Sala de despiece
Que vivan las cigarras
A mí me deprime mucho el éxito de La cigarra y la hormiga. Que tantísima gente se identifique con la hormiga me da ganas de deglutir botes enteros de Prozac
Sergio del Molino 25/03/2018
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La cigarra y la hormiga es una de las fábulas más exitosas y recreadas de la historia. La primera versión escrita es de Esopo (lo que no significa que la inventase él, pudo haberla recogido de la tradición oral), y hay versiones de La Fontaine y de Samaniego. Es a las fábulas lo que los Beatles a la música, así que su enseñanza debe de ser deslumbrante, con capacidad para iluminar a todas las generaciones, una revelación sublime ante la que ningún corazón puede latir sin taquicardia.
Pos bueno, pos vale, pos malegro.
A mí me deprime mucho el éxito de La cigarra y la hormiga. Que tantísima gente se identifique con la hormiga (o, lo que es peor, que quiera que sus hijos se identifiquen con la hormiga y suspiren por un futuro de hormiga para ellos) me dan ganas de deglutir botes enteros de Prozac o lo que vendan en las farmacias ahora para levantar químicamente el ánimo. Qué tristura de notarios y agrimensores vocacionales.
Por suerte, también está muy extendida la lectura punk del cuento, la que toma partido por la cigarra. Pero, más que lectura, es forofismo de derrotista, porque la cigarra nunca gana en ninguna versión. Ir con la cigarra es como ser del Atleti, una cuestión romántica que ni el texto ni la liga profesional de fútbol avalan. La moraleja, como en toda buena fábula, es unívoca: la hormiga siempre tiene la razón. No cabe entender otra cosa. Que no os engañen las canciones ni el cadáver de Jim Morrison: nadie quiere eso. La sociedad tiene muy interiorizado su papel de hormiga.
Que tantísima gente se identifique con la hormiga (o, lo que es peor, que quiera que sus hijos se identifiquen con la hormiga) me dan ganas de deglutir botes enteros de Prozac
El culto al orden es la expresión más ingenua y acabada del arquetipo de la hormiga. Hay una teleología del orden, que últimamente ha dado algunos éxitos editoriales (el megasuperventas La magia del orden, de Marie Kondo) y que relaciona la felicidad y el éxito con ser una persona ordenada. La metáfora es burda y elementalísima: al ordenar tu mundo, ordenas a la vez el cosmos, y al ordenar el cosmos, tu vida alcanza la armonía y todo problema encuentra la solución. Kondo predica sobre una fe que ya tenía millones de creyentes: desde pequeñitos nos inoculan que el éxito (el profesional, que es el único éxito que se contempla en este mundo nuestro) depende íntimamente de nuestra capacidad para mantener el orden. Recoger los juguetes, tener buena letra y organizar los materiales son puntales básicos de la domesticación humana. La neurosis siempre se ha percibido como una virtud social. No es extraño que Kondo triunfe, pues su mensaje es muy consolador: nada reconforta más al ordenado que saber que su orden da sentido al mundo.
Quienes hemos sido criados por gente ordenada tendemos a expresar nuestra personalidad en el desorden (y viceversa, es probable que mi hijo sea un maníaco del orden, tras crecer en una casa caótica). Nada inmuniza tanto contra el orden como unos padres meticulosos. Quizá por eso siempre he sentido ternura por quienes llevan todo al día, bien archivado, con código de colores, sin nada fuera de control. Desde la universidad, que fue cuando empecé a ser consciente de sus miradas de desprecio hacia mí, hasta ayer mismo. No son pocos los lectores que me reprochan que me autocalifique de vago o de diletante en mis libros: nada irrita más a una hormiga que una cigarra que presume de cigarrismo sin recibir el castigo de la fábula por ello. Es más, no sólo que no es castigada, sino que recibe los premios que corresponden legítimamente a las hormigas.
Quienes hemos sido criados por gente ordenada tendemos a expresar nuestra personalidad en el desorden
Como soy muy despistado y miope, me costó darme cuenta de que me detestaban. Odiaban que sacase una buena nota después de no ir a clase y pasarme el semestre bebiendo litronas, mientras ellas, hormiguitas, habían atendido con atención y habían elaborado unos apuntes detallados y caligráficamente perfectos que eran un éxito en reprografía. Odiaban que consiguiese trabajos que parecían no importarme y para los que ni siquiera me había postulado con excesivo entusiasmo. Odiaban que mi trabajo, elaborado entre risas y pasotismo, tuviese los aplausos que el suyo, elaborado desde la disciplina y la seriedad, no tenía. Cómo no me iban a odiar, yo mismo me odiaría. En medio de la cultura del esfuerzo y la meritocracia en versión Walt Disney, en la que las hormigas obtienen su éxito tras sufrir y renunciar a muchas cosas, yo iba haciendo más o menos lo que me daba la gana sin dar la sensación de que me dejaba la salud ni las ganas de vivir en ello. Desde el desorden y la despreocupación más delirantes, sepultado en libros y papelotes en los que nadie encontraría nada, sin método alguno.
Nunca he podido corresponder su odio por dos razones: porque tardé mucho en ser consciente de él y porque la gente ordenada me despierta instintos protectores. La irrupción de una cigarra en su horizonte desbarata su fragilísimo sistema de creencias, al que llevan toda la vida agarrados para no ahogarse. Les contemplo abrazados a sus carpetas bien clasificadas, a sus papeles sin doblar, a su peinado perfecto, y sólo veo a alguien aterrado por el azar, alguien no muy distinto de quien cree que ahuyentará al demonio con unas cuentas de rosario y un escapulario. Las cigarras somos los demonios de quienes esperan salvarse, y vernos sin castigo, medio felices, tropezándonos con nuestra propia basura sin bajar al contenedor de reciclaje, con los impresos mal rellenados y fuera de plazo y con nuestro cuerpo dando tumbos como un Frankenstein por el mismo sitio donde las hormigas se mueven con diligencia y discreción, es como contemplar el triunfo del demonio sobre el cuerpo de una niña sin ningún exorcista a mano que se lo saque de encima.
Por eso creo que las cigarras cumplimos una función social importantísima. En el mundo de Operación Triunfo. En el mundo de persigue tus sueños. En el mundo donde las consultoras diseñan oficinas sin papeles y donde los urbanistas sueñan con ciudades armónicas donde cada cosa está en su lugar, nuestra existencia recuerda a todos que el mundo es imprevisible, que no hay un fatum y que el azar gobierna. En un mundo donde tanta gente sufre por sentirse responsable de su propio fracaso o incluso de su propia enfermedad, por no enfrentarla con la actitud correcta, somos las excepciones que la regla necesita. Deberían subvencionarnos (para que fuéramos cigarras plenas que viven del cuento, frotando las patitas y sesteando todo el día) y declararnos de utilidad pública.
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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