Obras y Sombras
Bukowski: huye, corre, huye de las avenidas de la muerte
El viejo poeta indecente sí puede ser ejemplo de algo: de cómo resistir hasta el final en el infierno
Miguel Ángel Ortega Lucas 1/02/2018
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Charles Bukowski
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No, no son las grandes cosas, los Sucesos Mayúsculos de la vida, los que generalmente envían a alguien al manicomio: “es la serie continuada de pequeñas tragedias”;
no la muerte de su amor
sino un cordón de zapato que se desata
cuando no queda tiempo...
El espanto de la vida
es ese enjambre de trivialidades
que pueden matar más rápido que el cáncer
y que siempre están ahí
A dentelladas. A arañazos. A zarpazos ciegos de callejón que nunca escucha nadie y que tratarás luego de olvidar rápidamente, pues algo decidió que salieras vivo de allí –de momento; todavía sigues vivo, sin embargo, no sabes cómo, por qué. Para qué.
El individuo que hoy nos ocupa recibió dentelladas de badana, una literal y tangible “serie continuada” de pequeños (“triviales”) fustazos en el trasero, aproximadamente desde los seis hasta los once años. A una media aproximada de tres veces por semana. “Quizás ocho, quizás diez, catorce” cada vez; no lo recordaba bien, de adulto; sería difícil contar a partir de cierto número de azotes, con el culo en carne viva. Se supone que había excusa, pero tampoco tenía por qué haberla. El niño pudo haber cortado mal algún seto del jardín, o dicho algo “malo”, o no. Su padre tenía una correa de barbero y le reclutaba para atizarle cuando lo creía oportuno. “Tu padre siempre tiene razón”, razonaba la madre.
Y el crío siempre gritaba. Pero fue gritando “cada vez menos”, cada vez menos. Hasta que un día, sobre los once años, consiguió no emitir un solo sonido. Y el padre, quién sabe si “aterrorizado”, como diría después el hijo, no volvió a pegarle –al menos tan ordenada, tan metódicamente.
Parece mentira, pero Charles Bukowski –bautizado Henry, no Charles– nació en 1920 (en Alemania, donde sus padres se conocieron, aunque pronto se trasladarían a California). Su infancia son recuerdos de ese cabrón que le azotaba, le insultaba y le recordaba cada dos por tres ser un “hijo de Satanás”, de esa madre que aplaudía las zurras, y de la Gran Depresión después del crack de la Bolsa del año 29 que mandó al carajo al País de las Oportunidades, y por lo cual su padre iba cada mañana a tratar de buscar un trabajo inexistente, o a simular que lo tenía. Era feo ya de niño (como su mismo padre, que también parecía descendiente del demonio), vivía muerto de miedo, de humillación y de vergüenza, por sí mismo y por todo lo que le rodeaba; en un colegio de niños humildes casi todos le repudiaban. También era listo como Lucifer, y de alguna manera consiguió forjarse una coraza de hormigón en el alma con que defenderse de los fustazos que le soltaba a plomo el mundo las veinticinco horas del día.
Ah, pero aquella vez, en clase: aquel día de sus ocho o nueve años en que la profesora les encargó una redacción sobre el recibimiento en la ciudad del presidente Herbert Hoover. El presidente llegaría el sábado, y el pequeño Henry no iba a ir a ver a ningún presidente desfilar porque tenía que cortar el césped y fichar seguramente en la correa de su padre. Se inventó toda la parafernalia presidencial. La profesora leyó luego su redacción para toda la clase, y le preguntó a la salida si se lo había inventado (“entonces tiene más mérito”). Y entonces, el niño entendió: “Así que eso era lo que querían: mentiras. Mentiras maravillosas”, escribió en La senda del perdedor. “... La cosa iba a ser fácil”.
Estuvo matriculado dos años en Periodismo, pero no pisó un aula. Se la sudaba el tener que, el trabajo, la posición, la familia, el dinero, las casas con perrito y con jardín; no había venido a eso, no nació para eso
La cosa no iba a ser fácil durante medio siglo más, pero de haberlo sido quizás nadie sabría ahora quién diablos fue el tal Bukowski; apenas otra hormiga esclava, o cigarra pordiosera de suburbio. Otra cucaracha anestesiada del perfecto engranaje de su país, del mundo que, una vez pasados esos ardientes veranos de la depresión en Los Ángeles (“demasiado joven para ser hombre, demasiado viejo para ser niño”), emergió de la Segunda Guerra Mundial para establecer la Felicidad al Alcance de Todos: “Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas”. Al vagabundo de las teclas, tan adicto a la tinta como al alcohol que uno de sus compañeros de clase le descubriera un día, niños aún (al fin algo que le hacía soportar el mundo, “ver más verde la hierba”: el vino), le enfermaba esa repulsiva y sospechosa unanimidad respecto a ser Alguien en la vida. Sólo “deseaba algún lugar donde esconderme, donde no tuviera que hacer nada”. Estuvo matriculado dos años en Periodismo, pero no pisó un aula. Se la sudaba el tener que, el trabajo, la posición, la familia, el dinero, las casas con perrito y con jardín; no había venido a eso, no nació para eso: “Nací para robar rosas de las avenidas de la muerte”.
Y sin embargo nació allí, en todo aquello,
en hospitales tan caros que es más fácil morirse
en abogados que cobran tanto que es más barato declararse culpable
en un país donde las cárceles están llenas y los manicomios cerrados
en un lugar donde las masas erigen a imbéciles en héroes ricos
Una de las mayores razones por las que acabó imponiéndose es que su vida y su obra, su obra y su sombra –engendros siameses– suponen un grandioso y prematuro escupitajo contra el mito del American Way of Life; eso que hoy llamamos ya –con repulsiva unanimidad escandalosa– sociedad, la sociedad globalizada, porque casi no quedan otras donde efectivamente esconderse. En algún momento dejó aquel lugar donde presuntamente le criaron y tomó un autobús para ya casi no parar de dar tumbos de una a otra avenida del infierno, costa a costa de los Estados Unidos de América. Para trabajar en lo que fuera cuando no había más remedio, beber y no dormir en cuartuchos sórdidos donde hasta las ratas tenían más prestigio, meterse en peleas por gusto, sin buscarlo o por probar hasta qué punto era un suicida, (a)liarse con mujeres menos recomendables aún que él, y vivir, vivir, vivirlo todo, bebérselo todo, lo cual era sinónimo exacto de escribir, escribir, escribirlo todo, sabiendo ya mejor que nadie y de antemano (parece mentira, pero era ya más mayor que joven en las décadas de los 50, de los 60) que el pretendido sueño americano solía comenzar en una pesadilla. Que los jovencitos ricos del instituto al que su padre se empeñó en enviarle (como si así él mismo fuera a hacerse rico) no tienen más remedio que reírse de los pobres “porque de lo contrario sería demasiado aterrador para ellos”. Que
Los Mejores Asesinos Son Aquellos
Que Predican En Su Contra.
Y los Que Mejor Odian Son Aquellos
Que Predican Amor
...Esos mismos muchachitos del baile de fin de curso al que Hank, con 18 años, no se atrevió a entrar, la nariz horrible y la cara saturada de acné como una plaga bíblica pegados al cristal; con la tristeza de un monstruo al que nadie entendería, “como un animal de la selva atraído por la luz”, añorando los vestidos y las conversaciones y las risas, como un viejo desahuciado ya. Pero sabiendo ya, sin embargo, sabiendo siempre que entrar en ese juego de la oca de la vida maravillosamente programada –qué risa– supondría también pagar un peaje al que él jamás estaría dispuesto, “el primer paso a un callejón sin salida”.
Si la vida era un callejón, que el callejón fuera elegido; si había que comer mierda, que fuera al menos una que ayudase a vivir, o al menos a morir con la libertad y la dignidad del prófugo que elige los tiburones antes que la horca, la silla eléctrica, la oficina de 8 a 5 –el cuerpo y el alma hipotecados a cambio de respirar en este mundo; fumando, en su caso–. Por supuesto acabó pasando por ese aro, y se resignó a ser cartero en California durante cerca de tres lustros. Seguía escribiendo, sin más remedio, como bebía, como meaba (que por eso le sobra tantísima hojarasca), como si le fuera la vida en ello porque literalmente le iba, y seguramente sin el alcohol y la literatura no hubiera aguantado tantos años viviendo así, en esto. Enviaba sus relatos a las publicaciones más grandes (New Yorker, Atlantic Monthly, Harper’s Bazaar), pero no le hacían ni puto caso; se lo fueron haciendo en las revistas más pequeñas, pero tanto daba.
Una noche, en alguna cama de algún lugar del estercolero de este mundo, pensó en abandonar, dejar de intentar que le tomaran en serio como escritor
Una noche, en alguna cama de algún lugar del estercolero de este mundo, pensó en abandonar, dejar de intentar que le tomaran en serio como escritor. Entonces –contaba a una cámara en 1976–, otra voz de ahí dentro le contradijo: “No, no abandones. Quédate con una pequeña chispa y no se la des jamás a nadie. Mientras la tengas podrás volver a encender el fuego”.
Puede que algunas grandes obras sean hijas del rencor, pero la desesperación es mucho más poderosa: sobrevive a cualquier rencor, a cualquier arañazo trivial, a cualquier pequeña tragedia o latigazo en la espina dorsal del miedo y la orfandad y la desolación. Esa chispa, esa ascua mínima siguió durante décadas prendiendo un volcán en el pecho de coloso de Bukowski. No por ambición, no por ilusiones: es que, sencillamente, no tenía más remedio. Si debes crear, si has venido a crear en este mundo, crearás:
vas a crear trabajando
16 horas al día en una mina de carbón
o
vas a crear en un cuarto con tres niños
mientras estás
sin trabajo,
vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de
tu cuerpo, vas a crear ciego, mutilado, loco,
vas a crear con un gato trepando por tu
espalda mientras
la ciudad entera tiembla en terremotos,
bombardeos, inundaciones y fuego.
Estaba al borde de los 50 cuando el editor John Martin –al fin alguien enviado por Dios, y no por el Diablo– le ofreció 100 dólares mensuales “para el resto de su vida” a cambio de que se dedicara exclusivamente a escribir. Ya era un autor de culto en ciertos círculos, por sus poemas o por sus semanales Escritos de un viejo indecente en sucesivos periódicos. A partir de ahí empezó a vivir con su leyenda a cuestas, a pesar de que –decía, gruñendo a otra cámara– llegaran tarde: las cámaras, los lectores, las citas con ejecutivos en restaurantes caros de Hollywood, las jovencitas que le escribían cartas o directamente le buscaban para tirárselo. “Llegáis tarde, tarde...”. Pero no hubieran podido llegar antes, cuando aún no tenía tantísima leyenda negra y depravada escrita a fuego.
No es el mejor poeta norteamericano de su era, por más pasiones ciegas que pretendan no ver el bosque [su influencia, en cierta forma, ha sido nefasta para las generaciones siguientes, espoleando a muchos que, sin tener nada que decir, ni su necesidad furiosa, ni su talento a ráfagas pero indiscutible, encontraron en él la gran coartada para ejercer de malditos y narrar como epopeyas en verso sus visitas al wáter –recomiendo vivamente, sobre el particular, este reciente hilo de Twitter]. Tampoco fue ningún modelo de pareja o padre o ciudadano, aunque también hay que estar ciego para no ver la ternura supurando por debajo de cada línea corrosiva, de cada taco, de cada blasfemia contra todo.
Pero sí puede ser ejemplo de algo, Charles Bukowski: de cómo resistir, y resistir, y resistir. De cómo aguantar y seguir andando, pedaleando, braceando, aporreando la máquina de escribir como clavando los maderos de un ataúd donde morir en paz o de una barca en que escapar y dormir felizmente la resaca. Sin importar ya si se llega a alguna parte, simplemente haciendo lo que no hay más remedio que hacer. Y quizás ahí radique el secreto, la broma cósmica y final: sólo cuando ya ni él mismo pensaría en llegar a parte alguna, se dio cuenta de que la meta había quedado atrás hacía ya rato, a sus espaldas de púgil vencido siempre, pero jamás rendido.
Pero sólo después de mucho tiempo: de haber hecho absolutamente todo lo posible; de toneladas y toneladas de papel, de millones de palabras apiladas una encima de otra para poder subirse encima y ver el océano más allá del vertedero. Sólo mucho después de alcanzar la orilla última del infierno y subirse a esa barca y remar y remar con los tiburones jugando alrededor, hambriento, sediento, exhausto, con las gaviotas cagándole encima, a punto casi de la insolación... Hasta despertar un día, cuando se creía ya muerto –sin saber cómo, por qué, para qué–, en la playa de la isla del tesoro, hijo salvado y glorioso de Satanás.
Con la brisa en la cara y los ojos cerrados, sonriendo. Con una botella de ron a su vera y aquel pájaro de la tristeza, el viejo colibrí azul de su pecho, revoloteando y susurrando por penúltima vez sobre su nariz de ogro bueno:
lloras tú?
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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