Obras y sombras
Anne Frank: la adolescencia proscrita
Su ‘Diario’ es también un testimonio de todas las vidas que un ser humano puede vivir en los estrictos límites de su conciencia
Miguel Ángel Ortega Lucas 18/02/2018
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Todos los adolescentes son extraños en este mundo. Para este mundo. Todos, antes o después, de una forma u otra, con timidez o máscara de arlequín, sin hacer ruido o con vocación kamikaze, se ven arrojados a los márgenes, a un territorio de soledad del que serán los habitantes exclusivos. Expulsados de la infancia, separados de ella como si alguien les hubiera arrancado de un sueño que no pudieran recordar ya, se encuentran de bruces en un sitio de nadie, ni siquiera de ellos, con vistas a las alambradas del mundo adulto. Durante varios años tratarán, con mayor o menor fortuna, de salir de ahí. Y algunos intuirán allá al fondo que las palabras mágicas que abrirán la puerta –la alambrada última– serán la respuesta a una pregunta bien jodida: ¿Quién carajo soy?
Anne Frank es una adolescente universalmente conocida por ser autora de un diario. Cuando comenzó a escribir en él, en junio de 1942 (“Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie...”), acababa de cumplir 13 años. Hija menor de buena familia judía, en la mañana del 12 junio se despertó impaciente, y en cuanto pudo bajó al salón, a abrir los regalos. El diario era uno de ellos. Los demás, el surtido de obsequios que cualquier niña acomodada podía recibir entonces (una blusa, un rompecabezas, un tarro de crema...). Eso fue lo primero que consignó en el cuaderno, el domingo 14. Al día siguiente optó por realizar un análisis pormenorizado de sus compañeros de clase, según defectos, virtudes, aversiones y simpatías. El sábado 20 escribía –después de contemplar que “más tarde ni a mí ni a nadie le interesarán las confidencias de una colegiala” –: “He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga”.
Esto último no era cierto en sentido estricto: la pequeña de los Frank era una alumna que brillaba, ante los profesores y compañeros, por su carácter expansivo, por sus salidas ingeniosas, por un encanto que le aseguraba la simpatía (en general) de las muchachas y la admiración (en general) de los muchachos de la clase. Se desenvolvía bien, no tenía mayores problemas con la vida, y tenía además plena conciencia de su suerte. Vivía plácidamente con su padre, Otto (“el más bueno de todos los padres”), su madre, Edith, y su hermana Margot, tres años mayor. Vivían en Ámsterdam desde 1933: cuando se vieron obligados a huir de Frankfurt, Alemania, ante el ascenso del nazismo y la persecución de los de su estirpe. Pero los nazis también están en Holanda en 1942.
la pequeña de los Frank era una alumna que brillaba, ante los profesores y compañeros, por su carácter expansivo, por sus salidas ingeniosas, por un encanto que le aseguraba la simpatía
Tenía muchas amigas, pero “nunca llegamos a hablar de cosas íntimas”. “De ahí este diario”, al que llamará Kitty: como si fuera una amiga más, la mejor, la que todo lo escucha y todo lo entiende. Quizás ese nombre sea la única nota infantil de todo el manuscrito.
Apenas un mes más tarde, a principios de julio, la atmósfera cada vez más negra, su hermana Margot, de 16 años, recibe una citación de las SS alemanas. Y llega el momento de hacer lo que tantas otras familias judías: esconderse. Lo hacen en las dependencias domésticas, ocultas tras una falsa estantería, del mismo almacén con oficinas que dirigía su padre. Consiguen propagar el rumor de que han huido del país. Se esconden con otra familia, los Van Pels, a quienes Anne llama Van Dann en su diario, por cortesía. Al lugar, de varias plantas, destartalado pero amplio, donde se esconden, lo llama la Casa de atrás.
Pero la casa de atrás va con ella, en paralelo; es ella. Esa otra casa donde la adolescente habita, al otro lado de la piel, y que va narrando (narrándose) por entre las galerías sin nadie de su intimidad. Niña aún –poco, muy poco–, dice sentirse al principio “como si estuviera pasando unas vacaciones en una pensión muy curiosa”: la persecución es una aventura. Pero también dice que le interesan “más los recuerdos que los vestidos”. También, en escaso margen, siente “cada vez más que no encajo en mi familia”. “Papá me comprende de verdad, y a veces me gustaría poder hablar con él sin ponerme a llorar enseguida”.
Vivimos distraídos; voluntariamente. A la intemperie la mayor parte del tiempo, tratando de sacar la cabeza por cualquier resquicio para no mirar lo que nos sucede adentro. Y para no mirar muy fijamente, tampoco, lo que tenemos delante todos los días. Mirarse muy fijamente al espejo durante un rato puede ser aterrador (empezamos a no saber quién es ése que nos observa al otro lado); mirar atentamente a quienes tenemos delante, también. No hay forma, para cada uno de los escondidos en la casa de atrás de ese almacén de Ámsterdam –ocho personas distribuidas en no muchos metros cuadrados–, de no acabar viendo en los demás el rostro cambiante y abominable de un espejo: porque es uno mismo, a la postre, el que va proyectando en ellos toda la galería de monstruos que lo habitan, y de la que literalmente, en este caso, no puede escapar.
No hay forma, para cada uno de los escondidos en la casa de atrás de ese almacén de Ámsterdam de no acabar viendo en los demás el rostro cambiante y abominable de un espejo
No hay forma, al menos, para la adolescente de corazón audaz, mirada de bisturí y carácter indómito (cada día más, un poco más...) que es Anne Frank: comienza escribiendo sus impresiones de lo que le rodea, como un acta notarial de las costumbres clandestinas, del carácter de su familia y de la familia Van Dann y de su reacción ante ellos. Y su asimilación, elaboración y aprendizaje de lo vivido es feroz: “He aprendido una cosa –escribe a los dos meses de encierro–: a la gente no se la conoce bien hasta que no se ha tenido una verdadera pelea con ella”.
No hay manera de evitar la confrontación de ella misma con su carácter, ni de éste con el de los demás. Consigna las últimas operaciones de la Gestapo (“los cargan [a los judíos] nada menos que en vagones de ganado”), y también la fiscalización a que se siente sometida por todos: su carácter molesta. El lector va entendiendo que por su agudeza irritante, porque dice lo que piensa y suele pensar mucho mejor que los adultos lo que dice (“todos dicen que hablo de manera afectada, que soy ridícula cuando callo, descarada cuando contesto, taimada cuando tengo una buena idea...”). También molesta a su madre, especialmente a su madre; entonces, tampoco puede ya eludir que su madre le ha molestado especialmente a ella toda la vida: “Es duro decir la verdad”, dice, antes de haber cumplido los 14, “y sin embargo es verdad cuando digo que es ella la que me ha rechazado, ella la que me ha hecho insensible a cualquier amor de su parte”.
–Sabes demasiadas cosas que no son adecuadas para ti –le reprochan–. Cuando seas mayor ya no sabrás disfrutar de nada. Dirás que lo has leído todo en los libros hace veinte años.
En realidad no hacía más que leer la vida. Y en realidad no hacía más que prepararse para disfrutar de todo, una vez pudieran salir de allí (siempre, siempre entre el miedo a que descubrieran su escondite y la esperanza de que los aliados invadiesen el continente y derrotaran a Hitler, haciendo equilibrios en una penuria variable):
Deambulo por las habitaciones, bajando y subiendo las escaleras, y me da la sensación de ser un pájaro enjaulado al que han arrancado las alas violentamente, y que en la más absoluta penumbra choca contra los barrotes (...) Duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo atroz, ya que es imposible matarlos.
[23 de octubre ‘43].
En esta adolescente enjaulada convergen al menos tres extrañezas, tres desgarros, tres exilios a la vez: el de su raza perseguida y humillada; el de su familia; el de ella respecto a sí misma. El espacio en que se mueve es enojosamente definido y limitado, pero su soledad no tiene aristas y será en esos meses inabarcable. Pero ahí, ahí el diario: un espejo y también un tragaluz por el que respirar y dejar entrar y salir a los pájaros de su cabeza: los mismos pájaros adolescentes que la acabarán salvando de la soledad.
Algo sucede a la vuelta de 1944. Tiene sólo catorce años y medio, pero mira a su alrededor con la lucidez y la compasión de un adulto que se hubiera estado observando toda una vida. “Ella no me comprendía”, dice sobre su madre, “pero yo tampoco a ella... Es de entender que me tratara como me trató...”. “Cada vez que me viene la regla –lo que hasta ahora sólo ha ocurrido tres veces– me da la sensación de que, a pesar de todo el dolor, del malestar y la suciedad, guardo un dulce secreto”. Tiene un sueño: sueña con Peter Schiff, el muchacho que tanto le gustaba en el colegio. Pero el amor renovado y fantasmal cristaliza en otro Peter: el hijo de los Van Daan. Un muchacho de su misma edad que durante el primer año y medio en la casa de atrás le había resultado anodino, y que ahora puede significarlo todo (“¿Sabrá alguien en esta casa todo lo que le puede pasar por la mente a una adolescente?”).
Ese Diario es un testimonio impagable, ya lo sabemos, sobre el Holocausto, sobre la persecución del pueblo judío, sobre lo que sucedió aquellos días a tantos –reflejo de lo que sucedió antes, y seguirá sucediendo a tantos otros acosados por el animal humano–, pero también es, sobre todo es, quizás, un testimonio impagable de todas las vidas que un ser humano puede vivir dentro de sí mismo, en brevísimo tiempo, en los estrictos límites de su conciencia. Anne Frank va recorriendo los pasillos de sí misma y descorriendo cortinas, abriendo ventanas nuevas, descubriendo puertas ciegas donde sólo había paredes. Parece vivir en dos años todas las edades de una adolescente, pero lo cierto es que sus revelaciones se convierten en las observaciones de una mujer arraigada hasta las entrañas en sí misma: “Comencé a pensar, a escribir cuentos, y llegué a la conclusión de que los demás ya no tenían nada que ver conmigo, que ya no tenían derecho a empujarme de un lado para otro como si fuera el péndulo de un reloj”.
Cuánto debió de sufrir, para llegar a madurar de forma tan insólita en tan poco tiempo, apenas queda reflejado en sus páginas: no se perdonaba caer en el pataleo. Cumplió los 15 en la Casa de atrás, pero su propia casa secreta miraba cada vez con más paz, con más entendimiento, con más luz, hacia adelante.
Un día de febrero de 1944, con “un tiempo maravilloso fuera”, muy contenta de que su escritura fuera “viento en popa” –soñaba ya con convertirse en escritora profesional y periodista–, subió de nuevo al desván, a tomar aire puro de la ventana abierta junto al muchacho que amaba, o creía amar (¿qué diferencia hay?), Peter. Sentados en el suelo, en su “rincón favorito”, ambos miraban al cielo azul, “el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las gaviotas que al volar por encima de nosotros parecían de plata, y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar”. Se asomó a la ventana abierta, donde podía ver gran parte de Ámsterdam, y pensó: “Mientras exista este sol y este cielo tan despejado y pueda yo verlo, no podré estar triste”.
El 4 de agosto de ese año, las SS asaltaron el escondite de la casa de atrás. Anne Frank ya no pudo registrar eso en su diario ni en ninguna otra parte, seguramente, durante los seis meses que duró con vida. Murió en el campo de concentración de Bergen-Berlsen, alrededor de un año después de esa tarde en el desván. Murió alrededor de un mes, sólo un mes, antes de que llegasen allí las tropas aliadas.
Pero ya había aprendido que
Mientras todo esto exista, y creo que existirá siempre, sé que toda pena tiene consuelo, en cualquier circunstancia que sea. Y estoy convencida de que la naturaleza es capaz de paliar muchas cosas terribles, pese a todo el horror.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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