Los tiburones tecnológicos resucitan la ciudad/empresa
Facebook, Amazon y Google se convierten en promotores inmobiliarios y rescatan las peores utopías capitalistas del siglo XIX
Julianne Tveten (The Baffler) 7/02/2018
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A principios de este año, en Silicon Valley, una legión de ingenieros con sueldos de seis cifras se presentó ante Mark Zuckerberg para pedirle que les subvencionara sus exorbitantes alquileres. Mientras, los trabajadores temporales que les sirven perritos de kimchi con bacon y confit de pato habían visto cómo se les dejaba fuera del mercado inmobiliario asequible (solo los sueldos que se acercan a los 74.000 dólares cumplen los requisitos) y comenzaron a convertir garajes en hogares. Aunque estos hechos demuestran la gravedad de la situación, no son más que los últimos indicios del voluminoso leviatán que representa la crisis de vivienda en la región, un asunto que lleva salpicando los titulares de medios grandes y pequeños desde hace ya una década.
Gracias en parte a la acumulación de publicidad adversa, Zuckerberg y sus colegas cibernéticos milmillonarios han decidido convertirse en promotores inmobiliarios. En julio, Facebook anunció sus planes para crear Willow Campus en un complejo de oficinas que compró en 2015 en Menlo Park, California, y que diseñará Rem Koolhaas con un perfil agresivamente rectilíneo. La expansión de la sede central contará con mil quinientas unidades habitables, de las cuales un 15%, según afirman, se “ofrecerá a precios por debajo del mercado”. La empresa también ha prometido dedicar 11.600 m2para uso comercial, con supermercados, farmacia y algo que recibe el críptico nombre de “minoristas adicionales de cara a la comunidad”.
Igual de responsable, si no más, del paisaje geométrico de California es Google, cuya recién inventada compañía matriz, Alphabet, ha prometido ofrecer alojamiento temporal, en forma de viviendas modulares, para trescientos empleados en su ciudad natal de Mountain View. Desde hace años, Google intenta arrebatar el control de la ciudad al Gobierno; el año pasado, consiguió más de 34.400 m2 de espacio para oficinas junto con el derecho a urbanizar 130.000 m2en el distrito de North Bayshore, tras una disputa con LinkedIn en la que ofertó dotar a la zona de una nueva estación de policía, mejores carreteras y becas universitarias. (Las casas modulares se edificarán en una antigua base de la NASA, que la empresa ha alquilado para los próximos sesenta años).
Estamos asistiendo, con estos planes, al renacer de la ciudad-empresa. Se trata de un fenómeno recurrente en el imaginario occidental capitalista, que en su variedad estadounidense se remonta al siglo XIX: la ciudad homónima del industrial ferroviario George Pullman en Illinois ilustra uno de los mejores ejemplos. Pullman describió su ciudad, finalizada en 1884, como una utopía lucrativa y orientada a los negocios que estaría llena de participantes satisfechos, tanto empleados como inversores. Su fachada era sin duda resplandeciente: las instalaciones que prometía (patios, cañerías, gas, recogida de basura) eran poco frecuentes para los obreros de la época, y sus jardines ultraformales y su centro comercial, que disponía de barbero, dentista, banco y gran cantidad de comercios excesivamente caros, ofrecían una incursión en el lujo capitalista de vanguardia.
Pero había una trampa: un capitalismo paternalista y omnipresente. Los árboles impecablemente cuidados no eran más que una cortina tras la que se escondía un panóptico para mantener a los trabajadores economizados a través de la conducta. Eso sí, solo trabajadores blancos, ya que las personas negras quedaban excluidas de forma expresa. “[Pullman] quería crear una ciudad-empresa donde todo el mundo estuviera (…) contento con el lugar que ocupaba en el sistema capitalista”, explicó Jane Eva Baxter a Paleofuture. Los trabajadores estaban obligados a alquilar (sin opción de compra) viviendas unifamiliares, y vivían preocupados por las inspecciones constantes y los desahucios repentinos. Asimismo, sus jefes controlaban los libros que llenaban las estanterías de sus bibliotecas y los espectáculos que tenían lugar en sus teatros, y un veto les impedía concentrarse en los salones o celebrar reuniones ciudadanas sin la aprobación de la Pullman Company, no fuera a ser que albergaran la idea de sindicarse.
La cesión obligatoria, no solo de la mano de obra, sino de la autonomía personal a cambio de la velada capacidad de comprar pan o de encender la estufa es, en una palabra, inhumana, y en tres, motivo de revuelta. Los trabajadores de la empresa Pullman organizaron varias huelgas a lo largo de la década de 1880, aunque ninguna fue tan impresionante como la de 1894. En respuesta a la recesión económica del año anterior, Pullman decidió bajar los sueldos de los trabajadores de forma radical, aunque mantuvo los alquileres inflexiblemente fijos, con lo que consiguió engordar el valor de la empresa, declarado en 62 millones de dólares, a la vez que dejaba a los trabajadores con tan solo 2 centavos limpios (tras pagar los gastos de la vivienda). En colaboración con el American Railway Union (Sindicato Ferroviario de Estados Unidos), cuatro mil trabajadores de Pullman, aguijoneados y desesperados, negaron su mano de obra, y pronto se les unieron hordas de trabajadores a lo largo y ancho del país. Sin embargo, la huelga llegó a su fin cuando el gobierno de Cleveland, haciendo un violento alarde de autoritarismo, desplegó tropas federales y encarceló a los líderes obreros. Poco después, por orden de la Corte Suprema de Illinois, se obligó a la ciudad a vender todo lo que no se usara expresamente para la “industria”.
El fracaso de Pullman no fue suficiente para disuadir a otros magnates. En 1900, el chocolatero Milton Hershey comenzó a construir un complejo fabril cerca de un conjunto de granjas lácteas en la zona rural de Pennsylvania, y allí declaró que no habría “ni pobreza, ni molestias, ni maldad” (un sibilino precursor del ahora infame y difunto eslogan de Google: “No seas malo”). Para atraer a los trabajadores, Hershey recuperó muchas de las comodidades y privilegios de Pullman: cañerías en el hogar, jardines impolutos, calefacción central, recogida de basuras y, con el tiempo, los teatros e instalaciones deportivas que albergaría cualquier ciudad-empresa que se precie.
Lo que se diseñó como un saludable acto de promoción para la empresa se convirtió rápidamente en un mezquino estado vigilante. Hershey, que desempeñaba los cargos de alcalde de la ciudad, alguacil y jefe de bomberos, patrullaba los barrios para inspeccionar el mantenimiento de las casas y contrató detectives privados para controlar el consumo de alcohol de sus empleados fuera de las horas de trabajo. Aunque la ciudad consiguió escenificar una especie de idílica representación capitalista para los observadores, en la década de 1930 los empleados comenzaron a sentirse irritados por el entorno dependiente y por los despidos a raíz de la recesión de una empresa que obtenía unos beneficios netos diez veces superiores a los gastos anuales de personal. Un frustrado intento por sindicarse con el Congress of Industrial Organizations (CIO) dio origen a una sentada en 1937; pocos días después, algunos granjeros y abanderados de la empresa acudieron armados con piedras y horcas y expulsaron ensangrentados a los disidentes, lo que terminó desestabilizando para siempre otro absurdo cívico-empresarial. Así y todo, el enorme estado de Hershey permanece indemne hasta el día de hoy.
Si Facebook y Google han comenzado a resucitar la ciudad empresa, Amazon ya le ha dado un lustre futurista. Las rudimentarias ciudades empresa de California son insignificantes en comparación con su equivalente del norte, que ocupa un 19% del espacio para oficinas de Seattle y unos 752.500 m2. Su director ejecutivo y fundador, Jeff Bezos, se ha propuesto adquirir 370.000 m2 más durante los próximos cinco años, en una prueba de fuerza que complementa perfectamente su físico, característico de estar pasando una crisis de la mediana edad. Para promocionar el patrocinio que hace de la ingeniería local y de los programas de sostenibilidad, Amazon se jacta de realizar “inversiones”, como por ejemplo el parque canino, los terrenos de juego, las instalaciones de arte y los jardines dominicales. Por supuesto, las aspiraciones colonizadoras de Bezos vienen acompañadas una vez más de un mercado inmobiliario belicoso, exactamente las mismas condiciones que Facebook y Google dicen estar combatiendo. Si examinamos la estrategia de Amazon en su conjunto, con la reciente adquisición de los supermercados Whole Foods, el sueño de la compañía de atar sus empleados al trabajo mediante cubículos homogéneos en alquiler y fritos de quinoa ligeramente rebajados, se está haciendo realidad rápidamente.
Igual que George Pullman y Milton Hershey, las élites de la industria tecnológica están controlando a sus trabajadores con distintas campañas de expansión, absorción y dominación. La empresa-ciudad tecnológica, que el más contemporáneo de los neofeudalistas quiere agenciarse, es el siguiente paso en la búsqueda de las corporaciones gigantes de la costa oeste por atraer a los empleados hacia una vida de trabajo 24/7: el sucesor totalizador de la barra libre de comidas indias para untar, las tiendas de reparación de bicicletas in situ y los hábitats Frank Gehrizados. Su premisa no se aleja en absoluto de la de sus predecesores: un servicio genial y meticulosamente estético para los trabajadores, en el que la mano benévola de la corporación lleve las riendas del bien común por el bienestar de la comunidad. No obstante, esta vez la comunidad estará dirigida por aparatos antisindicales y recopiladores de datos que seguramente harían salivar al tecnotirano más paranoico.
Sin duda, los megalómanos que quieren poblar las instalaciones municipales con logotipos de marcas registradas esperan que las ciudades les dediquen una genuflexión a cada paso. Bezos lo ha ejemplificado en Seattle, donde una reciente medida para “gravar a los ricos” le llevó a buscar otra ubicación en la que edificar la segunda sede central de Amazon. Mientras los residentes de su ciudad natal luchan con una sanguijuela acaparadora que “chupa nuestros recursos y rechaza participar del mantenimiento diario”, dentro de poco Amazon intentará preparar otra ciudad para exprimirla. Mientras tanto, los vampiros metálicos californianos de cara amable acaban de comenzar a disfrazarse de hombres de frontera, con unas ganas tremendas de seguir el ejemplo de Bezos. Ebrios de la propaganda superficial de las charlas TED y acostumbrados a ignorar el molesto civismo de los reglamentos corporativos y de los barrios pobres, nuestros tecnopobladores no sienten la necesidad de tener en cuenta las lecciones del pasado porque su mayor interés es monopolizar el futuro. Que los milmillonarios tecnológicos paguen impuestos es un principio, pero solo cuando nuestras ciudades se nieguen a ser sus anfitrionas dejarán de parasitarlas.
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Este artículo se publicó en The Baffler
Traducción de Álvaro San José.
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Julianne Tveten (The Baffler)
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