del conocimiento. Así, conceptos como competencias personales, habilidades sociales, etc., en las que se alude persistentemente a las cualidades individuales como criterios de selección y reclutamiento, no hacen sino recordarnos la esencia misma del taylorismo, a saber, la dirección científica no consistirá en otra cosa que “estimular la ambición (competencia sería el término utilizado hoy) de cada empleado de acuerdo con su valía y potencial”. Norma que hoy sigue siendo el carburante que mueve los mecanismos de apropiación del trabajo en la economía capitalista.
Los que ven una revolución científico-técnica en todo esto, llevan desde los años 70 del siglo pasado defendiendo la idea de que, dicha corriente, posibilitaría el paso del “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”, y terminaría imponiendo finalmente “la universalidad de una formación politécnica con base humanista haciendo del hombre un ser universal y polivalente”.
Thomas Piketty describe muy bien el lodazal del reino medio en el que nos hallamos estancados, el de la realidad: “… los tipos de empleo y los niveles de calificación han cambiado mucho a lo largo del tiempo… Antaño, un capataz o técnico calificado no estaban lejos de pertenecer a ese grupo (el del 9%): ahora se necesita ser un ejecutivo de tiempo completo… y egresado de una reconocida escuela de ingeniería o negocios… En un siglo, los oficios se transformaron por completo, pero las realidades estructurales permanecieron inalteradas. La desigualdad salarial propia del mundo laboral, con el grupo del 9% muy cerca de su cima y el del 50% de los asalariados peor pagados en su base, prácticamente no ha cambiado”2.
Por dar algunos datos sobre España. Según Eurostat, en 2016, el 20% de los parados y paradas entre los 25 y los 39 años, poseen título universitario. El 40% de los titulados ocupados trabajan en empleos por debajo de su nivel de formación, mientras que en Europa (28) éstos representan el 24%. En un estudio que publicamos recientemente demostramos que en 2016 la mayoría de los empleos ocupados por las nuevas generaciones no requieren estudios superiores. También demostramos que, de los jóvenes titulados con edades comprendidas entre 25 y 29 años que se hallaban sobre-cualificados en el año 2000, y que representaban el 34% de los trabajadores ocupados con título de nivel superior, 15 años después, ya contando con 40 y 44 años, apenas el 5% había logrado salir de esta situación.
En fin, la influencia del origen social parece tener importancia hoy de la misma manera que lo tenía cuando los socialistas utópicos decimonónicos querían mejorar la sociedad a través de la educación. Sin ésta, la emancipación no sería posible, pero con ella tampoco parece suficiente. La familia influye de manera directa a través de la riqueza y de la propiedad, y, de manera indirecta, a través de la inversión económica en educación y relaciones sociales. Las familias con mayores recursos pagan grandes sumas por credenciales prestigiosas internacionales que posibilitan ventajas competitivas de acceso a empleos prestigiosos para sus hijos.
Hoy, la estructura de la desigualdad social subyacente al sistema capitalista se reproduce a través del mercado privado de títulos universitarios prestigiosos. Nada baladí, cuando se piensa que el mercado internacional de este tipo de títulos representa grandes flujos de capital para muchos países. En Australia, ya representa el 3% de PIB.
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Damián H. Cuesta es personal docente e investigador. Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).
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Notas
1 .Linhart, D. (2013). ¿Trabajar sin los otros?. Publicacions de la Universitat de València.
2. Piketty, T. (2014). El capital en el siglo XXI. Fondo de Cultura Económica. P. 305
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Damian H. Cuesta
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